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Voces de un país herido

Literatura

A propósito de 'Después, seguía la muerte', de Silvia Eugenia Castillero (Monterrey, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024).

Sandra Lorenzano
Ciudad de México /

… escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve, dice Bernard Noel [1]. Y lo sabe Silvia Eugenia Castillero, quien abraza con su lengua dolida las huellas de las vidas que fueron, en un país sembrado de cuerpos, como es el nuestro. Después, seguía la muerte, su libro más reciente, convierte en poesía la patria / matria / mater dolorosa en que se ha vuelto esta tierra. Caminamos sobre restos, sobre vestigios de vidas que le hablan a la poeta, como le siguen hablando a Juan Rulfo desde Comala, o a Edgar Lee Masters desde Spoon River.

Porque nuestros muertos no cesan de hablar, pero solo unos pocos privilegiados son capaces de transformar en palabra poética sus murmullos desgarrados.

Lo más natural en una persona a la que para estar consigo le basten sus pensamientos es que converse sola. (Foto: Steven Houston | Unsplash)
Lo más natural en una persona a la que para estar consigo le basten sus pensamientos es que converse sola. (Foto: Steven Houston | Unsplash)

Quizás el fin del arte no sea otro que “alcanzar el infinito pueblo de los muertos” [2]. Algo parecido dijo Walter Benjamin al hablar del “ángel de la historia”: “Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer los fragmentos” [3]. La frase de Benjamin me conmueve cada vez que la leo. El orden de los sucesos no es algo menor: primero, despertar a los muertos; después, recomponer los fragmentos. Porque ese gesto de “recomponer”, de arreglar, no es nunca individual, para que exista tienen que acompañarnos ellos, nuestros ausentes.

Escribir es un modo de despertar a los muertos, entonces, de reunirlos, para restaurar con ellos los pedazos, dándoles nombre e historia. Kintsugi siempre: el arte japonés de reparar una porcelana con polvo de oro, de manera de no ocultar, sino resaltar, la memoria de la pieza. Algo similar sucede con la escritura: ese “polvo de oro” nos permite que en cada palabra se muestren los quiebres de nuestra propia historia, y con ellos, las voces e historias de quienes estuvieron antes.

En un bello artículo de 2012 llamado “La poesía chilena y el cerco de la muerte” [4], Silvia Eugenia traza una cartografía de ese diálogo entre horror y memoria; una cartografía que trasciende simbólicamente el Cono Sur y cuyos ecos tal vez no sean ajenos al nacimiento de Después, seguía la muerte.

Allí escribe: “Una casa blanca, el olor a muerte sofoca al primer paso dado dentro, como un tufo, una tumoración que hubiera crecido por paredes, techos y suelos. Creo que efectivamente es eso, la muerte brota de entre las paredes blancas, a lo mejor de tan blancas se han dejado carcomer más por la muerte.”

Y esas paredes son aquí las páginas también blancas que construyen este libro: aquí está la muerte, pero sobre todo aquí están ellos, los muertos, y la compasión de la poeta. Esa tumoración se transforma bajo el flujo incesante de sus palabras. Son ellas las que logran romper el cerco del título.

Los nombres de cada uno de los protagonistas que le susurran al oído a la poeta en Después, seguía la muerte —los nombres o los alias— y sus retratos, en esta bellísima y cuidada edición de la Universidad Autónoma de Nuevo León, transforman lo individual en canto / llanto colectivo. Desde las desgarradora dedicatoria a su hermano, ella se une a la voz de los tristes. Es entonces quien recita como en una letanía, para nosotros, sus lectores, aquellas historias que pueblan el infierno mexicano.

Portada de 'Después, seguía la muerte', de Silvia Eugenia Castillero. (UANL)

Partiendo de los retratos de sicarios muertos hechos por Rosalba Espinoza, Silvia Eugenia crea su propio panteón: sin juzgar, sin condenar, con los sentidos abiertos a la alteridad más absoluta y con la más absoluta compasión. ¿Quiénes son víctimas y quiénes victimarios en esta realidad? ¿A quién, a quiénes amparan las palabras?

Con las herramientas de una antropóloga o una cronista, pero con la sensibilidad de una poeta, Castillero convirtió las calles de su ciudad en el territorio donde mira lo que no solemos mirar: necesitaba esos rostros que desconocemos o cuya mirada abiertamente esquivamos, esos rostros totalmente otros, para poder hacer inteligibles las voces que le hablaban y transformarlas en la poesía profunda y conmovedora que nace de su pluma.

