Una segunda alma | Un relato de Mia Couto

Ficción

Beira, la ciudad donde nació el autor, es escenario y personaje de este relato que evoca el paso devastador de un ciclón en 2019.

Mia Couto, Premio FIL de Literatura en Letras Romances. (Foto: Mariano Silva)
Mia Couto
Ciudad de México /

El 14 de marzo de 2019, de madrugada, le llamo al escritor Dany Wambire. Todavía es muy temprano, el ciclón anunciado está a punto de llegar a mi ciudad natal, Beira. Yo estoy en Maputo, quiero saber cómo se están preparando mis amigos de allá. Dany me responde, dice que están encerrados en casa, alejados de las ventanas, respetando el exhorto de las autoridades. Su esposa, embarazada, reposa sobre una cama que han instalado en la cocina. Se siente mal, el viento ya es muy fuerte y el joven escritor se despide de mí con un “Hasta pronto, te llamo en cuanto pase todo”. Ese día no me devolvió la llamada. Tampoco los días posteriores. Las líneas telefónicas se habían caído. También se interrumpió la electricidad, el internet y el suministro de agua.

Nuestra última conversación demostraba lo ignorantes que estábamos acerca de la magnitud del ciclón anunciado. Dany solamente tenía 36 años. Pero yo debí saberlo: mi ciudad siempre había estado expuesta a estas desgracias. En 1962, cuando tenía 7 años, había visto cómo se elevaban por los aires los tejados, ondeando como hojas ligeras. Aquel ciclón llamado Claude me había dado la primera lección sobre nuestra condición efímera y frágil. La ciudad, que yo pensaba eterna, era, en el fondo, tan indefensa como aquel niño que temblaba asustado entre los brazos de su madre. Las láminas de aluminio de los techos daban vueltas en el aire como pájaros ciegos y mortíferos. No asistimos a la escuela durante una semana. Nuestros salones de clase se habían transformado en refugios para los que se habían quedado sin casa. Cuando el nivel de las aguas descendió, quedó una inmensa alfombra de peces muertos, cuyas escamas brillaban bajo el violento sol de febrero. Recuerdo ese olor. Era un olor a muerte.

Cincuenta años después, aquella misma vieja escuela volvía a acoger a personas que habían perdido sus hogares. En la capital, esperaba con ansiedad noticias de mis amigos. Y me quedé esperando durante una semana, hasta que el teléfono sonó. Era Dany Wambire del otro lado de la línea. Su voz suena tranquila y para nada agobiada. Me dice que ambos están bien, pero que duermen en la cocina porque la casa ha quedado parcialmente destruida. Todos mis amigos habían visto cómo colapsaban los techos de sus casas, y algunos incluso las paredes. Todavía estaban sin electricidad y sin agua; y las líneas telefónicas solo funcionaban durante unas horas al día.

“Sé que querías venir a Beira por el libro que estás escribiendo”, dice Dany. “Pero te doy un consejo: no vengas ahora”. Dany sabía que tenía intención de pasar algunos días en mi ciudad. Para imprimirle más veracidad a mi nuevo libro, necesitaba sentir el lugar, revisitar recuerdos, escuchar las voces de la calle. Necesitaba ver la ciudad. Unas semanas antes, le había enviado a mi editor una docena de capítulos. El editor me había advertido: “El personaje principal de este libro no es una persona. Es tu ciudad. Este libro es una conmemoración del lugar que vive dentro de ti como una segunda alma”. El editor tenía razón. Mi ciudad no es solamente un lugar, es una persona de mi familia que me ha llevado del brazo narrándome historias. Ya le había dado a ese libro futuro un título tentativo: “Antes de nacer, he visto ríos y mares”. Y ahora las imágenes me mostraban ríos y mares donde antes había tierras, pueblos y plantaciones.

Logré viajar dos semanas después del ciclón. El piloto del avión, que es amigo mío, me dice que sobrevolará las zonas adyacentes a la ciudad para mostrarme la vastedad de las inundaciones. Tengo que darle crédito por ello: por kilómetros y kilómetros, la tierra es todo un mar, pueblos y aldeas que normalmente sabría reconocer ahora están sumergidos. Me arrepiento de estar sentado junto a la ventanilla. Me arrepiento de no haber seguido el consejo de Dany y cancelar el viaje. Recuerdo el momento en el que mis hermanos decidieron ir a ver el cadáver de mi padre a la morgue. Me había negado a acompañarlos. Quería reencontrar la mirada viva y las manos cálidas de quien me había dado la vida. Y otra vez, la misma comparación me desconsuela. Debajo de mí yace mi ciudad decapitada. Tengo que secarme los ojos para seguir viendo. Los pasajeros toman fotos y videos. Y a mí me parece todo irreal. Soy el último en bajar del avión, como si temiese no poder caminar sobre aquel que fue mi primer suelo. Como niños, nunca le decimos adiós a nuestros lugares. Siempre pensamos que volveremos a ellos. Creemos que no será la última vez. Y aquella visita tenía el amargo sabor del adiós.

