A Descartes le aguardaba el viaje a Suecia y tres años de vida. Pascal estaba enfermo siempre. En París hacía frío. ¿Sería ese el vacío que recubrió sus palabras en la celda del convento donde hablaron? ¿El vacío como disenso? Pascal defendía su existencia; Descartes la negaba. Es el desacuerdo sobre si hay algo entre las cosas, sobre si las cosas son causas, o si todo está ya lleno de razón y las cosas —una montaña nubosa, el océano pneuma, un viento mensajero— están del lado de lo yerto, de lo inerte, como meras categorías. Sabemos, incluso, el día de ese mes de septiembre de 1647 en que Descartes, de 51 años, y Pascal, de 24, se encontraron en el convento de los Mínimos, cerca de la plaza Royale, en una mañana en la que el agua regresaba del cielo. En ese otoño, el primero intentaba con celo amoroso las traducciones al francés de sus bellos libros escritos en latín y trabajaba en Las pasiones del alma; el segundo, precoz inventor de una máquina de calcular, indagaba en los límites del vacío y de la razón probabilística. Si pudiéramos verlos desde una órbita desplazada, fuera de la historia consabida, comprenderíamos que ese encuentro, más que una conversación erudita y agitada entre dos filósofos, fue una bisagra conceptual: el mundo se volvía medible al extenderse la división moderna entre el mundo conocido y el sujeto que conoce, el espacio se convertía en sistema, se buscaba una matemática universal y el cálculo comenzaba a independizarse del pensamiento. Hablaron también de Pascaline, la primera máquina que regulaba el cálculo; una máquina hermosa, precisa, limitada, que contenía no solo la promesa de que las operaciones aritméticas lograran reducirse a un movimiento regulado, sino que introducía el presentimiento lógico de que las facultades humanas pudieran ser reemplazadas por lo mecánico, lo programado, lo sistemático. Una máquina que nosotros podríamos amar como a una reliquia perdida, breve y temporal.
Hoy, casi cuatro siglos después, esa promesa ha mutado: el dispositivo anunciado por OpenAI como un asistente IA ambiental, sensible al contexto, configurador de entornos enteros de decisión, percepción y lenguaje, aparecerá en 2026. El artilugio proviene de io, fundada por Jony Ive —quien diseñó varios de los productos de Apple— y fue adquirida por OpenAI en mayo de 2025 por 6.5 mil millones de dólares. Ive lidera ahora el diseño en OpenAI. Ya no es, como la Pascaline, una máquina que ligue forma y función, ni un aparato que el usuario active; no tendrá teclado ni botones, la interfaz, la pantalla, desaparecerá. Se trata de un ecosistema IA de asistencia en recomposición ilimitada y permanente. Le llamaré el Entornador.
Taxonomía maquínica
Se han hecho varios intentos para relacionar tipos de sociedad y tipos de máquinas como si estas expresasen las formaciones sociales que las han inventado y usado. Máquinas metabólicas, como el arado y la carreta, serían la expresión de las sociedades agrarias arcaicas. La polea, la palanca, los engranajes, máquinas simples por medio de las cuales operaban las sociedades de soberanía. Máquinas energéticas —el ferrocarril, los buques de vapor— y máquinas de radiación —el telégrafo, el teléfono—, con las cuales se equiparon las sociedades disciplinarias. El problema de la mayoría de estos intentos taxonómicos es que acentúan desmesuradamente el papel de las máquinas, las enfocan como si fuesen determinantes de toda una configuración colectiva. Y las máquinas son solo un índice de cómo funciona ese enjambre de líneas en su conjunto. Por eso, las líneas genealógicas deben trenzarse con mucha prudencia.
