A las nueve de la noche de ese sábado 13 de noviembre de 1971 ya no cabía ni un alfiler en la Peña de Los Folkloristas. Más de cien personas habían pagado su entrada de veinte pesos para escuchar a Víctor Jara. Lo de menos es que en el intermedio se les ofreciera queso, ates, pan y vino. Tampoco importaba mucho que la Peña estuviera adornada con artesanías o que las sillas fueran bajitas e incómodas. Esa noche iban a escuchar cuecas y trotecitos, zambas y sones montunos, guitarras que tienen sentido, que son arma y sobre todo herramienta. Iban para solidarse con las ideas progresistas de la Nueva Canción.
René Villanueva, confundador de Los Folkloristas, presentó al cantante chileno, compañero en el sentido más amplio de la palabra, cuyo trabajo musical ya era conocido en México, aunque no de manera masiva. Habló de la represión que —Halcones mediante— se padecía en México y de la importancia del arte para combatir la enajenación.
Víctor Jara sonreía, abrazado a su guitarra. La gira que empezaba en México y continuaría por Costa Rica, Venezuela, Colombia y Argentina le permitía hablar de su país, de la Unidad Popular encabezada por el compañero Salvador Allende. Era una suerte de embajador cultural y a él le gustaba platicar con la gente y dar el contexto: reminiscencias de sus tiempos de director teatral.
Explicó que en 1962 Violeta Parra vivía en París mientras que en Chile: “sucedían cosas bastante dolorosas. Teníamos un gobierno de derecha, bueno ya estábamos acostumbrados a tener un gobierno de derecha y el de turno se llamaba Alessandri [Jorge Eduardo], hijo de Don Arturo Alessandri, un hombre que quedó en la historia de mi país porque hizo cosas realmente constructivas. Le llamaban “El León de Tarapacá”. Su hijo trató de ser un león también, pero utilizó las garras de otra forma. En esa época Violeta supo que a uno de sus hermanos lo habían metido preso y escribió una canción: “Yo que me encuentro tan lejos/ esperando una noticia,/ me viene a decir la carta/ que en mi patria no hay justicia:/ los hambrientos piden pan,/ plomo les da la milicia, sí.”
Relató Víctor con voz suave: “En mi país se ha estatizado casi enteramente la industria textil, se nacionalizó las minas del cobre, las minas del salitre, del hierro, del carbón. Se ha estatizado prácticamente el 80 por ciento de la banca. No crean que es fácil. Es realmente extraordinario lo que ha pasado. Antes no era así. A nosotros nos han colocado un timbre: político, cantante político, que no canta al amor. Y por supuesto que le cantamos al amor” dijo mientras pulsaba los primeros acordes de “Te recuerdo, Amanda”.
Las más de cien personas reunidas en la Peña de Los Folkloristas se dieron gusto, se dieron vuelo coreando con Víctor Jara: “Usté no es na, no es chicha ni limoná, se la pasa manoseando, caramba, zamba, su dignidad” que tanto molestaba a los momios (los partidarios de la derecha chilena) y el “Si quiere conocer a Martí y a Fidel, a Cuba, a Cuba, a Cuba iré, si quiere conocer los caminos del Che, a Cuba, a Cuba, a Cuba iré, si quiere tomar ron, pero sin cocacola…”.
A principios de 1969, la bailarina mexicana Rosa Bracho se separó de René Villanueva. Tenía claro que no quería ser la esposa de un preso político: el movimiento del 68 había radicalizado a René y ella había visto de cerca el padecer de Guillermina Bravo, casada con el líder comunista Carlos Sánchez Cárdenas. Al poco le llegó una invitación de Patricio Bunster para unirse a Ballet Nacional Chileno.
Rosa Bracho, quien había formado parte de Ballet Nacional de Cuba y del Ballet Kirov de la Unión Soviética, llevó a Chile grabaciones de Los Folkloristas y la recién compuesta Zamba del Che de Rubén Ortiz, cofundador e integrante del grupo. Allá se hizo amiga de una bailarina inglesa: Joan Turner, casada con Víctor Jara.
Él, de inmediato, se interesó en montar la Zamba… y el Corrido de Juan sin tierra de la autoría de Jorge Saldaña. Pronto, el disco Pongo en tus manos abiertas, con dedicatoria del puño y letra de Víctor, llegó a Los Folkloristas.
En 1971, Rubén Ortiz y su esposa, María Elena Torres, viajaron a Chile y estrecharon la amistad con Jara y empezaron a planear la gira de éste a México para fines de ese año. Por supuesto se presentaría en la Peña, pero también en Casa del Lago, en la Facultad de Medicina de la UNAM y en la Sala Manuel M. Ponce, de Bellas Artes. Contaban con el Canal Once de televisión para difundir las presentaciones y entrevistar al cantautor.
Rubén llevó a su amigo a Teotihuacan donde le tomó muchas fotografías, una de ellas de perfil mirando a Quetzalcóatl y corriendo con Rubencito y Gaby, sus pequeños y traviesos hijos, ahora célebres artista plástico y compositora, respectivamente. Los niños, no tenían más de siete, ocho años, le habían echado el ojo a la guitarra de Víctor; se les ocurrió intercambiar subrepticiamente guitarras. Pensaban que él ni cuenta se daría.
Parte del tour por México incluía el Museo de Antropología que René conocía como la palma de su mano y el centro de la ciudad. Villanueva también lo acompañó a la farmacia a comprar medicamentos para una de sus hijas pues en Chile había desabasto. Le regaló un ejemplar de Pedro Páramo.
Cuando la estancia del autor de Plegaria a un labrador y Manifiesto estaba por terminar, René fue a despedirse de él a casa de Rubén. No quería abultar más el equipaje de Víctor, así es que escogió para regalarle una calaverita tallada primorosamente en cristal de roca, algo muy mexicano, muy tradicional de la fiesta de muertos que estaba tan reciente. Después del abrazo le dijo el familiar: “Cierra los ojos y pon las manos”. Cuando Víctor vio el diminuto cráneo cristalino en su mano abierta, se destanteó: “¿Por qué me das esto?” Confundido, René le explicó que para los mexicanos no significaba deseo de muerte, sino de vida. Ambos estaban incómodos. Se volvieron a abrazar. Cada uno se fue.
Es la última imagen que René guardó de Víctor Jara: la calaverita en su mano abierta. Luego llegó la noticia de su asesinato.
AQ