Beatriz Zalce lanza a la calle Historias del Metro. Todo empezó a raíz de esta escena: “No era mayor cosa. Dos jovencitas, que habrán tenido unos 15 años y se veían como hermanitas, oían música pero una tenía un audífono en un oído y la otra en el otro y me recordó el cuadro de Las dos Fridas, distintas pero la misma con su vaso comunicante: la música. Decidí escribirlo. En una navidad, René [Villanueva] me había regalado una libreta y en ella empecé a apuntar todo lo que veía en el Metro”.
Subirse a un vagón es para Beatriz un descubrimiento cotidiano y una fuente riquísima de inspiración. “Viajar en Metro se me convirtió en algo más que trasladarme de un lugar a otro. Es como ir al cine: ‘a ver qué película me toca hoy’. Empecé a poner más atención en la gente y en lo que pasaba a mi alrededor. Me hace ilusión encontrar una historia y escribirla.
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“El Metro me fue dando no solo escenas sino reflexiones. Todos los días encontraba yo al mismo señor ya mayor, dedicado a la limpieza, trapeando. Es como Sísifo porque se la pasa trapee y trapee y nunca acaba. Siempre tiene que volver a empezar. Durante años, el Metro de la Ciudad de México fue uno de los más limpios del mundo, ahora ya no. En otra ocasión vi a un matrimonio ya mayor que bailaba en el andén un vals: ella con la mano en el hombro de él, muy propios, sin música pero en los brazos uno de otro. Se me hizo muy romántico”.
El Metro lo es todo: vitrina, historia de México, jaula, carrocería, movimiento, cementerio, descubrimiento, encuentro de enamorados, escenario de conciertos con piano para karaoke, telón de teatro, sala de cine, hotel de paso, tumba del suicida. El Metro nos precipita al fondo de la tierra, al fondo de la historia de nuestro país y de nosotros. Inquieta a los arqueólogos: “Allá adentro está todo nuestro pasado, cuidado con hacerlo trizas”. Cada excavación puede ser una puñalada en la espalda de Cuauhtémoc.
Beatriz Zalce de Guerriff unió el pasado con su presente tan entregado a los demás como el que late en sus Historias del Metro, como si ella también fuera un vagoncito de Metro que avanza por los rieles del tiempo y lo hace a su modo, pian pianito. Entrevistó a trabajadores, vagoneros, “usuarios” como ella los llama, músicos, pintores, ingenieros, arqueólogos, ingenieros, jefes de estación, todos ellos sumamente preocupados por nuestro presente, nuestra historia y prehistoria, infinitamente más valiosa que el mamut visto de perfil en la estación Talismán de la Línea 4.
Si Diana [de Guerriff], su madre, tenía los ojos de un azul extraordinario, un azul de porcelana de Delft; Beatriz, con su mirada, tiene una notable capacidad de observación a la que suma un sentido poético muy poco común al escribir relatos de no ficción, lo que le ha valido recibir en 2013 y luego en 2016 el Premio Nacional de Periodismo que otorga el Club de Periodistas de México.
Historias del Metro fue un proceso escritural de más de 20 años. Beatriz se propuso: “Que sean cosas que yo vea, que no sea nada inventado, todo tiene que ser real, todo tiene que ser visto y vivido”. Pero se dio una licencia con la historia de una mujer de expresión muy triste que, mientras espera el Metro, empieza a desabrocharse la blusa, hace un movimiento muy raro y saca su destartalado corazón para aventarlo a las vías.
En el Metro, Rina Lazo, Arturo García Bustos, [Arturo] el Güero Estrada, Rafael Cauduro y el oaxaqueño Rodolfo Morales hicieron murales; Beatriz los entrevistó para saber cómo y cuándo los habían pintado. Preguntó, escuchó y también le contaron historias del Metro. Así también Javier González Garza: “Quise entender bien el fenómeno de los suicidios en el Metro —explica el exdirector del STC Metro—. Lo primero que tienes es la tragedia del muerto, pero en segundo lugar el servicio, no lo puedes parar porque a la ciudad se la lleva la chingada”.
Desde hace 28 años, Beatriz da clases de Géneros periodísticos en la bellísima Facultad de Estudios Superiores Acatlán así como un seminario de Periodismo Cultural y Arte Contemporáneo en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Uno de sus alumnos, Mauricio Chávez López, la puso en contacto con su familia que trabajaba en el Metro, sobre todo con su tía, doña Gloria López, una de las primeras taquilleras del Metro quien se jubiló como inspectora de Puesto Central de Control (PCC), uno de los cargos más altos, después de ser jefa de estación.
“A través de ella —dice Beatriz— vi el Metro con otros ojos, ya no con los del pasajero. Me explicó que lo que nosotros llamamos el túnel, en la jerga del Metro le llaman interestación y supe que hay vías primarias y secundarias. El Metro es un tren”.