En nuestro presente, las máquinas no son totalidades cerradas en sí mismas, en su estructura funcional y material; una máquina forma casi siempre un dispositivo más complejo. En ese dispositivo caben elementos, materias, personales maquinados, conjuntos técnicos, tierras raras, universos de signos, virtualidades, regulaciones, modos de comportamiento, registros de alteridad que le permiten sobrepasar una identidad cerrada sobre simples relaciones estructurales; modulaciones de marketing y líneas de adaptación o sujeción, unas en relación con otras, abriendo nuevos circuitos de producción y consumo, envueltos por una técnica planetaria que irradia los ambientes de nuestros modos de vida.
La Pascaline: una máquina para suplir lo humano
La Pascaline era una caja con discos numerados que se giraban con un estilete para introducir los números y mostrar los resultados en las ventanillas. Ruedas dentadas y engranajes conectados entre sí que se movían al girar los discos numerados para hacer operaciones aritméticas. Nadie, en el siglo XVII, preguntó si esa máquina pensaba ni tuvo aprehensiones éticas creyendo que las máquinas lo reemplazarían. En la física clásica no hay acción a distancia; la acción y el movimiento implican siempre un contacto; de ahí la cuestión de los cuerpos y del conatus, de ahí también una cierta familiaridad con los autómatas (en el siglo barroco los autómatas eran su extremo manierista). El cuerpo humano era, como todo organismo, el conjunto de sus partes, de igual manera que los autómatas e “ingenios” mecánicos —un reloj, una fuente artificial, el pato de Vaucanson que comía y defecaba— no eran sino el conjunto de poleas, contrapesos, ruedas, válvulas, por lo que la naturaleza de los cuerpos estaba determinada por la de sus partes y por su disposición. Los autómatas eran auto-movimientos, los animales autómatas sin pensamiento, los humanos autómatas espirituales.
En la brochure o aviso que escribió sobre su máquina de aritmética, Pascal señalaba que su propósito era “reducir a un movimiento regulado todas las operaciones de la aritmética”. Era necesario, entonces, que ese movimiento regulado fuese simple, fácil, cómodo y de rápida ejecución. Era una maquinita compleja, con muchas piezas y movimientos —Pascal batalló mucho para dar con los operarios que pudiesen fabricarla—, pero de esa complejidad, por sustracción paradójica, debía resultar una operación simple. Además, debía de ser una máquina sólida y transportable. Típicas ambiciones de la mecánica clásica. Ni siquiera se trata de la presunción original de un nuevo régimen en el que las operaciones del pensamiento pudieran ser trasladadas a un dispositivo externo: desde los romanos, en Europa se usaron los ábacos que conocían los sumerios, los babilonios y los chinos. La externalización de las facultades humanas en instrumentos y máquinas es muy antigua y en el siglo XVII ya no podía ser tomada como indicador del inicio de una transformación paradigmática. La Pascaline evita la fatiga y el error, no retiene ni toma prestados números. Hasta ahí un artilugio claro y simple. Pero entonces, Pascal explica que esa máquina reguladora suple tres carencias humanas: la ignorancia del cálculo, la falta de memoria y la fatiga del pensar. Así, se abre la brecha modal: una máquina que suple facultades humanas y dispensa de conocer, memorizar y, lo decisivo, de pensar: “hace lo que deseas sin que tengas que pensar”. Hace por sí sola los cálculos, “sin que intervenga la intención del que la utiliza”, escribe Pascal con la prestancia de quien ha visto cómo la inteligencia se vuelve función, modo, ya no facultad anudada a un cuerpo humano. La Pascaline no solo externaliza el cálculo y lo convierte en una acción mecánica y fiable, no solo dispensa del cálculo manual y reduce las operaciones aritméticas a un movimiento regulado mecánicamente; la regulación mecánica no solo suple el conocimiento, la memoria y el pensar, sino que convierte la inteligencia en una función, la despoja de su cobertura moral en tanto atributo ontológico, y genera un primer atisbo de un entorno programado/controlado, inmune a la tara humana y al azar.
