Cada vez que pronunciamos un sustantivo
afirmamos con una ingenuidad pasmosa
que eso que decimos, existe:
sol, cielo, árbol, piedra, yo.
Si digo la palabra flor,
doy por un hecho que la flor existe…
lo cual es cierto y no.
Existen las flores:
millones y millones de flores,
en continuo flujo
desde la raíz hasta la descomposición.
Flores que alcanzan
su plenitud por un momento
para decaer luego.
Y así está bien.
Si no fuera así, no serían flores.
Ni una sola célula de mi cuerpo
estaba aquí hace décadas:
cambiamos todo el tiempo y por completo
desde el nivel molecular.
Sin embargo queremos seguir creyendo
que somos los mismos.
Que yo soy yo.
Y yo no tiene más realidad,
que una nube o que un imperio.
No se trata de abrazar el cambio
ni se trata de fluir con el cambio…
solo se trata de ser lo que somos:
algo que de pronto es real
y que luego ya no lo es…
Al momento de volverlo
un sólido sustantivo —un nombre—
ha dejado ya de serlo…
o está a punto de ser.
En corto: está siendo.
Y siendo es un verbo.
¡Solo que verbo también es un sustantivo!
¿Cómo hablar entonces?
¿Sustantivar? ¿Verbar?
¿solar, cielar, árbolar, piedrar, yoar?
No suena bien, pero, ¿qué más da?
El lenguaje cambia todo el tiempo
lo mismo que cambiamos nosotros
o —para el caso— lo que entendemos
y aceptamos como un poema.
AQ