El pelaje de la vida

Opinión | Los paisajes invisibles

Los relatos breves del escritor británico V. S. Pritchett reflejan ambientes cerrados, son inclasificables e intemporales y tienden a la introspección.

V. S. Pritchett, autor de 'Amor ciego', relato considerado una obra maestra del cuento inglés del siglo XX. (Especial)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

El escritor británico V. S. Pritchett (1900–1997) suponía que para descifrar un libro o una obra entera era menester asomarse a la vida de los autores. Para sus ensayos solía hurgar en diarios, cartas y biografías (prefería las de terceros y no las de los propios protagonistas pues “la autobiografía es una forma de vestir el pasado con ropas de gala”), y espulgaba anécdotas o testimonios peculiares a fin de registrar puntos clave entre la experiencia vital y el prodigio estético. Así elaboró retratos en los que no parecía faltar un solo detalle. Su estilo, como crítico y articulista, era expansivo y a veces de un sentido del humor fenomenal; no obstante, a la hora de narrar fluía por otros derroteros. Martin Amis, por ejemplo, abre así “En alabanza de Pritchett”: “Los relatos breves de V. S. Pritchett casi parecen femeninos por su pasividad, reflejan ambientes cerrados, son inclasificables e intemporales y tienden a la introspección. No le importa lo marginal que pueda semejar a veces su estilo. No hay en ellos situaciones efectistas, ni momentos decisivos, ni súbitas desgracias, ni premios inesperados, ni repentinas revelaciones. Pritchett nunca acaricia a contrapelo el pelaje de la vida, y sólo deja en él una leve huella” (La guerra contra el cliché).

Amis es uno de los grandes entusiastas de V. S. Pritchett. Para él, Amor ciego es una obra maestra del cuento inglés del siglo XX, y tiene razón: esa historia en la que Armitage, un flemático caballero invidente, conquista sin delicadeza ni romance sino con puro deseo a su asistente Helen Johnson, una mujer afligida por una mácula congénita:

“Bajando desde el cuello por sobre el hombro izquierdo hasta el pecho y más allá, dilatándose como una lengua hacia la espalda, había una mancha horrenda, oscura como la sangre, que hacía pensar en un pedazo de hígado en la vidriera de una carnicería o en una isla obscena, de bordes irregulares. Era como si le hubieran arrojado un tarro de pintura encima”.

Pritchett consigue estremecer desde la impasible exploración de los seres que, a pesar de los maltratos, se mantienen inflexibles: al señor Armitage lo abandonó su esposa cuando quedó ciego; el matrimonio de la señora Johnson duró poco: el marido descubrió el defecto en la noche de bodas. Es por eso que el amor germina en la cama. A empellones, casi por la fuerza, Armitage no seduce pero Helen lo consiente, ambos se saben incapacitados para bordear el limen de la ilusión afectiva, y mucho menos, el de la fantasía carnal.

Decíamos que, como ensayista, V. S. Pritchett solía husmear en la intimidad de los autores. Biografías, cartas, diarios, un caudal de documentos paralelos a la invención que, contrario a lo que Martin Amis decía de su estilo narrativo, le permitieron acicalar el pelaje de la vida ajena porque dilucidar el genio era su objetivo, aunque aprendiera poco en apariencia. Amis no dudó en calificar su prosa de nostálgica, anticuada, tosca e infestada de ripios.

Pritchett admiraba a su compatriota Henry Green (1905–1973). De este, su novela favorita era Blindness (1926): un joven sufre un accidente y pierde la vista. La repentina oscuridad lo vuelca a la escritura, su mundo se restringe a la monótona convivencia con su madrastra. De Blindness, Pritchett señaló que “el estudio de la ceguera parece expresar una vena mórbida, útil para Green porque no era sentimental; era, más bien, un modo de despojarse del propio ego para entrar en el laberinto de las mentes, los sentimientos y los intereses de la gente corriente, totalmente ajenos a los suyos propios, daba vueltas. No estaba utilizándolos como pretexto; amaba su misterio”.

Eso es lo que, casualmente, Pritchett también hizo en su pequeña obra maestra en la que a pesar de las tinieblas y la malformación, aún es posible un remanso de consuelo.

AQ​

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