Fruto del desconocimiento de la historia de los pueblos hispánicos y como resultado de una leyenda negra que oscurece el entendimiento y lleva a generalizaciones carentes de fundamento, en el imaginario de países como México ha permanecido vigente un conjunto de relatos inspirados en un racismo que impide respetar y comprender al otro.
Dos “relatos” o “narrativas” se han abierto paso contraponiéndose e incluso solapándose para explicar, de forma simplista, en general errónea e incluso malintencionada, las relaciones históricas que han existido entre los pueblos del continente americano y España y los múltiples malentendidos y lecturas que han generado en ambas orillas del Atlántico. Como señala en entrevista con Laberinto el sociólogo español Emilio Lamo de Espinosa (Madrid, 1946), uno de estos relatos es el latinoamericano, que culpa de sus males a la “Conquista”, olvidando sus bienes y los males que siguieron a las independencias; el otro es el relato estadunidense, el de los bad hombres del presidente Donald Trump, que culpa de sus males a los latinos que han invadido el norte, latinos que, a su vez, para exculparse, sólo atinan a culpar a España de su situación.
Pero todo, como sostiene Lamo, “es una inmensa superchería al servicio del lavado de cara de unos y de otros”. Es lo que el investigador, catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid y director del Instituto Elcano, ha tratado de analizar y aclarar en el libro La disputa del pasado. España, México y la leyenda negra (Turner), en el que, bajo su coordinación, un grupo de historiadores en el que figuran Martín F. Ríos Saloma, Tomás Pérez Viejo, Luis Francisco Martínez Montes, José María Ortega Sánchez, María Elvira Roca Barea y Guadalupe Jiménez Codinach, abordan, entre otros temas, los equívocos y falsedades contados respecto al pasado prehispánico; la incorrección de llamar “Colonia” al período virreinal; la negación del ser “occidental” a la América latina e incluso a España; la ocultación de la simiente de modernización esparcida por la monarquía hispánica, que entre finales del siglo XV y principios del XIX fue una de las mayores y más complejas construcciones políticas jamás conocidas en la historia; el rechazo al arte y la cultura novohispana como creaciones de primer orden universal; o la ignorancia y falta de entendimiento del ser mestizo y el ser hispano, no sólo en Estados Unidos, sino en México y España.
Como se argumenta y demuestra en el libro, desde hace mucho tiempo se ha difundido sin pudor y menos aún rigor histórico un conjunto de inexactitudes, tergiversaciones y mentiras con el propósito de alimentar esa “leyenda negra” sobre la relación entre los pueblos de América y España, y que se ha propagado en obras que, pese a estar plagadas de errores y falsedades, han sido multipremiadas y elogiadas en el mundo anglosajón, como la biografía de Marie Arana Bolívar: American Liberator o su ensayo Silver, Sword and Stone (celebrados por “críticos” de prestigio del Washington Post y The New York Times) o la famosa obra de Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, que propicia una “mirada” en la que se asume un ominoso ethos español y se genera una necesidad de “desespañolizar” nuestras naciones americanas para regresar a un pasado imaginado desde el presente en un proceso de “descolonización”.
Afortunadamente, la ciencia social se ha tratado de construir contra las apariencias, contra las mistificaciones y los fetichismos, y en nuestros días, como afirma Lamo de Espinosa, contra lo políticamente correcto o la “cancelación” del pasado, algo que decían los dos grandes clásicos de la ciencia social: el de izquierda, Carlos Marx, y el de derecha, Emilio Durkheim. “Es curioso, pero ambos decían lo mismo aunque con lenguajes distintos: hay que des-velar (deconstruir, se dice ahora) ideas preconcebidas, traspasar mistificaciones y prejuicios para ir a las cosas mismas. Lo único que hace falta es algo muy sencillo pero no muy frecuente: honestidad intelectual. Y ello exige autoanálisis para eliminar los propios prejuicios y las distorsiones ideológicas, exige transformar las creencias (desde donde pensamos) que nos piensan en ideas a pensar, como decía Ortega y Gasset”.
—¿Qué motivó la puesta en marcha del proyecto para elaborar un volumen en el que se tratan de aclarar y rebatir algunos de los puntos nodales de lo que podemos entender como la “leyenda negra” de la historia de España en relación al continente americano?
Se nos acumulan las conmemoraciones. Quinto centenario de la caída de Tenochtitlan; quinto centenario de la primera vuelta al mundo de Magallanes-Elcano; bicentenario de la independencia de México… Ya tuvimos dificultades para conmemorar 1492: que si “encuentro”, que si “descubrimiento”, que si “encontronazo”. Tenemos la obligación de mirar los hechos de frente y sin anteojos, pero hay una leyenda negra para unos, que es al tiempo una leyenda “rosa” para otros. Culpar al vecino de lo sucio que está mi patio es al tiempo demonizar al otro y liberarme de culpa. El problema no es la historia, que es conocida, sino cómo se presenta esa historia y, sobre todo, cómo se pone al servicio del poder haciéndose llamar memoria, aunque tampoco lo es. Los zapatistas (del EZLN) lo han dejado bastante claro: el problema de México no es lo que ocurrió hace 500 años, cuando la llamada “Conquista”, con la mal llamada “Colonia”, o lo que ocurrió hace 200 años, con la Independencia (sin comillas), sino lo que ocurre ahora mismo: la pobreza, la violencia, la corrupción, la desigualdad brutal. Y como recuerdo en el libro, en 200 años de independencia se pueden hacer muchas cosas, por ejemplo, se pueden hacer los Estados Unidos. México era un gran país a comienzos del siglo XIX y el DF una ciudad magnífica, sin duda mucho mejor que Madrid o que Boston. Es lo que hemos tratado de mostrar en La disputa del pasado.
