'Una vida oculta': poética y profunda, pero engolosinada

Cine

La nueva película de Terrence Malick tiene pretensiones cósmicas. Mientras la cultura de hoy aspira al consumismo, él aspira a la contemplación.

Fotograma de 'Una vida oculta', del director Terrence Malick. (Fox Searchlight Studios)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Franz Jägerstätter es un beato de la Iglesia Católica cuya historia cuenta Terrence Malick en Una vida oculta. Malick es un hagiógrafo del cine. Ha dedicado su vida a escribir y filmar obras de aliento bíblico. Lo que fue Tarkovski para la Iglesia Oriental (una suerte de Andréi Rubliov del celuloide) lo es Malick para Occidente, un equivalente de Miguel Ángel. El triunfo visual de El árbol de la vida confirma que el director estadunidense no está lejos de tan alta pretensión.

Una vida oculta es poética y profunda, pero le sobran minutos. El gusto del director por la imagen lo engolosina. A menudo se pierde haciéndonos contemplar las montañas austriacas, el brillo del agua al atardecer.

La obra recupera el aliento al final entre otras cosas porque aparece Bruno Ganz, un actor que ya estaba moribundo cuando lo llamaron a filmar esta obra. Sus ojos afligidos son perfectos para trazar las dudas de un juez nazi que, como Pilato frente a Jesús, duda con respecto al más allá.

Una vida oculta tiene lugar en la Alemania Nazi. Jägerstätter es un campesino enamorado de su mujer y las montañas austriacas, que llegado el momento se niega a jurar fidelidad a Adolfo Hitler. Hoy día resulta incluso sospechosa semejante tozudez pues, ¿cuánta gente honra su palabra hoy por hoy? Franz, en cambio, está convencido de que Dios es La Palabra y, claro, no puede rebajar un juramento al nivel de una fórmula cualquiera que se dice y ya.

Esto es en realidad lo más difícil de digerir en la obra de Malick, la rotunda negativa a pronunciar una fórmula que, sin embargo, haría de Hitler (a quien Franz Jägerstätter considera el Anticristo), su señor. Vale la pena, por lo tanto, pensar en aquel otro juramento que sostiene a este hombre en la cárcel militar de Berlín-Tegel: el juramento que hizo a su mujer el día en que se casó.

También hacia el final, un prisionero confiesa a Franz que él hubiese querido tener una vida así, con esposa e hijos. Beber vino y, a veces, ir a la iglesia (a veces no). Entendemos que la fuerza de este hombre en una cárcel militar nazi radica en el amor que ha sentido por su mujer y sus hijas. Y ese amor, en su cosmogonía, es matrimonial y, por tanto, está basado también en un juramento.

Jurar fidelidad a Hitler significaría no sólo traicionar a Cristo, también, en un sentido más inmediato, significaría negar el amor nupcial por su mujer. Y todos se lo dicen, casi tan necios como él, le piden: jura a Hitler; es una fórmula nada más. Fírmalo si no quieres decirlo, pasa el trámite, deja que tu abogado te salve de la guillotina. Volverás a ver a tu madre, a tus hijas. Volverás a hacer el amor con tu mujer. Pero Franz todos estos consejos los toma como auténticas tentaciones que le propone Satanás.

En efecto, la magia del cine sucede cuando uno tiene la ilusión de saber lo que piensa un personaje al interior de la pantalla. Esto sucede tan puntualmente que Malick, cuando ha jugado todas sus cartas, nos da la ilusión de comprender el pensamiento de un beato que puede decir en la prisión: “nunca he sido más libre que hoy”.

Las preocupaciones de esta película son ajenas a las de la cultura contemporánea. Terrence Malick tiene pretensiones cósmicas mientras que las pretensiones del mundo actual son banales. Mientras la cultura de hoy aspira al consumismo, él aspira a la contemplación; a algo más grande que los amores terrenos. En su obra está buscando un encuentro nupcial, pero no con una mujer sino con Dios.

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