Muchos críticos han querido ver en la película Largo viaje hacia la noche, de Bi Gan, un homenaje a Tarkovski. O a Won Kar-wai. Sin embargo, más allá de un pastor alemán, un techo que gotea y un vestido verde (y vaporoso), no hay mucha similitud.
Puede que en Largo viaje hacia la noche Bi Gan haya usado de modo profuso y virtuoso todo aquello que es propio del cine: la luz, el color y el tiempo; los movimientos de la cámara, el montaje, la voz. Pero todo ello no liga a Bi Gan con un autor particular sino más bien con una tradición, la del cine de arte, que más que adormilarnos nos quiere despertar. El preciosismo en las imágenes y el monumental plano secuencia del que todos hablan no es de nadie en particular. Es cine y cine nada más. Las preocupaciones de Bi Gan son, además, tan particulares que lo vuelven muy original.
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El joven director chino ha construido en dos películas una obra poética que emerge, como el Combray de Proust, del tiempo perdido. Kaili también es un pueblo campesino. Además, es cabeza de distrito de la región autónoma de Miao. La belleza misteriosa de este valle ha sido retratada antes por el ganador del Premio Nobel Gao Xingjian en otra obra difícil, La montaña del alma. Justamente por su interés en reconstruir la memoria de la etnia a la que pertenece, Bi Gan obligó a sus actores a aprender a hablar en la lengua nativa. Como si un director mexicano decidiera filmar en tzotzil.
Largo viaje hacia la noche ha llenado en poco tiempo el internet con confusos comentarios que poco ayudan al espectador. El título, para empezar. La película se llama así porque dice estar basada en un cuento de Roberto Bolaño que se titula “Últimos atardeceres de la Tierra” y que da nombre (en inglés) a una colección que al pasar al chino y de regreso al español terminó por volverse Largo viaje hacia la noche. Pero la verdad es que la anécdota posmoderna (y por tanto insustancial) poco tiene que ver con Roberto Bolaño o con Eugene O’Neill. Sólo en espíritu, quizá. En el deseo de señalar algo que al poeta le parece bello y que, sin embargo, no resulta evidente de primera instancia.
La anécdota gira en torno a un hombre que sueña a una mujer de la que sabe poco y a la que no ha vuelto a ver. Pasan las horas y no queda claro si es posible (o incluso deseable) armar una trama con todas estas secuencias. Hay que decir, sin embargo, que si uno invierte algunas horas de su vida en una obra como esta, en la lectura de autores como Bolaño o en La montaña del alma de Gao Xingjian, uno deja de ser el mismo. Y ese es tal vez el propósito del cine de arte. Algo cambia. Tal vez la forma de mirar. No se trata pues de ver a Bi Gan para encontrar el adjetivo más rimbombante y calificar el plano secuencia en 3D más largo de la historia. Después de todo, hoy pocos recuerdan Ciudadano Kane por el magnífico montaje con el que abre. Lo recordamos más bien por aquello que, en su naturaleza, nos cambió.
Bi Gan, como todos los artistas, está empeñado en fundar una cosmogonía con sus vivencias particulares, con la gente de este pueblo suyo que ha formado una amalgama espiritual de cristianismo y budismo en el sur de China continental. El arte no tiene por qué ser fácil. Ni difícil. Su función es otra. Tal vez producir en nosotros la transformación de lo que vemos. No podemos seguir mirando el mundo de igual modo después de esta película. Ni para bien ni para mal.
Largo viaje hacia la noche puede verse en México a través de Netflix.
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