Víctor Serge (Bruselas, 1890-Ciudad de México, 1947) es uno de los intelectuales revolucionarios del siglo XX que mejor ha sorteado la posteridad. Filopopulista, anarcoindividualista, anarcosindicalista, bolchevique, trotskista, socialista humanitario sucesivamente, faltan etiquetas para clasificar un pensamiento político refinado que plantó cara a los grandes acontecimientos de la primera mitad del siglo XX, sin caer en las justificaciones banales al intentar explicar por qué éstos habían superado la voluntad organizada de hombres y mujeres ciertos de que poseían las claves de la historia. El prestigio del revolucionario de origen ruso se sustenta no únicamente en su compromiso militante, o en la solidez y originalidad de sus ideas, antes bien lo soporta la crítica en sentido amplio, tanto de los adversarios, la más habitual, como la autocrítica del movimiento en el que participaba, menos común y la que más problemas acarrea en los estrechos márgenes de tolerancia de las agrupaciones conspirativas.
Diarios de un revolucionario (1936-1947), en la reciente y espléndida edición de Claudio Albertani (UACM/BUAP, 2021), recupera el registro puntual del último tramo de la vida de Napoleón Llovich Kibalchich, mejor conocido como Víctor Serge, y rememora momentos escabrosos de su militancia política; es también la búsqueda obsesiva de develar la identidad del asesino de Trotsky, un diálogo complejo con las corrientes estéticas contemporáneas, la asimilación del psicoanálisis —al que recurre para comprender las pulsiones de individuos y colectividades—, realiza anotaciones sugerentes acerca de las culturas nacional y local, muestra un interés creciente por la civilización mesoamericana, habla también de los exiliados europeos, los intelectuales, y transcribe las notas amargas de la derrota del mayor proyecto emancipatorio de la modernidad tardía que Serge trata de explicar, si bien admite que, para racionalizar esta experiencia, faltan conceptos y considera caducos algunos de los precedentes.
La edición castellana de los Diarios contiene dos relatos complementarios: la reconstrucción del manuscrito para lograr un texto lo más completo posible, a cargo del editor, y el documento de Serge, compuesto de múltiples viñetas que se eslabonan en medio millar de páginas y permiten seguir a diversos personajes en varios momentos o hilvanar las tesis del exiliado comunista sobre el fracaso de la revolución mundial, la deriva totalitaria del régimen soviético y el pronóstico de la derrota alemana. Con respecto de la edición, Albertani y Jean-Guy Rens cuentan que Vlady Kibalchich, hijo de Serge, facilitó un fragmento de los Diarios a Les Temps Modernes, la revista de Jean-Paul Sartre, publicado en dos entregas en 1949. El grueso de estos escritos lo consultó Albertani en 2010 en la Fundación Orfila-Séjourné, beneficiándose de la diligente labor de catalogación realizada en la casa de Amecameca. De todos modos, había importantes lagunas que el investigador italiano subsanó con materiales de otras publicaciones (los “Viejos diarios”, editados por Julliard en 1952) y del Fondo Víctor Serge de la Universidad de Yale. Ello permitió a Claudio Albertani y Claude Rioux publicar la edición francesa de los Diarios en 2012, y la castellana, traducida por él y Francesca Gargallo, en 2021.
“No me volveré loco, estoy destinado a permanecer implacablemente lúcido”, anotó Serge el 17 de junio de 1941, ante las olas del Caribe, ese “mar aterrador”. Presionado por la losa de la derrota, la persecución permanente y el dolor por la pérdida de amigos y camaradas, aquella lucidez lo pertrecha para afrontar intelectualmente un fenómeno histórico nuevo, no considerado por la teoría marxista, que el comunista belga conceptualizó como “totalitarismo” desde 1933, mucho antes de que Hannah Arendt publicara Los orígenes del totalitarismo (1951). El término refiere a los regímenes nacionalsocialista y soviético, caracterizado este último por Serge como un “colectivismo totalitario”. Se desconocía la resistencia de estos Estados y las leyes que regían su evolución y crisis. Aunque el intelectual comunista intuyó que el estalinista era más frágil que el hitleriano, no consideraba posible el retorno al capitalismo en las economías planificadas ni tampoco su compatibilidad “con un vecindario diferente”, lo que forzaba a Stalin a hacerse de una periferia que rodeara a la Unión Soviética. Con todo, había una diferencia entre ambos totalitarismos y sus líderes: el georgiano era —dice Serge— “resultado de una gran revolución socialista, es decir, progresista”, en tanto que el austroalemán producto de un capitalismo putrefacto “que intenta su última jugada para salvarse”.
