Seis meses después de la violación, continuaba abatida. El tiempo no aliviaba el dolor, insistente desde el segundo en que abría los ojos, cuando la luz de la mañana atravesaba las rendijas de la ventana y los pájaros cantaban en torno a los árboles de la calle. Michel propuso entonces que nos fuéramos de viaje. Podíamos ir a una playa de Bahía, tal vez Boipeba o Caraíva, que eligiese yo y él se encargaría de los detalles. Le tomé las manos, sonreí con cierta complacencia, me conmovió su gesto, aunque estaba segura de que ninguna playa paradisíaca eliminaría la angustia que me consumía a diario.
Una semana después, respondí que quería ir a México, tenía ese deseo desde la muerte de mi abuela, que siempre me había hablado de la época en que vivió allí, una época muy lejana. Reconocía que Ciudad de México no sería el lugar ideal para descansar. Propuse Tulum, playas caribeñas y construcciones mayas. Sol y ruinas. Sus ojos sonrieron, y se puso enseguida a organizar el viaje. En ese momento, la gente de mi entorno intentaba proponerme metas, encontrar sentido en algún punto cercano, para que me dispusiera a caminar. Podía ver la sonrisa en sus ojos cada vez que alguien creía haber descubierto mi salvación. Y ese era mi objetivo, ese, el sentido que no me dejaba hundirme en el sofá, mientras la ciudad de Río de Janeiro se reconstruía para algo grandioso.
Nos decantamos por el cliché —playas bonitas y desconocidas para empezar de nuevo— porque, en la tristeza y en el deseo de volver a la vida, nadie piensa en si está haciendo lo obvio. Volamos a Cancún, donde alquilamos un coche y nos pusimos en marcha en dirección a Tulum. Michel y yo nos mirábamos de vez en cuando en silencio por el camino, muriéndonos de ganas de que el plan funcionase, y muriéndonos de miedo de que fracasara.
El portón de entrada al hotel era lo más inesperado que había visto en mi vida. Una enorme figura indígena de madera, con la piel pintada y que se rasgaba el pecho con las manos. Como si invadiéramos su cuerpo, entramos por un camino de tierra flanqueado por plantas. Siguiendo recto, llegamos a la recepción. Un alivio, casi alegría, me invadió al escuchar al joven del otro lado del mostrador, la piel muy oscura, el pelo liso y negro, una amabilidad que encontraríamos por todas partes, no sabe nada, pensé. No sabe quién era yo, en quién me he convertido. No sabe lo que me pasó. Nadie aquí lo sabe.
Con esa sensación de libertad, me dirigí a nuestro bungaló, una cabaña aislada en la arena, con troncos de madera en la entrada, techo de paja y decoración rústica; en el centro, una cama envuelta en una mosquitera. En torno al bungaló, una plétora tropical de árboles y plantas. Delante, el mar azul y cristalino. Un escenario concebido para que todo fuera bien, una discreta arquitectura incrustada en la naturaleza, el sonido de las olas, el cielo límpido.
Encima de la cama había un menú con todo lo que ofrecía el hotel, desde masajes y baños de purificación locales a clases de yoga y excursiones, una mezcla de México con la India. Miré el reloj, faltaba poco más de una hora para el encuentro de meditación. Me pareció una buena manera de sumergirme de lleno en la atmósfera del viaje. Michel prefirió descansar.
En la puerta de entrada había dos grandes elefantes de madera. Al fondo de la pequeña sala, que olía a incienso, un altar lleno de figuras indias. En el resto del espacio, ocho esterillas dispuestas una al lado de la otra, solo dos vacías. Me senté en una de ellas y sonreí a la instructora, que me devolvió la sonrisa, mientras los demás permanecían con los ojos cerrados, una mano sobre la otra, las palmas hacia arriba, en uno de los mudras de meditación. Imité la postura, y de inmediato la instructora comenzó a dirigir nuestra respiración, primero, abdominal; después, el aire sube, abriendo las costillas y el pecho. Cuando la mente huya, traedla de vuelta a la respiración, dijo.
La mente huye y yo respiro, la mente huye y yo respiro. Con las manos en el pecho repetimos «om» tres veces, y después la instructora nos pide que abramos los ojos y explica que vamos a pasar los próximos veinte minutos repitiendo un mantra, quien no se sienta cómodo en la postura del loto puede ayudarse con un cojín o un ladrillo. Su voz guía el proceso, dejad pasar los pensamientos, no os aferréis a ninguna imagen. Nadie logra quedarse con la mente vacía, la mente vacía son los pensamientos que pasan como un tren que nunca para, solo pasa. Si sentís que os quedáis atrapados en una imagen, centraos en la respiración. Cuanto más intento centrarme en la respiración, más se mantiene ahí la imagen, paralizada, la misma imagen, el pensamiento fijo. Repito el mantra, pienso en la respiración, pero la imagen no se va, el tren parado en la estación, no sé meditar, abro los ojos, veo a los demás con los ojos cerrados dejando que las imágenes se deslicen, vuelvo a cerrar los ojos, y la imagen sigue ahí. ¿Quien manda soy yo o ella? ¿Quien decide qué recordar soy yo o ella? ¿El recuerdo es mío o es un ser independiente que se instala ahí aun cuando estoy intentando meditar? Respiro, primero en el estómago, luego en las costillas, después en el pecho, la imagen no se va, abro y cierro los ojos y ahí sigue, y de repente el sollozo, alto, incontenible, sale de mi garganta sin que me dé tiempo a impedirlo, sale una, dos, tres veces seguidas, y poco a poco una, dos, tres personas abren los ojos y se vuelven hacia mí. Intento no mirarlas, hasta que una decide levantarse y envolverme en sus brazos, y luego otra, toda la sala, esas personas que no conozco, esos turistas que habían venido a descansar en el mar azul y transparente del Caribe abrazándome al mismo tiempo, y yo me arrepiento profundamente de haber sollozado, de encontrarme en ese estado. No quería abrazar a personas desconocidas. Quería levantarme y volver a mi habitación. Me encierro en un capullo, abrazo las piernas, la gente se va levantando, alejándose, cada uno a su esterilla, me tumbo en el suelo, cierro los ojos, y la imagen ya no está. Ahora veo la casa donde viví de niña.
AQ