Dice “Lucrecia”, eco del eco del Zurita de “La vida nueva”: “Poderoso mi dios / me fue aplastando / ese padre de brazos largos y misericordiosos / me declaró perversa / cuando aún no conocía yo mi alma / y reía de mi angustia” (p. 86)

Los numerosos fragmentos en prosa se vuelven oceánicos, por su potencia, por la fuerza con que parecieran arrastrar las palabras. O no, quizás la imagen no sea la del océano sino la del desierto infinito, el de Edmond Jabès y el de nuestros migrantes, el de Moisés y el de las mujeres de Juárez. Polvo eres y en polvo te convertirás. Polvo de huesos, polvo de recuerdos, polvo de vidas canceladas. Y las palabras se nos vuelven granos de polvo en la boca, manantial de lágrimas secas en los oídos.

Ante el puro dolor de Emma (“Un día alguien le metió las manos muy adentro / alguien y luego todos lastimaban a diario sus coyunturas / sus piernas, sus caderas y su vientre”, p. 32), como lectora, espectadora, testigo del horror, le agradezco al personaje siguiente, Gili Tena, Gilberto, el que silba a bordo de su taxi, los tiros que le destrozan la cabeza a alguien. ¿Quién es víctima y quién victimario?

Y el ritmo que acompaña todo el libro… Esa mar que viene y va de la que habla José Javier Villarreal en la contraportada. Esa mar de polvo, de tierra. La cara contra el suelo. Sin respirar. El murmullo nace sin respirar. No hay más oxígeno en este país nuestro. Ahogo.

Diez poemas para cada una, para cada uno. Decálogo de atrocidades y sobrevivencias. Palabra que se rompe y vamos zurciendo de a poquito.

Norma bajo la nieve que no llega. “Inventaba la nieve para dejar marcas sobre lo blanco / inventaba el desierto para perderse en lo innumerable / inventaba el agua para no detenerse en los superfluo / inventaba la hierba para no mirar el horizonte / inventaba el viento para desparramarse sin límites / inventaba la palabra para no caer en los abismos / inventaba la escritura para desaparecer.” (p. 102)

“Desaparecer” puede ser casi una consigna. Pasar inadvertida. Que no te vean, toquen, amordacen, que no te rodeen de erizos, ni de huesos quebrados. Que nadie te nombre. Desaparecer. Mientras las madres remueven con su manos la fosa que hoy descubrieron entre los huizaches. Somos un pueblo mágico: hoy estamos presentes, mañana ya no estamos. Nos convertimos en desaparecidas. Magia: inventamos la escritura para hacer desaparecer un verbo protector. Silvia Eugenia la inventa para encontrarnos.

Tumores, venenos, quiebres que no hallan sutura. ¿Kintsugi dónde? ¿Dónde polvo de oro? ¿Dónde el hilo para el zurcido? ¿En qué palabras? ¿En qué silencios? ¿En qué alcantarilla rota, en que parabrisas estrellado, en qué piel rasgada, en qué abandono incomprendido, en qué refugio incendiado?

¿Cuántas mujeres aprenden, como Laura, “a sufrir sin llorar, a malgastar los días en una espera silenciosa, tan densa que se volvía una espera sofocada que no tenía fin” (p. 114)?

En las páginas de Después, seguía la muerte, las voces son las de todo un país. Territorio rajado, como decía Gloria Anzaldúa. Con versos que son dolido barroco y realismo sucio a un tiempo. Música y estruendo.

Voces en primera persona, en tercera, en segunda, hablan, hablamos todas a la vez. Porque este crimen es colectivo. Se imprime en los cuerpos de 130 millones de habitantes.

Decíamos al comienzo que el gesto de “recomponer”, de arreglar, de reparar, no es nunca individual; para que exista tienen que acompañarnos ellos, nuestros muertos. Y aquí están El Rayo y Gili, Loredo y Lorenzo, pero están sobre todo Emma y Lucrecia, Norma y Laura y Romina, la que encuentra “pura oquedad”. Cuerpos de mujer ultrajados, rotos, violentados una y otra vez. Cuerpos a los que las palabras cubren con pudor, con piedad, dejando testimonio de un tiempo, el nuestro, que sangra infinitamente.


[1]  Frase citada por María Negroni en su libro El arte del error, Madrid, Vaso Roto, 2016.

[2]  Cristina Rivera Garza, “Nadie escribe en soledad”, en Árbol invertidohttps://arbolinvertido.com/cultura/nadie-escribe-en-soledad

[3] En la IX Tesis de Filosofía de la Historia.

[4] Silvia Eugenia Castillero, en Luvina. Revista Literaria de la Universidad de Guadalajara, 69, invierno de 2012.

https://luvina.com.mx/la-poesia-chilena-y-el-cerco-de-la-muerte-silvia-eugenia-castillero/

Sandra Lorenzano

Escritora. Su libro más reciente es ‘Herida fecunda’ (Premio Málaga de Ensayo), Madrid, Páginas de Espuma, 2024. También es directora de la sede de la UNAM en Cuba.

AQ

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