El aeropuerto se había transformado en un campamento militar. Se veían tiendas de campaña improvisadas, aviones de carga, camiones que transportaban víveres. Ese ir y venir de gente en uniforme me hace pensar: este aeropuerto es un hospital. Ha caído del cielo, se ha plantado aquí para curar a la ciudad moribunda. Y recuerdo nuevamente a mi padre, en la sala de terapia intensiva, con los médicos que nos decían que nos fuéramos y los dejáramos trabajar. Siento una mezcla de temor y esperanza. Por primera vez no veo las imágenes de la televisión, sino una realidad que puedo tocar. Me hace bien ver que se está haciendo algo, que hay una respuesta organizada. De lejos, la herida me parece mucho más grande que el cuerpo. De cerca, veo un collar roto y miles de manos recogiendo las cuentas que se han caído y sumergido en el agua.

En un escalón de la escalera que lleva al baño, está sentado un joven europeo. Forma parte de un equipo de rescate, a su lado tiene un traje de buceo. Tiene la mirada fija, como si soñara con los ojos abiertos. Se ve que está exhausto y que necesita de ese sencillo descanso que es soñarse lejos de aquí. Lo saludo. Me responde con un gesto de cabeza. Quisiera hablar con él. Decirle lo mucho que le agradecemos. Preguntarle cuántas personas ha salvado, invitarlo a contarme sus historias. Necesito de un héroe, de alguien que me asegure que en este mundo existe gente cuyo único poder es ser generosa. Pero la historia de este joven no será narrada. Nadie conocerá su rostro, nadie conocerá las historias que ahora intenta adormecer en los ojos exhaustos. Ni siquiera las personas que ha salvado sabrán su nombre. Y pienso: estos héroes no deben quedar anónimos. E imagino una manera para recoger las historias, los testimonios de estos héroes que no pueden quedar olvidados. Estamos ávidos de melodramas para consumir. Las historias positivas deberían tener igual o mayor resonancia. Acaso lo haré, quizá visitaré nuevamente mi ciudad, entre el fango y las ruinas, y registraré estas historias. Y las publicaré, para que las nuevas generaciones sepan que la generosidad tiene un rostro y un nombre.

Dany Wambire estaba esperándome en el aeropuerto. Lo abracé. Pensé que lo consolaba. Sucedió lo opuesto: fue él quién me consoló. Ese día, había terminado de reconstruir el techo, les había puesto vidrios nuevos a las ventanas y llevaba varios contenedores de agua potable en la cajuela. A la par que iba reconstruyendo su casa, se rehacía él mismo. A mí me faltaba ese trabajo que transforma las lágrimas en sudor.

Le comunico a Wambire mi decisión de postergar el viaje a Brasil ya programado. No puedo irme ahora, le digo. A pesar de su joven edad, Wambire ya tiene dos libros publicados en Brasil. Es él quien me alienta a no cancelar ese viaje. Y me dice: “Vete, Mia. Abraza a los brasileños y recibe su abrazo solidario”. Pensamos, dice, que somos los que más sufrimos, que somos los únicos que merecemos consuelo. Y me recuerda las tragedias de las minas de Brumadinho y de Mariana. Debía mostrar, según Wambire, que, aun siendo una nación pobre, teníamos el deber de engendrar solidaridad, igual que los países más ricos.

Se necesitará tiempo para que Beira se levante. Mucho tiempo. Durante gran parte de este tiempo, el mundo habrá olvidado la tragedia. Consumió el drama en el momento. Cuando las televisoras se vayan, todo volverá a ser como antes. Incluso la tristeza, hoy en día, es desechable.

En el avión, recuerdo un cuento que escribí hace ya más de veinte años en el que, precisamente en la misma región, un anciano de nombre Jossias es arrastrado por la crecida de un río. Cuando los rescatistas logran alcanzarlo, él se niega a subirse al bote. Y pregunta: ¿Quieren salvarme de la muerte? Y luego, ¿quién me salvará de la vida? A la fuerza lo arrastran hacia el bote y él, temblando de frío, balbucea: salvar a alguien debe ser un servicio completo. La azafata interrumpe mis fantasías y me pregunta: “¿Desea más agua?”. Luego, reconociéndome, dice: “Sé que era su ciudad, lo siento mucho”. Habla de ella en pasado, como si la ciudad ya no existiese. Le agradezco su solidaridad y respondo: la ciudad está viva. Y me golpeo el pecho con la mano como si quisiera mostrarle en dónde sigue viviendo.

Cuando el avión sobrevuela la capital, vuelvo a pensar en aquel impulso que me ha llevado a mi ciudad y me digo: ha valido la pena. Lo he dicho muchas veces: hay quienes tienen una tierra natal, yo tengo un agua natal. No fueron mis amigos los que me abrazaron. Fue Beira quien me abrazó, con un abrazo de tierra y el otro de agua. La ciudad me había revelado que extendía raíces profundas en un suelo que estaba hecho más de afecto que de tierra. Los territorios en los que nacemos siempre son infinitos. Ningún ciclón me robaría esa pertenencia.

Al llegar a Maputo, un periodista me pide que mande un mensaje de esperanza a los habitantes de Beira. Le respondo: al contrario, esas personas son las que nos están mandando mensajes de esperanza.

Entro en casa, mi familia me espera en la puerta. Quieren saber cómo estoy, están listos para quitarme el peso que soporta mi alma. Y se dan cuenta que la tristeza que tengo encima se ha dividido en dos almas.

Traducción de María Teresa Meneses

Texto tomado del libro 'L'universo in un granello di sabbia' editado por Sellerio, Italia, 2021. Título original: 'O Universo num Grão de Areia' (2019).

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.