Visitando a Kafka

Nuevas visitaciones

A cien años de su muerte, la obra del autor checo tiene más vida que nunca, y más allá de 'La metamorfosis'.

Franz Kafka, autor checo. (Laberinto)
Jorge Esquinca
Ciudad de México /

El centenario de la muerte de Franz Kafka (1883-1924) propicia la relectura de una obra a todas luces inquietante, lo fue desde sus comienzos y lo sigue siendo en nuestros días. Cuenta Roberto Calasso: “Kafka no escribió nunca sobre la magia, pero tenía una noción precisa de ella, tan precisa que supo definirla una vez con soberana sangre fría”. El propósito aquí es leer entre líneas y encontrar motivos suficientes para llevar a cabo un ejercicio de escritura a partir de ciertos misterios encontrados particularmente entre las brevedades del autor de El castillo. “Su expresión tenía algo de enigma egipcio”, decía de él Rudolf Fuchs. Aquí propongo otros, no necesariamente egipcios.

Gracchus

La barca que se desliza desde hace mil quinientos años sigue su curso. El cazador de la Selva Negra —convertido en genio tutelar de los marineros— mira por la borda el paisaje. Mira parpadear a lo lejos las luces de las grandes ciudades que no visitará, piensa en las mujeres que no ha de amar nunca más, en el vino que ya no ha de probar. Esta vez, lo sabe Gracchus, la barca no se detendrá. ¿De qué le habrá servido conocer todos los idiomas del mundo? No tendrá con quién hablar, con quién compartir esa ya inútil sapiencia. Su destino ha sido siempre incierto, desde antes de subir a la barca, mucho antes de que el cazador se deslizara en su mortaja como una muchacha en su vestido de novia. Esta vez, quizá, la barca enderece finalmente el rumbo. (Cfr. “El cazador Gracchus”)

La roca

Prometeo atado en la roca. Allá arriba sólo se escucha el aleteo de los cóndores. La entraña destrozada, el hígado que, una vez devorado por picos y garras insaciables, se renueva. Prometeo calla, estoico. Apenas una mueca de insoportable dolor. Es el traidor justamente castigado por los dioses. Es el héroe. La roca adquiere un pulso, una consistencia ajena, como si estuviera compuesta por inexplicables materias marinas. Se ablanda, se arquea; su masa antes compacta, intraspasable, es ahora una madeja de dúctiles corales, de comprensivas válvulas. Prometeo no lo nota, pero, conforme pasan los meses, los lentos siglos, su tormento disminuye. Su naturaleza se vuelve una con la roca, se incorpora, se funde, desaparece. Sólo queda la roca indescifrable. (Cfr. “Prometeo”)

La cocina

En toda casa hay un lugar secreto. En la mía, en esta casa que llamo mía, pero que no lo es, o tal vez lo sea apenas un poco, la cocina me presenta siempre un recóndito misterio. Nunca me he atrevido a traspasar el umbral; sin embargo, apostado junto a la puerta siempre cerrada e infranqueable, escucho. Acerco mi oído al deslavado tablón de madera y en absoluto silencio puedo intuir lo que ahí se prepara. Algo semejante al silbido de una locomotora, el tic tac de un reloj insomne, el turbio engranaje de una fábrica de tornillos. Una compleja red de sonidos que solían acompañarme en los atolladeros de mi infancia. “Casa de sabios, cocina de locos”, argumentaba mi abuela. Y he de vivir eternamente en la ignorancia del secreto que encierra. (Cfr. “Regreso al hogar”)

AQ

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