—Hay un asunto de especial interés que une el pasado precolombino y el momento de la llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlan, los hechos de las luchas de Independencia a comienzos del siglo XIX y una especie de rechazo de lo español en nuestros días al grado de que el presidente Andrés Manuel López Obrador solicitó abiertamente al Estado español que pidiera perdón por los hechos ocurridos hace 500 años. ¿Cuál cree que es el interés que subyace en esa petición?
Es una mezcla de ignorancia culposa, de distorsión ideológica y, finalmente, de deshonestidad política. De todo. Ignorancia, pues desconoce la realidad de lo que fueron los 300 años de virreinato, con sus sombras pero también sus luces: las primeras universidades del continente, los primeros hospitales y escuelas, caminos y acueductos, ciudades, libros impresos, gramáticas de lenguas nativas, incluso el primer comercio global (con Europa y Asia) y un largo etcétera. La distorsión ideológica nos lleva a un nativismo impostado en el que, como por arte de magia, las élites dominantes en América Latina se transforman en defensores de los llamados pueblos “originarios” y se disfrazan de tlatoanis para purgar sus pecados. Finalmente, hay elecciones a ganar, y se piensa que agitando la llamada “memoria histórica” se distrae la mirada del presente para volcarla sobre el pasado, sea este España o Estados Unidos, aunque cuidado con este último, que es poderoso y vecino. En España estamos abusando de la memoria de la Guerra Civil, y en América Latina se abusa de la memoria de esa guerra civil que fue la Independencia, que a los españoles no nos afecta, y por eso las estatuas de Bolívar, San Martín o José Martí siguen en los jardines de Madrid, y a nadie se le ocurre derribarlas.
—En ese mismo sentido, ¿cuál es el alcance, y el posible daño, de manipular la historia para construir un relato y una historia oficial manipulando los hechos?
El daño final es desconocer la realidad y desconocerse a sí mismo. Por ello insisto en que América Latina es Occidente, una obviedad que sin embargo hay que afirmar tanto frente al relato whig (el cual propugna la vanguardia de los pueblos protestantes, sobre todo de habla inglesa) de la historia del mundo (que ignora lo que desprecia), como frente al relato indigenista (que desprecia cuanto ignora). Es curioso y no deja de ser paradójico que Trump opine lo mismo que Evo Morales: América Latina no es Occidente, sino otra cosa distinta. Los españoles conocemos bien esa visión “excepcionalista” que nos excluye de la historia, y durante décadas se nos ha dicho que no éramos Europa, que ésta empezaba en los Pirineos. Una estupidez que no pocos españoles se creían. Pues bien, ahora se dice que Occidente empieza en Río Grande, una idea que López Obrador, inconscientemente, alimenta. Pero ¿acaso no se habla latín al sur del Río Grande? ¿No es su religión, casi hegemónica, el cristianismo, que fue religión oficial del Imperio romano? ¿No es su derecho el derecho romano? ¿No siguen sus ciudades el urbanismo romano? ¿No miden el tiempo con el calendario romano? Y podría seguir. Los españoles, como los portugueses, los italianos y los latinoamericanos, somos romanos del siglo XXI. También mestizos, por supuesto, como fueron mestizos los ibero-romanos del siglo I. Por eso no me disgusta nada la expresión América “Latina”, porque es eso: América latinizada y romanizada.
—¿Constata usted que con el llamado presentismo hay un desmedido uso político de la historia?
Vivimos anegados de acontecimientos, eventos y sucesos, enchufados a los medios de comunicación de mil modos. Y eso nos impide ver la envolvente; vamos de fotografía en fotografía incapaces de percibir la película, sin profundidad histórica. Max Scheler decía que conocer es alejarse de la realidad para tomar perspectiva, para evitar que la contemplación de los árboles te impida ver el bosque. La consecuencia es un desconocimiento total de la historia que se niega desde el presente, cuando debe ser al contrario. No es tarea del presente reconstruir el pasado, sino aprender de él para construir el presente. Hay una huida de la historia y los jóvenes carecen de perspectiva. Pues bien, ésta muestra muchas cosas; por ejemplo, que fue el denostado “hombre, blanco y occidental” quien abolió la esclavitud (que siguió existiendo en otros confines), quien devolvió a la mujer su dignidad (de la que carece en muchos sitios, todavía hoy) y quien universalizó los derechos humanos. Eso también es Occidente.
—Por último, ¿cómo debemos comprender lo que han sido las relaciones históricas y culturales entre México y España?
La disputa es ficticia, impostada y carece de profundidad, mientras que la relación es extensa e intensa, y siempre lo ha sido. Cuba, México y Argentina son los tres países americanos con los que España y los españoles tienen una mayor relación y de los que tienen mejor imagen, como muestran los numerosos estudios que hemos hecho en el Instituto Elcano. La cultura mexicana se cuela por todas partes, en la música, en la gastronomía, en la literatura, en el magnífico cine actual. También las inversiones, que ya son mutuas. Y no olvidemos que México es el primer país de la hispanofonía y, junto con España, debe liderar su expansión. Son casi 130 millones de habitantes, más 40 o 50 en Estados Unidos, pues los llamados “latinos” de Estados Unidos son, en su mayoría, mexicanos de primera o segunda generación. Y en el mercado de lenguas que hoy es el mundo, el español (o castellano, como dice la Constitución española) es nuestro principal activo, pero no podemos activarlo sin una colaboración muy estrecha. Hace tiempo que sostengo que España debería tener con México una alianza estratégica profunda cuya base es la proyección de la lengua en la enseñanza, en la ciencia, en internet.
AQ