El libro Viceversa. La historia de la revista contada por sus fotos (México, Cataria, 2024) nace de un intercambio generoso. Su editor, el ubicuo Fernando Fernández, cedió en el año 2000 el archivo de los colaboradores fotógrafos de la revista que dirigía hasta entonces a la empresa de Marinieves Noriega de Autrey, quien, por falta de espacio de embodegamiento, se lo devolvió en 2020; Fernando lo donó en seguida al Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, no sin antes concebir este libro. Dicha colección se preservó porque, en aquel pasado analógico, los fotógrafos conservaban sus negativos y repartían, en mano propia o por mensajería, tomas impresas, ampliaciones o diapositivas a los medios de comunicación, a veces con indicaciones precisas para su correcta reproducción.
Hace tres décadas, celebrábamos los aniversarios de la revista Viceversa en grandes fiestas de barra libre, mesas redondas (con Carmen Aristegui, Alejandro González Iñárritu, Leonardo da Jandra…), distribución de premios y tocadas de Julieta Venegas y Jimena Giménez Cacho, en el Hijo del Cuervo o el Foro Ideal. El cartón de invitación al coctel de 1999 enunciaba: “Siete años después nos encontramos con que muchos, el gran ejército, la gran mayoría de los diferentes se reconoce en esta especie de espejo vehemente hecho de tiempo que es esta publicación”, dándonos a creer, con la impudicia que autoriza la juventud, que éramos una pandilla especial.
Viceversa sí reunió a la élite de la cultura juvenil, pero no fue la única en hacerlo. La jauja revisteril de fin de siglo se vincula al brote de una juventud preglobalizada pero antinacionalista, interesada en la literatura de relevo generacional, el rock, las drogas, lo popular, el kitsch, el arte alternativo y los espacios independientes autogestivos (entre estos sitios, el Salón des Aztecas, La Quiñonera, Zona, Temístocles, el LUCC y El Nueve ofrecían exposiciones, ligue indiscriminado, chelas y contracultura…). Ese nuevo público, formado al mismo tiempo que los creadores emergentes, comparte edad, necesidad de diversión y ansias de cambio ante el deterioro político, el temblor del 85, los fraudes electorales, las marchas LGBT, las negociaciones del TLC, el levantamiento del EZLN…
En la prensa, los suplementos de Unomásuno, La Jornada y más tarde Reforma son sensibles a las mutaciones generacionales y se abren a los debates de la posmodernidad, al acoger a críticos de arte y cronistas casi aprendices para informar de lo que acontece en museos, galerías, calles de la ciudad y vida nocturna (desde José Manuel Springer, Gonzalo Vélez y Carlos Aranda, hasta Osvaldo Sánchez, Magali Arriola y Yishai Jusidman). A muchos de nosotros, redactores, diseñadores, directores artísticos y fotógrafos en inicio de carrera, Viceversa nos dio trabajo cuando más lo necesitábamos.
Las revistas culturales y de arte abarcan entonces desde el magazine de lujo hasta el fanzine, desde el papel couché hasta el revolución más rascuache. Del lado de la opulencia, renace la firma de sesgo monográfico Artes de México*, impecablemente impresa, que tira 16 mil ejemplares, es chauvinista y regionalista. Posee una Asamblea de 20 socios accionistas y la asesoran Octavio Paz, Carlos Fuentes, Damián Bayón y Teodoro González de León, entre otros.
En medio del espectro, aparecen y desaparecen mensuales de entretenimiento para un lector de clase media alta, como Obelisco, La Orquesta, Vértigo y Milenio (el antecesor de Viceversa), que documentan y respaldan un escenario literario y artístico en efervescencia, se leen y se desechan.
Y al otro extremo, surgen revistas underground de desmadre variable: La Regla Rota de Rogelio Villarreal y Mongo Sánchez Lira, Generación (1988, de Carlos Martínez Rentería), Casper (1998, de Daniel Guzmán, Gabriel Kuri, Damián Ortega y Luis Felipe Ortega) y sobre todo La Pusmoderna (Rogelio Villarreal) destinada a “carnales de oído guapachoso y que gustan de las cochinadas bien hechas”. El lenguaje de La Pus, nihilista y misógino, sigue el rumbo antiliterario de Naief Yehya y Guillermo Fadanelli, recalcado por una factura atropellada de collages, tipografías dadá y fotocopias a color que le dan un tono de militancia anarco-punk.
A un nicho ampliado de lectores corresponden dos revistas más cosmopolitas: Poliester (del despacho Mireles-Cemaj) y Viceversa, que se dirigen a jóvenes más “pulidos”, dados al glamur almodovariano y empapados en el arte del momento. A ambas también les encanta el mal gusto, pero sus prioridades son otras: para Poliester, tender puentes entre la creación emergente de América latina y anglosajona; para Viceversa, atender lo contemporáneo en materia de “medios, cultura, fotografía, ideas y estilo”, como reza su ingenioso cabezal diseñado por Rocío Mireles, con la segunda “e” invertida. En ambas, se controlan el diseño gráfico y la producción, y los redactores (más literatos en Viceversa, más críticos de arte en Poliester) analizan y contextualizan los fenómenos de la actualidad, con un enfoque similar. Los números de Viceversa transitan por la Ciudad de México, Cuba, la infancia, el feminismo, el rave, el sexo y lo violencia, y sin sectarismo rinden tributo a la tradición, con monográficos dedicados a Borges, Buñuel, Fuentes, Monsiváis, Toledo, María Sabina o Julio Scherer.