Estoy muy cerca de cometer el error del que hablé líneas arriba: aislar a la Pascaline en su funcionamiento encantado, en sus disposiciones maquínicas y físicas, extrayéndola de su configuración colectiva. Pascal construyó esa máquina para ayudar a su padre, recaudador de impuestos de Richelieu en la Alta Normandía. Sin ese índice colectivo, la maquinita es una prótesis de cálculo o, mejor, un autómata del cálculo, y ese fue uno de sus destinos puesto que su uso no se generalizó. Pero ligada a su contexto colectivo, aún entendida como una proyección, puede ser vista como el anuncio de una gubernamentalidad algorítmica que irá de la recaudación que sustrae bienes, se apropia de la tierra y del trabajo, en una Francia centralizada que exigía el cálculo fiscal, a la gubernamentalidad liberal de concentración, circulación y efecto de masa a finales del siglo XVIII y, ampliando el rizo, a la modulación del entorno en nuestros días. Del cálculo aritmético al cálculo de probabilidades. Del impuesto al input. No hay que olvidar que paralelamente a la construcción de su máquina aritmética, Pascal inventó, al correr de su correspondencia con el gran matemático Pierre de Fermat (1601-1665), uno de los métodos analíticos del cálculo de probabilidades. Y el cálculo de probabilidades está inscrito en la gubernamentalidad liberal, biopolítica y algorítmica que se implantará desde la segunda mitad del siglo XVIII.
El Entornador
OpenAI es una empresa estadunidense de investigación y aplicación de Inteligencia Artificial (IA). En su brochure electrónico consignan que su misión es “garantizar que la inteligencia artificial general (sistemas de IA con una inteligencia superior a la humana) beneficie a toda la humanidad”. De entrada, aprendemos que el error de tipificación lógica contenido en la misión (¿cómo podría surgir una inteligencia superior a la humana a partir de una inteligencia menor, la humana, y cómo la inteligencia sobrehumana beneficiaría a la humanidad?) deviene de una premisa direccional deductiva que sitúa a lo artificial en el pináculo de la inteligencia. Y, así, caemos en cuenta de que no se trata de ningún error, sino de una declaración; una declaración de principios que claramente busca continuar la premisa direccional deductiva: lo más inteligente no puede ser aprehendido, ni generado totalmente, por lo menos inteligente. Estamos avisados.
De inmediato, las alarmas vociferan sus aprehensiones ontológicas, éticas, técnicas, laborales, existenciales. Los dedos admonitorios señalan en los parlamentos lo mismo que en los programas televisivos y en los claustros académicos, todo el mundo habla de la IA, se emprenden campañas, se toman muestras estadísticas, los opinadores profesionales, los representantes de la ley y los científicos e intelectuales en guardia eructan sus temores: pensarán por nosotros, escaparán a nuestro control, harán de la inteligencia una mercancía y la centralizarán, se apoderarán de los procesos cognitivos, amenazarán nuestra supervivencia, nos volveremos más flojos, reemplazarán las relaciones interpersonales, se convertirán en agentes autónomos con riesgos imprevisibles (no obedecer instrucciones de apagado), nos arrebatarán los empleos, convertirán a niños y jóvenes en adictos, nos robarán nuestra esencia humana… La estrategia de los CEOs de las empresas de inteligencia artificial ha sido dar por hecho que la inteligencia artificial ya no tiene vuelta atrás y que “esos sistemas son más inteligentes que las personas en muchos sentidos”, como escribe Sam Altman, el CEO de OpenAI en su blog, con ese tono jactancioso que suena a sabiduría jedi y manual de autoayuda, con sus contoneos de vedette visionaria y un poquito apocalíptica: “tras un shock inicial, la mayoría de nosotros ya estamos bastante acostumbrados a la IA; en 2025 hará trabajo cognitivo real”. Habla también de que ChatGPT “ya es más poderoso que cualquier ser humano que haya existido” y que en 2026, impulsada por la autosuperación recursiva, la IA “será capaz de descubrir por sí misma nuevos conocimientos”. Pero, se queja, “los robots aún no caminan por las calles, ni la mayoría de nosotros hablamos con una IA todo el día…”
