Es de estas personas que uno agradece haber conocido. No sólo se siente gratitud, sino ser objeto de un favor privilegiado, como si tratarlo nos hubiera descubierto una parte buena de nosotros, escondida bajo la vanidad y las pretensiones inútiles. La humildad, la honestidad y la generosidad de Vicente Rojo son virtudes que le reconocemos unánimemente. No pongo “modestia”, porque en 2008 me insinuó que reemplazara este término por el de “discreción” en un libro que le dediqué para el Taller Gráfica Bordes. Se erizó un instante a la pregunta acerca del papel del erotismo en su obra, para luego reírse: “Es el secreto del discreto.”
Cuando en 1993 publiqué una monografía sobre Miguel Covarrubias en la colección Galería que coeditaban ERA y Conaculta, tuve mi primer contacto profesional con él. Se encargaba del diseño gráfico y cuidado de la edición con Rafael López Castro, asistido por su hijo Chente Rojo Cama. Me invitó a su casa de la calle Dulce Olivia con el pretexto de que revisáramos las pruebas. Su esposa Alba, responsable de la investigación iconográfica, me explicó el orden de las reproducciones, y Vicente, con tacto de seminarista, me sugirió ciertas modificaciones a mi ensayo. Salí de la cita con la sensación de haber aprendido algo del ejercicio del respeto ajeno, y mucho del don de concebir un libro con meticulosidad y amor.
Vicente convertía el trabajo con los demás en una experiencia de amistad y de aprendizaje que hacía parecer mutuo. Me imagino que en algún momento le habrá dado flojera contestar llamadas telefónicas o correos electrónicos que lo reclamaban aquí, allá y acullá. Pero lo hacía, sin falta. Y solía corresponder a la petición no sólo con afable disposición, sino también con un recado manuscrito y un dibujito personalizado. Tejía lazos afectuosos.
En su larga trayectoria que combinó los talentos de diseñador, editor y artista, sus pupilos, colaboradores y colegas se convirtieron en amigos y testigos de sus brillantes aportaciones a cada uno de esos campos de la cultura. Por mi parte, tengo la impresión de que, en la plástica, Vicente Rojo se empezó a soltar a partir de los años 1990. El punto de inflexión lo marcó la serie Escenarios, que fue renunciando a los andamiajes sistemáticos y a los ritmos estrictamente paralelos de sus ciclos anteriores (Negaciones y México bajo la lluvia, por ejemplo), para abrir aquella “geometría sensible” a soluciones y paletas que aunaban la sensualidad a una energía brotada de la fantasía y la gracia infantil, de libres evocaciones ópticas, de juegos celebratorios. Surgieron laberintos erosionados vistos en picada, ciudadelas de tierra y sangre, códices con espejos enterrados, pirámides con discos solares de barro bruñido, cajas de herramientas para Méliès y Julio Verne, partituras donde se posan los signos como pájaros en los alambres… ¡Hasta un homenaje a la discoteca salpicado de lentejuelas vi en una exposición de la López Quiroga, hará 25 años!
Lo invité en 2019 a participar en una exposición de cerámica mexicana que se presentó en Los Pinos. No ocultó su escepticismo ante la desorganización y los recortes presupuestales del inicio del sexenio, pero aceptó como siempre: “Contigo hasta Angangueo”. Cuando terminamos de apartar en su taller las piezas más hermosas (vajillas concebidas como módulos multicolores de platos apilables en forma de volcán), me dijo: “Escoge la que quieras”. Y volví a casa con una sopera geométrica amarilla tipo Bauhaus bajo el brazo. Reincidí en plena pandemia: ¿realizaría una obra con el motivo arquetípico de la mano, para una exposición-subasta en beneficio de una escuela de oficios para jóvenes de bajos recursos en Monterrey? Me envió desde Cuernavaca una gran vitrina que contiene dos modelos articulados de madera imitando el ademán divino de la Capilla Sixtina. Me extrañó el precio de salida, anormalmente bajo. Me lo confirmó: “No lo podemos subir. Es un tema bíblico”.
Vicente Rojo, Carta a Joseph Conrad (2009)
Museo Universitario Arte Contemporáneo
AQ