¿Por qué la deriva totalitaria soviética? Más que hipótesis, el intelectual revolucionario ofrece agudas anotaciones. “El mayor error del marxismo de la Revolución rusa —apunta— fue no darse cuenta de que estábamos construyendo un Estado totalitario”. Descabezado el núcleo bolchevique, “una nueva y grande veta de advenedizos de la Revolución: tenaces, duros, inescrupulosos, aferrados al poder” pretendieron encarnar a la “Revolución victoriosa”, en el contexto de “una cultura demasiado débil para soportar la libertad individual”, presa fácil del “pensamiento dirigido”. Un poder sin el contrapeso de unas masas educadas en el sentido más amplio (mucho más que la instrucción), por la lucha, las costumbres y en la democracia. Trotsky consideraba que la revolución europea debía inhibir aquella deriva, mientras Serge constata que ocurrió lo contrario: “el totalitarismo ruso, más fuerte, sofoca una revolución europea que no es siquiera capaz de ofrecerle una resistencia seria”.
El sobreviviente de “una catástrofe histórica tan grande” consideraba a Trotsky la inteligencia mayor de la guardia bolchevique; lo siguió en la lucha de la Oposición de izquierda, pero tenía diferencias importantes con él. Serge reprobó la represión de los marineros de Kronstdat (1921), ordenada por el fundador del Ejército Rojo, consideró desacertada la creación de la iv Internacional (1938), a la que veía como una organización sectaria y débil, que no contaba “con ningún partido local digno de ese nombre”, manchada también “por las taras del bolchevismo decadente”. Asimismo, le parecía insuficiente la caracterización trotskista de la Unión Soviética cual “Estado obrero burocráticamente degenerado”. Con base en ésta, la expectativa de iv Internacional era una revolución política que despojara del poder a la burocracia (una casta y no una clase según Trotsky) y lo depositara nuevamente en los trabajadores organizados como clase.
Serge, dijimos, consideraba que la Revolución de Octubre había dado lugar a un Estado totalitario (no previsto por los bolcheviques) y como tal había de analizarse. El marxismo clásico que, además de un “sentido histórico”, había provisto de herramientas conceptuales para comprender los procesos globales de la segunda mitad del siglo xix y principios del xx, Lenin y Trotsky de los veinte años siguientes, sin embargo, faltaban teorizaciones distintas para realidades nuevas y complejas. Y, en términos de la acción política, tampoco Serge abrigaba ilusión alguna. Las grandes esperanzas de su generación estaban muertas, solo “una tenacidad desesperada” se atrevería a negarlo, en tanto que los viejos medios insurreccionales quedaron obsoletos “a causa de la técnica moderna y no conservan más que una eficacia estrictamente local”. Sin embargo, el sufragio universal podría producir en Europa “regímenes socializantes susceptibles de lograr cambios enormes sin guerra civil”. Entreveía Serge un modelo revolucionario distinto del bolchevique.
Antes de terminar, quisiera hablar de los intelectuales y artistas, tema recurrente en los Diarios. El comunista belga aprecia en ellos la independencia y el talante crítico, más allá de las discrepancias ideológicas. No obstante, le incomoda la ausencia de compromiso político, el ánimo voluble con respecto de los asuntos públicos y la propensión a la comodidad. Sobre Rudolf Hilferding, el austromarxista autor de El capital financiero (1910), quien se suicidó porque rechazó colaborar con el nazismo, —escribe Serge— “qué fuerza de espíritu a los setenta años y qué fidelidad”, desautorizando la condena comunista a un socialdemócrata. Lamenta en cambio los “artículos de un oficialismo verdaderamente abominable” del último Máximo Gorki. Diego Rivera semeja “un niño crecido”, gran pintor con credenciales políticas poco firmes, autor de “murales complicados llenos de complots, de historias de enormes corrupciones, de perspectivas mundiales que se sostienen en imaginerías”. De Stefan Zweig comenta el comunista belga: “nunca fue un combatiente; no era más que un intelectual muy fino, y en el fondo débil, muy extenuado por el hábito de la comodidad”. La experiencia había mostrado a Serge que incluso “los hombres con mejor disposición, que por principio profesan el pensamiento al espíritu crítico, al análisis objetivo, no saben en realidad tolerar un pensamiento diferente al suyo”.
Heterodoxo y libertario, Serge nunca abandonó la matriz teórica y política donde se formó su pensamiento revolucionario. “Usted es un marxista incorregible”, le había dicho en altamar Claude Lévi-Strauss. “Quién sabe”, anotó éste en sus Diarios.
Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).
AQ