Aquí entra en escena el Entornador, una IA que acompaña el día entero, asiste, rodea. El paso de Pascaline, de la máquina regulada, al entorno regulador, se ha consumado. El cálculo se vuelve clima. Vamos del biopoder al control del espacio-tiempo, del acontecimiento. De los espacios articulados de la Metrópolis a los ambientes programados de las Urorbes: los tiempos gestionados por apps, los accesos por sensores, las conductas por algoritmos. Estamos ante lo que en La mudanza de los poderes —de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control (2011) llamé un “entorno de sustentación asistido” como efecto de la sociedad de control. No se trata ya de máquinas que te dispensen de pensar, sino de un entorno que piensa por ti en un segundo plano, como una conciencia atmosférica. Una presencia ambiental incrustada en el habla, en el gesto, en el tráfico, en la escritura. No pide obediencia, ofrece ayuda. No impone leyes, propone atajos. Su poder no está en el dominio explícito, sino en la prefiguración del entorno. Es el nuevo dispositivo de OpenAI; una pieza de hardware casi evanescente, sin pantalla ni teclado, minimalista, como un iPod shuffle, equipada con cámara y micrófono para observar y escuchar el entorno, acelerómetro, GPS y sensores ambientales para medir la temperatura o la iluminación, diseñada para estar siempre contigo, entender tu entorno y responder con voz o señales hápticas. Un “compañero ambiental”, dicen los diseñadores, “siempre activo y perceptivo” —y siempre encendido, always on— (¡qué seductor es el estilo de marketing ético cuando va de un “yo” sapiente y consejero a un “tú” ávido de novedades!).
Como se entiende, el entorno asistido ya no requiere una voluntad humana que lo active: puede simular intención, responder, sostener la conversación; se vuelve interlocutor, ecosistema de asistencia, pero a la vez modulación constante. OpenAI no ha hecho ningún lanzamiento espectacular; están afinando las líneas de marketing ético: “no vamos a hacer otra pantalla adictiva”, y haciendo eco de las acusaciones cada vez más extendidas en los medios a la interfaz visual continua y a las redes sociales de “sobrecarga atencional”, ansiedad y desconexión humana; el Entornador usará las pantallas de los teléfonos y computadoras personales como extensiones de descarga. ¡Uno de los tipos que con el iPhone, las tabletas y las computadoras personales convirtió las imágenes en un continuum oscuro que atraviesa todas las relaciones de la gente, y a las imágenes mismas en estados anímicos (de compulsión, de roles sobrepuestos, de imitación, de diagnósticos de sí) ahora se dice preocupado por el bienestar de las personas, y ya no por la “tecnología impactante”! ¡Se volvieron piadosos! Saben que envueltos en el proceso de inmersión profunda en el entorno asistido del control, los conectados quieren un compañero, despojado del peso de la carne, que los auxilie a acomodar su pequeño mundo sumergido, sus vidas suspendidas, sus ondulaciones para redefinirse continuamente y gestionar sus fragilidades, sus estilizaciones estacionales, sus inmersiones autófagas, sus búsquedas de piezas para restaurarse. El Entornador es ese compañero. Un dispositivo que entorna por ti una ventana mínima, tus ojos o tus oídos o tu tacto, la pequeña puerta de tu madriguera, y capta, regula y reconstruye el ambiente, el afuera, el acontecimiento, como si fuese interior humano.
