Ayer pasé la noche en blanco debido a unos zancudos que me estuvieron picoteando. No me importa que se alimenten de mí, pues aunque vivo en el monte junto al estrecho de Gibraltar, no tengo miedo a la malaria u otras enfermedades tropicales que han truncado tanta vida.
Si uno visita, por ejemplo, Río de Janeiro, verá que los barrios antiguos de gente adinerada estaban lejos de las playas, en puntos elevados. Tiempo después, con el invento de las vacunas, el aire acondicionado y los modos de deshacerse de las aguas pantanosas, la clase social alta se mudó lo más cercanamente posible a las arenas de Ipanema y Copacabana. Ahora en los sitios altos vemos favelas.
Así, sin temor al dengue, la malaria o la fiebre amarilla dejé mis pies al descubierto para que se dieran un banquete allá abajo y no junto a mis oídos, pues lo que me molestaba era el zumbido de los malditos moscos. También que en vez de atiborrarse con un solo piquete como quien bebe una caguama, vayan sorbiendo mi sangre poco a poco como en chupitos de tequila; así no amanezco como quien se extrajo sangre en un laboratorio sino con tantos piquetes como un heroinómano.
En mi insomnio me vino aquella Crónica Hellstrom, una película disfrazada de documental apocalíptico exitosa en los años setenta, la cual presenta al zancudo como el más grande asesino del planeta.
La tesis del filme era que los insectos habrían de hacer sucumbir a la especie humana; pero sobre todo era una excusa para ver por primera vez, con tecnología fotográfica de punta, cuán espantosos eran los bichos si se les mostraba en cinemascope.
cuán espantosos eran los bichos si se les mostraba en cinemascope. La Crónica Hellstrom era heraldo de una idea que hoy está mejor establecida: no somos sino un animal con los mismos derechos que cualquier otro animal. El supuesto científico del filme decía: “Un insecto no puede mostrar lo que consideramos inteligencia, pero nos sintamos tan orgullosos, pues ahí donde no hay inteligencia tampoco hay estupidez”. Tal enunciado va contra todo lo que representó el Renacimiento, lo que pasó por la Ilustración y alcanzó cierto clímax ambiguo cuando el hombre llegó a la luna. La ambigüedad venía de saber que los avances tecnológicos también podían destruirnos.
Mi espíritu no es contemporáneo, pertenece más al Renacimiento. Por eso creo que lo mejor que pudieron hacer los primeros seres humanos fue comer el fruto prohibido del árbol de la ciencia, para abrir los ojos y ser como dioses. Aunque la tradición mediocrizadora cristiana dicte otra cosa, Eva es el gran personaje de la historia. Hay que celebrarla como se merece. ¡Viva Eva! ¡Viva la serpiente! Viva el pecado original que nos hizo humanos, que nos hizo dioses.