Murió Marcial, mi segundo marido, y me dediqué a trabajar. Vendí alimentos en mi casa de siete brazadas situada a la orilla del camino. Iba a San Miguel o a Tenango para vender velas y pan en los días de plaza o de fiesta. Vivía tranquila con mis hijos. Aunque ya casadas, mis hijas Viviana y Apolonia me visitaban con frecuencia.
Un mes después de haber muerto Marcial empecé a tomar las cositas. Ya dije, no es bueno usar los niños cuando se tiene marido. Al acostarse una con el hombre, se descompone la limpieza de ellos. Si un hombre los toma y a los dos o tres días siguientes hace uso de una mujer, se le pudren los testículos. Si una mujer hace lo mismo, enloquece.
Los problemas no han faltado. Un día, un borracho entró a mi tiendita. Venía a caballo. Entró con su cabalgadura. Adentro, se apeó y pidió una cerveza. Le serví la cerveza. Mi hijo Catarino, ya hecho un hombre, estaba dentro de la casa. El borracho lo alcanzó a ver: —Ah, ¿estás aquí Catarino…? —preguntó—. —Sí, Crescencio… —dijo mi hijo—. Traje algo de mercancía, para que mi mamá la venda en su tiendita… Vengo de Tierra Caliente, del pueblo de Río Sapo. Traje dos quintales de pescado seco y frijol.
—¿Gustas tomar un trago? —preguntó el borracho.
—Acepto —contestó Catarino—, pues sabemos tomar.
—Sirve, señora —me ordenó el borracho—, sirve una copa de aguardiente para Catarino.
Antes de que pudiera servir, habló Catarino:
—No, Crescencio, no tomaré aguardiente. Si cervezas no hubiera, yo tomaría aguardiente… pero hay cervezas. No tomaré el aguardiente que me invitas… Destapa dos cervezas, mamá —ordenó mi hijo.
En ese momento el borracho sacó una pistola de su cinto. Temí por mi hijo. El borracho habló:
—¿Es verdad lo que dices Catarino…? —preguntó con pistola en mano.
Con aparente ira se fue acercando a mi hijo.
—Sabe Dios si eres un bandido —agregó.
—No blasfemes, Crescencio —dijo mi hijo conservando la calma—, soy hombre trabajador. Me gano la vida trayendo mercancía de Puebla y México. Me parece que el bandido eres tú.
Siguieron hablando; retándose en cada vez.
El borracho se tambaleaba, pistola en mano. A sus espaldas alcancé a ver un crucifijo; entonces me di valor y me interpuse entre el borracho y mi hijo, quien se encontraba a mi costado izquierdo. Me acerqué cautelosa; el borracho seguía hablando maldiciones. En un descuido del hombre le arrebaté la pistola.
—¿Por qué has venido a pelear aquí? —pregunté—, aquí no debes hacerlo, porque Dios está presente aquí en mi casa.
El borracho no pronunció más palabras. Guardé la pistola en un cajón debajo de la mesa sobre la que ponía las cervezas. Enojada, me acerqué al borracho y lo saqué a empellones. Pero, en un esfuerzo que éste hizo, me tiró al suelo y aprovechó para correr hacia el cajón y apoderarse de la pistola. Yo corrí y me interpuse para proteger a mi hijo. El borracho, decidido, se me acercó: —Detente que el Sagrado Corazón está en mis manos—, le grité. Al poco, me sentí tirada en el suelo y sangrando en la parte de mi cintura: dos tiros me había pegado en el glúteo derecho y otro en la cadera del mismo lado.
Me llevaron en camilla al centro de Huautla. Me llevaron ante el joven sabio en medicina. Supe su nombre, se llamaba Salvador Guerra. Él me sacó las balas. En esa ocasión me conoció el médico. Por vez primera en mi vida, yo era curada por un sabio en medicina. Pero quedé asombrada. Antes de hacer sus operaciones, inyectó una sustancia en la región donde yo tenía las heridas y mis dolores desaparecieron. En cuanto él hacía las curaciones, yo no sentía ningún dolor; luego que terminó me mostró las balas. Agradecida y asombrada le dije: —Médico, tú eres grande como yo. Haces desaparecer el dolor, me sacaste las balas y yo no sentí ninguna molestia.
A los tres días regresé a mi casa. Yo deseaba tomar café, tortillas, salsa. Quería sentir el sabor de mi comida. Difícilmente me pasaban los alimentos que los ayudantes del sabio en medicina me daban.
En una tarde, estando en mi casa, llegó un hombre a decirme que en esa misma noche el propio Salvador Guerra llegaría ante mí acompañado de una mujer extranjera que deseaba conocerme. Me preparé para una velada.
Entrada la noche el joven sabio llegó en su fierro trayendo a una mujer rubia. Un traductor me dijo que solamente la señora tomaría los santitos. No hice caso, preparé unos pares de “pajaritos” para el sabio en medicina. En el momento, le hablé en mazateco diciéndole que tomara conmigo los niños. Tendí la mano para entregárselos. Con ademanes bruscos se negó a tomarlos. Entonces yo le dije: —Tú me diste la medicina con que curas a los heridos. Me sanaste. Sacaste mis balas. Ahora yo te ofrezco mi medicina. Toma estos pares en pago a tus servicios—. La mujer rubia apoyó mis palabras. Finalmente el joven sabio tomó sus pares de “derrumbe”.
A partir de entonces, Salvador Guerra y yo fuimos buenos amigos. Más tarde, nuestra amistad se amacizó, y el día en que se fue de Huautla (en 1960) el cura Alfonso Aragón hizo una misa para que todos siguiéramos viviendo bien. Salvador Guerra y yo nos hincamos frente del altar. Al terminar la misma, le ofrecí mi mano y le dije: —¡Doctor!—. Él correspondió tendiéndome la suya diciendo: —¡Doctora!
Y ahora, cuando veo cruzar en mi camino a aquel borracho que me hirió, lo saludo. Pobre, está descompuesto… es un hombre inservible. Su borrachera lo ha acabado.
AQ