“Tuve la oportunidad de entrevistar al ingeniero Eduardo Tamez, ingeniero de la ICA, constructor de las primeras líneas del Metro y, recientemente, de la 12. Gentilísimo, contestó las preguntas de alguien que no sabe nada de ingeniería. Me describió cómo se cavaron los túneles debajo de edificios coloniales sin afectarlos. El túnel del Metro Zócalo pasa rozando los cimientos de Catedral. Me maravillé y busqué al arqueólogo Raúl Arana Álvarez para entender no solo de la formidable parte técnica sino la arqueológica que se procuró salvar en la excavación. ‘¡Arqueólogo, arqueólogo, encontramos algo de metal, ha de ser un tesoro, ha de ser de plata!’, y él corría a ver. También le avisaban: ‘Mire, le llenamos este costal con puros tepalcates para que no se los lleve el camión’. Raúl Arana descubrió a la Coyolxauqui, que había permanecido bajo tierra desde la Colonia. Esa diosa, asociada con la luna, estuvo enterrada durante siglos y él fue uno de los primeros en verla emerger en noche de luna”.
“Al subirme al Metro, pienso que tras la pared y bajo mis pies, una serie de capas son las de nuestra historia. Muchas piezas, ahora en el Museo de Antropología, se encontraron gracias a la construcción del Metro. Gracias a eso se hizo una ley para el salvamento arqueológico”.
Cuando Beatriz tenía ocho años, su abuela, la Tía Lydia, la llevó a conocer Francia. La tía Bichette fue por ellas al aeropuerto y las paseó por París: el río Sena y Notre Dame, el Arco del Triunfo y la Place Vendôme, el Louvre junto a las Tuilleries, la Sainte Chapelle, el pain au chocolat y el Metro. Todo era descubrimiento y asombro. Eran muchos los pretextos para sacar fotos con la camarita que Minou, como Beatriz llamaba a su abuela, le había regalado junto con una libreta azul que aún conserva. Pero el Metro la asombró por completo y no ha terminado de seducirla.
Pocos saben que los domingos, Beatriz suele comer con un cardenista muy reconocido, Luis Prieto, que fue muy amigo de Carlos Monsiváis y de Sergio Pitol, quienes junto con José Emilio Pacheco son mis Tres Gracias. Generoso, Luis la ha presentado con Estela Ruiz Milán, quien hace honor a su nombre y ama a perros y gatos, platica y cura las heridas invisibles; a Marta Acevedo, fundadora de la revista fem, junto con la desaparecida Alaide Foppa, poeta y madre de guerrilleros; con Gina Ogario, alta y delgada, sonriente y combativa por los derechos de los coyoacanenses; con Lucrecia Gutiérrez, editora de cine, rescatadora de perros. Se reúnen alrededor de una sopa de lima o de un gazpacho, beben café o agua, aunque Luis prefiere el Sidral “bien helado” y recuerda a su sobrina Dení Prieto, de quien Luisa Riley hizo el documental Flor en otomí.
El pasado viaja al presente en Metro. En 2018, en la marcha conmemorativa por los 50 años de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas, desde la estación Tlatelolco se oía el grito: “¡Dos de octubre no se olvida! ¡Dos de octubre no se olvida: es de lucha combativa!” En la profundidad de la tierra pueden observarse las estrellas en el Túnel de la Ciencia. El centro librero más grande de América Latina se halla en el pasaje Zócalo-Pino Suárez con más de 42 librerías. Los temblores del 85 y de 2017 le hicieron al Metro lo que el viento a Juárez, no así a la Ciudad de México, que se colapsó. En diciembre de 2018, por las ventanas del Metro, los pasajeros fueron testigos del momento en que un chavo en bicicleta, con una capa como de luchador, alcanzó el coche blanco de López Obrador y le gritó: “No tienes derecho a fallarnos”.
El Metro no es solo un medio de transporte para más de cinco millones de personas diariamente. En él se dan conciertos, exposiciones, presentaciones de libros, conferencias. Uno de sus carros lleva el nombre de Valentín Campa, otro el de Rosario Ibarra de Piedra, ambos luchadores sociales. También Ricardo Legorreta, Teodoro González de León, José Emilio Pacheco y Cuauhtémoc Cárdenas tienen su tren.
“Tampoco podemos olvidar los talleres de mantenimiento con obreros calificados. Desvisten el tren, lo dejan como un cascarón y le vuelven a poner ventanas, puertas, asientos, toditito lo que lleva un vagón. Se recuperan trenes desahuciados. Ese amor al tren lo vivo cada vez que me subo”.
En la estación del Metro Mixcoac, el Museo del Metro exhibe la fotografía de la primera persona que compró un boleto del Metro, Gladys Pereyra Robles. Ella era la segunda en la fila pero un muchacho le cedió su lugar y quedó como la primera en comprar un boleto. Sus nietos visitaron el Museo del Metro y se asombraron al ver la foto de su abuelita muy jovencita y de minifalda.
El Metro es protagonista, surtidor de historias y creador de personajes. La escritora Beatriz Zalce, nueva marquesa Calderón de la Barca, ha sabido observar, retener y atesorar. Sus textos recuerdan a los primeros Los mexicanos pintados por sí mismos de Hilarión Frías y Soto y, más tarde, los de Ricardo Cortés Tamayo en el Diario de la Tarde de Novedades ilustrados por Alberto Beltrán, que nos brindaron cilindreros y teporochitos, quesadilleras a flor de banqueta, taqueros y mariachis en Garibaldi.
“Ahora que he terminado el libro, el Metro me sigue regalando historias y la mano me da mucha comezón porque quisiera agregarlas. El Metro es infinito”, finaliza Beatriz Zalce, eterna viajera entre Taxqueña-Cuatro Caminos.
*Título de la Redacción. El título original es “Las historias de Beatriz Zalce”.
ÁSS