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William Burroughs: el vampiro y el cliché

Los paisajes invisibles

El peor destino del creador, ni duda cabe, es que su vida y obra terminen en las garras del cliché.

Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

A la memoria de mi amiga Erika Macouzet.

Buen viaje, hermosa.

Un vampiro psíquico. Así lo llamó Allen Ginsberg y quizá la definición se quedó corta, a los treinta y tantos se sentía poseído por un espíritu grotesco, era un condenado. Su personalidad, lo mismo que la imagen que reconocía de sí, era la del portador de un virus, toxina que evacuó en cientos de hojas blancas cuando al fin pudo colmarse de tragedia. Hombre invisible. Explorador de guetos sensoriales. Perseguidor de arcanos. Así pasó a la historia, así se hizo el personaje a la medida de sus ficciones y conjuró al adicto egoísta y miserable que fue una vez, lo mismo que el uxoricida, el patético limosnero de caricias, el apóstol de universos fantasmagóricos de poca materia pero sobrados de ectoplasma.

Gonzalo Torrente Ballester, 1910-1999. (Archivo)
Gonzalo Torrente Ballester, 1910-1999. (Archivo)

Un vampiro psíquico. El espectro favorito de la contracultura de la mitad del siglo XX, monstruo del que el cine ha hecho un antihéroe sofisticado, fascinante, sugestivo, encantador. De los tres escritores emblemáticos de la Generación Beat, William Burroughs es de quien se han hecho más apologías, el que se ha personificado como monigote de cartulina o muñeco de cera del museo británico Madame Tussauds, porque a Kerouac y a Ginsberg les faltan al respeto con mayor facilidad. La filmografía acerca de los Beat se concentra en los episodios criminales que marcaron a esos amigos, sea el asesinato de David Kammerer perpetrado por Lucien Carr o el de Joan Vollmer por el propio Burroughs, generalmente resulta una ponderación famélica de su aporte literario. Las varias biopics se quedan cortas a la hora de aterrizar en las ideas del puñado de autores que revolucionaron la narrativa y la poesía estadunidense, porque el cine no distingue entre el hombre y el artista. Lo mirifica, lo reinventa, lo envuelve con un empaque de glamour a todas luces irreal, no pocas veces fastidioso.

Hay que ver al auténtico William Burroughs en Drugstore Cowboy (Gus Van Sant, 1989) o en el documental A Man Within (Yony Leyser, 2010) para luego compararlo con su acartonado alter ego Bill Lee interpretado por Peter Weller en Naked Lunch (David Cronenberg, 1991) o con el pistolero al estilo thriller que Kiefer Sutherland hizo en Beat (Gary Walkow, 2000). Esta película, tal vez, es la menos afortunada en lo que respecta a la caracterización, todo el elenco es de telenovela para esnobs: Courtney Love como Joan Vollmer, Ron Livingstone como Ginsberg, Norman Reedus en el papel de Lucien Carr, Daniel Martínez en el rol de Jack Kerouac.

Y también está Kill Your Darlings (John Krokidas, 2013), en la que al autor de El lugar de los caminos muertos lo viste Ben Foster y a Allen Ginsberg, Daniel Radcliffe, quizá la versión más decente del turbulento 1944, cuando Carr, en cuerpo y rostro de Dane DeHaan, apuñaló a un Kammerer dignamente patético encarnado por Michael C. Hall.

El mainstream no distingue entre el hombre y el artista. Luca Guadagnino estrenó hace poco Queer, adaptación de la novela que Burroughs escribió entre 1951 y 1953 y publicó hasta 1985, la historia de sus penurias en Ciudad de México y de su infatuación por Lewis Marker (en la novela lo llamó Eugene Allerton), un tipo flacucho y cegatón que Guadagnino, por esa manía de hacer películas con estética de comercial de lociones o de ropa de diseñador, presenta como modelo de revista, al igual que el escenario mexicano hecho con maquetas en los estudios de Cinecittà, el complejo de la vía Tuscolana en Roma fundado en 1937 por Benito Mussolini. Y ya ni qué decir del Burroughs corpulento con el que Daniel Craig se mueve hacia el encuentro del yagé, en un viaje hacia las improbables ciudades de la noche roja donde el vampiro psíquico que Ginsberg tanto amó y también sufrió, a ojos de Guadagnino parece más un figurín de catálogo de moda que un heroinómano atormentado por las funestas singladuras de la carne.

El peor destino del creador, ni duda cabe, es que su vida y obra terminen en las garras del cliché.

AQ

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