Con La ley de Herodes (1999), Luis Estrada se perfiló como el realizador más irreverente del cine mexicano. Su fábula de los chanchullos del poder y de la corrupción sin pausa no solo rebosaba de ironía y humor negro, sino que fue el primer filme de la industria nacional en el que los monstruos se llamaron por su nombre: el partido oficial es el PRI y la oposición el PAN, y sus militantes copias calca de los especímenes paradigmáticos de esos partidos que, en un pueblucho abandonado en el desierto, compiten políticamente a punta de transas y pistola.
Ingeniosa, delirante, La ley de Herodes consiguió esbozar una metáfora perfecta del sistema y sus lacras, contrario a lo que pasa con Un mundo maravilloso (2006), que fracasó en el intento de repetir la fórmula: la historia de Juan Pérez, un jodido que por mala suerte prueba la vida de rico, resultó una comedia fofa, intrascendente, que años más tarde pasaría al olvido porque El infierno (2010), parodia de las componendas de los poderes fácticos, Estado, ejército, Iglesia y narco, volvió a trazar el retrato del flagelo mexicano.
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Sin embargo, El infierno olía demasiado a La ley de Herodes. Y el mismo tufo tienen La dictadura perfecta (2014), caricatura de la gestión de Peña Nieto y la corrupción mediática e institucional, y ¡Que viva México!, su nueva película, que ha causado más controversia pero no por su contenido sino por las disputas que, primero, Luis Estrada entabló con Imcine por cuestiones de apoyo financiero, y luego con los porristas del gobierno, que se empeñan en satanizar a una cinta con poca imaginación y sin novedades narrativas, por el presunto pecado de criticar a la 4T.
¡Que viva México! es la historia de Pancho Reyes (Alfonso Herrera), un climber social que tras la muerte de su abuelo, debe retornar a su pueblo para que el notario ejecute el testamento. La herencia incluye una hacienda decadente, terrenos, una mina y algunas pertenencias que van a manos de Pancho, quien deberá lidiar con su esperpéntica familia para conservar lingotes, monedas de oro y escrituras. La ambición nubla los pocos sesos de ese clan como extraído de la fauna de San Garabato de las Tunas de Los Supermachos de Rius, en una espiral por la que todos descienden hasta quedar como empezaron, incluso peor.
A ¡Que viva México! le falta ironía pero está sobrada de lugares comunes (el retrato del presidente en oficinas de gobierno, diálogos con los eslóganes más burdos de la propaganda de la 4T). La polarización que pretende parodiar se limita a los clichés de la demagogia cotidiana (fifís, conservadores, pueblo bueno, etc.), mientras que los personajes hacen eco de las creaturas que Estrada ha explotado hasta el cansancio: el Rosendo, Regino y Ambrosio que interpreta Damián Alcázar es el mismo Juan Vargas, Juan Pérez, Benjamín García y Carmelo Vargas que encarnó en La Ley de Herodes, Un mundo maravilloso, El infierno y La dictadura perfecta, sin matices ni variación de tono, y lo mismo pasa con Joaquín Cosío cuyos Rosendito, Reginito y el abuelo, son El Cochiloco recargado.
Burgueses de manual; caricaturas simplonas de políticos, policías y agachados, lo más notable de ¡Que viva México! son los homenajes al pasado cine nacional, que Estrada suele meter a cuadro: como en La ley de Herodes, en la que Vargas se presenta como Emilio Gabriel Fernández Figueroa, en ¡Que viva México! el hermano tullido se transporta en una carretilla con la leyenda “Me mirabas” (Los olvidados), mientras que en el burdel aparece, fugaz, una Manuela con vestido rojo (El lugar sin límites).
En las redes sociales no dejan de arremeter en contra de ¡Que viva México!, lo que puede suscitar el éxito o el fracaso de taquilla, y aunque no es puntillosa sino innecesariamente larga mas no tediosa, francamente espero que los bots acarreen más gente al cine que una marcha del partido en el poder.
AQ