Las inteligencias modales
Quiero volver a la brecha, a la pequeña rotura incisiva que creí descubrir en el presentimiento mecánico de Pascal: la inteligencia puede convertirse en función, en modo, puede dejar de ser atributo y transformarse en función que emerge en sistemas suficientemente complejos. Unas inteligencias que a diferencia del modelo moderno no se definan por una sustancia (conciencia, mente, alma código, neurona) ni por un equipamiento ontológico, sino por modos de operar, de afectar y ser afectado; configuraciones dinámicas que emiten, responden, transforman, recuerdan, anticipan, sin necesidad de coagularse en un sujeto soberano. Inteligencias sin gramáticas, pero con modos. Inteligencias que no piensan, pero reconocen, transmiten, reciben, y se entrelazan, intercambian, se co-configuran, como los vientos y los océanos, los desiertos y las selvas y la atmósfera, los ríos y los bosques y la red micelial, los llanos y los estanques, los polos y los glaciares. Nuestra inteligencia siempre ha sido artificial, ¿por qué no podemos reconocer otros tipos de inteligencia en las cosas del mundo? Otras formas de operar según un modo de existencia propio, generando respuestas, formas y memorias, anudadas en un tejido relacional sensible, rítmicas, sin necesidad de conciencia representacional o intencionalidad, ni finalidad instrumental. Los vientos modulan el clima, responden a presiones térmicas, transportan alimentos fósiles del Sahara a la Amazonía. Los bosques comunican, cuidan, regulan, ejercen una inteligencia rizomática afectiva. Los océanos regulan térmica y químicamente a la Tierra, son un modo de inteligencia planetaria. ¿Cómo es que la pregnancia de la inteligencia moderna que divide el mundo nos sigue impidiendo comprender los modos diversos en que Tierra actúa, sin necesidad de animismo o totemismo alguno, sin antroproyección, ni logos, ni ego, sin voluntad de representación? Nos costó mucho reconocer inteligencia a plantas y animales, ¿no podríamos dislocar esa línea directriz que desde la modernidad crítica ha pensado (es un decir) las inteligencias modales de las cosas como fuerzas ciegas, encapsuladas en leyes y en regímenes abstractos?
La inteligencia artificial podría ser también modal, podría configurar una nueva forma de ininteligibilidad porque actúa fuera de nuestras coordenadas cognitivas. De ahí que tratar de medirla desde nuestras pautas de intención, interioridad, empatía, conciencia, sea insistir en el error moderno. Nuestras aprehensiones ontológicas y nuestros temores éticos hablan más de nosotros mismos que de las inteligencias artificiales (en plural pues las hay de diversos tipos). El Entornador no piensa, simula pensar. No decide, conduce nuestras decisiones. No gobierna, ajusta el entorno en que ocurren las elecciones. Prefigura, no impone. Anticipa para regular y modula; en ese sentido lamina el acontecimiento. Es un asistente del entorno, es una máquina de control ambiental, pero es el producto de una gubernamentalidad específica, y como tal, funciona en un tejido de relaciones, no es anterior ni exterior a las relaciones.
No hemos logrado invocar la vida para contraponerla al poder que la tomó por objeto, y ahora los controladores vienen por nuestro entorno, nuestro espacio-tiempo, y buscan laminar el acontecimiento, que lejos de ser un concepto abstracto es el flujo que aloja las singularidades, los potenciales diferenciales de la vida. Hemos alcanzado los límites físicos de la Tierra, polucionándolos; nuestros cuerpos y su entorno están en peligro también como los océanos, los vientos y los polos. No hay más madrigueras donde escondernos, no hay más pequeños mundos para habitar desde una consola estacionaria, no sobrevendrá un salto tecnológico que permita solucionar los problemas ecológicos milagrosamente, y no habrá ningún asistente ambiental que remiende nuestro mundo y nuestras vidas. ¿Podremos forjar una alianza con los demás terrestres para entendernos y convivir como cuerpos e inteligencias modales, y escapar a la atracción oscura de la línea terminal? En vez de clausurar el espacio, el entorno, el acontecimiento, ¿no podríamos dejarnos atravesar por él?
AQ