En efecto, quienes fabricaban Viceversa, le enviaban materiales y la leían nos considerábamos una generación privilegiada: aprendíamos profesiones apasionantes, teníamos costumbres hedonistas, consumíamos con sentido crítico, fingíamos un total anticonformismo aunque viviéramos satisfechos pese a la crisis en que se empantanaba el país. Alfredo Narváez, en una mesa reciente de presentación del libro en CASUL, calificó a Viceversa de optimista con un toque ingenuo, de escéptica y al mismo tiempo filosa. De cualquier modo, habernos involucrado en esas iniciativas de prensa independiente y “diferente” refutó el dicho de Juan Villoro, según el cual “publicar revistas suele ser una de las formas más nobles del suicidio intelectual”.
El libro Viceversa. La historia de la revista contada por sus fotos demuestra que la decisiva aportación de ese mensual al pensamiento progresista y a la creación finisecular fue aventajar a la foto en páginas completas y a todo color, y contribuir a legitimarla como una disciplina artística. A ningún otro equipo editorial se le habría ocurrido lanzar convocatorias para competir por publicar un portafolio de autor en la sección “Ventana”, un suplemento de 16 páginas en cada número. (Esa “trinchera” permanente fue sugerencia de Eniac Martínez, quien participó en el equipo de base con Fernando Fernández y el poeta Eduardo Vázquez Martín.)
La coyuntura era favorable: los fotógrafos se habían agremiado, las autoridades se mostraban receptivas a sus exigencias de reconocimiento y difusión, y poco a poco se establecieron instituciones, carreras, festivales y espacios que validaron plenamente ese género y alentaron que se investigara: el Consejo Mexicano de Fotografía, 100 años de la Foto, Fotoseptiembre, el Centro de la Imagen, la agenda Crónicas fotográficas, la revista Luna Córnea. El coleccionismo especializado, a su vez, cobraba presencia, gracias al consorcio Televisa y a particulares como Ava Vargas, Ramón López Quiroga, Carlos Monsiváis, Jorge Carretero.
Afortunadamente, este libro no simula un “Salón de la Fama”. Sí incluye a los ilustres Manuel y Lola Álvarez Bravo, Irving Penn y Armando Salas Portugal, así como a los consolidados Graciela Iturbide, Héctor García y Rogelio Cuéllar. Pero a buena parte de los autores reproducidos en el volumen se les ha perdido la pista hoy, ignoramos si siguen activos, cuando no aparecen como “no identificados” en esas páginas. Fiel a la vitalidad de su antiguo proyecto, Fernando no intentó sacarlos del olvido, sino que prefirió armar un retrato colectivo pertinente, una memorabilia de episodios e individuos que son dignos de ser recordados a través de la lente de todos ellos.
Al elegir él mismo las fotos del libro, Fernando aplicó tres criterios: el valor testimonial de la imagen, su elocuencia o “rareza” plástica, y la circunstancia a veces riesgosa en que fue tomada, resumida ésta en los comentarios anexos a cada reproducción. El conjunto destaca aquellas escenas determinantes en asuntos sociales; aquellas personalidades que dejaron huella en las letras, el arte, la música, el teatro, el cine, el cabaret satírico (¡Jesusa Rodríguez omnipresente!); aquellos eventos emblemáticos, aquellas tendencias que orientaron las opiniones, los hábitos y las preferencias de una época.
En su penúltimo aniversario, la revista censó a más de 70 fotógrafos implicados en su producción, incluyendo archivos de los Hermanos Mayo, Casasola y el periódico Novedades, así como a las agencias GAMMA, Imagenlatina, Cuartoscuro y Aprofoto. De modo que las imágenes que estructuran este libro constituyen un porcentaje mínimo del archivo que suma 10 mil piezas en total. Los autores, mexicanos en mayoría, forman un batallón heterogéneo de generaciones, procedencias, vocabularios visuales e intenciones.
El campo mejor representado en esta antología es el retrato, asumido por Cuéllar, Juan Rodrigo Llaguno, Carlos Somonte, Alberto Tovalín y muchos más. Viceversa pone énfasis en la alta frivolidad, en especial la moda, a cuya sección “Démodé” inyecta Cristina Faesler un sentido de espectáculo rutilante y excesivo, con la ayuda de Adolfo Pérez Butrón ⎯recurre también a algunos extranjeros de paso por México (Enrique Badulescu, Pep Ávila, Thierry Belliard, Christopher Borgman, Hans Paul Brauns, Amanda Holmes…), a la par de otros desdeñados por la posteridad que quizá se han extraviado en la publicidad. La foto de moda se armoniza con la de composición o “artística”, que promueve a los jovencísimos Mauricio Alejo y Gerardo Montiel Klint, junto a acreditados como Gerardo Suter, Lourdes Almeida, Rafa Doniz, Jesús Sánchez Uribe, Michel Zabé...
Confiada en su vocación documental, Viceversa da amplia cabida a la noticia política. Muchos de sus fotorreporteros trabajan simultáneamente en la prensa nacional y algunos de ellos elaboran ex profeso dossiers temáticos completos, por ejemplo Jorge Claro León y la Semana Santa en Iztapalapa; Marco Antonio Cruz y Lourdes Grobet en el levantamiento del EZLN; Pedro Valtierra y las campañas de Colosio; Juan Miranda y el golpe de Excélsior, San Juanico y los curanderos de Huautla de Jiménez; Lorena Ochoa y Real de Catorce; Maya Goded y los negros de la Costa Chica…
En su prólogo al libro, Fernando Fernández sostiene que la foto fue “un medio de acompañamiento y de expresión” de los asuntos que la revista Viceversa abordó, desde distintas perspectivas, durante esos 8 años y medio de observación y análisis de una sociedad mexicana irreconocible. Yo añadiría que, sincronizada con un diseño gráfico encandilado y adictivo, la foto influyó en una estética contemporánea debidamente ecléctica y ayudó a convertir a esa revista juvenil en escaparate cultural y en irreverente árbitro del gusto.
AQ