Confesiones de Woody Allen

Libros

Publicamos un fragmento de Apropos of Nothing, el libro de memorias donde el realizador neoyorquino habla sin reparos y con gran sentido del humor.

El realizador neoyorquino Woody Allen. (Foto: Rafa Rivas | AFP)
Laberinto
Ciudad de México /

Cuando, en medio de la polémica, Arcade Publishing decidió respaldar las memorias de Woody Allen, apuntó en un comunicado: "En estos tiempos extraños en que a menudo la verdad se califica de fake news, como editorial preferimos dar voz a un artista respetado en vez de hacer caso a quienes intentan silenciarle”.

Presentamos un fragmento unitario que hace honor a estas palabras, y en el libro sirve de colofón a 400 páginas de la suculenta crónica de un artista que habla sin reparos y con gran sentido del humor: de su proceso creador, de la industria del entretenimiento, de los escándalos que lo han involucrado, de sus muchas mujeres, de sus pocas pero fieles pasiones y, sobre todo, de lo que implica dedicar una vida entera a la escritura.


A cuento de nada

Para los estudiantes de cine no tengo nada valioso que ofrecer. Soy perezoso a la hora de filmar, indisciplinado, de técnica deficiente, un hacedor de películas. Y en cuanto a la escritura, para aquellos interesados, me levanto y después de desayunar, trabajo escribiendo a mano sobre cuadernos amarillos que se encuentran esparcidos sobre mi cama. Trabajo durante todo el día y, normalmente, al menos por un rato, cada uno de los días de la semana. Esto no es porque yo sea un adicto al trabajo sino porque el trabajo me mantiene alejado del mundo, uno de mis espectáculos favoritos. Voy a mi cajón para pescar notas con ideas que he ido acumulando a lo largo de año. Si ninguna de estas ideas tiene la utilidad que había pensado que tendría, entonces me veo forzado a pensar en una historia que contar, aunque me tome semanas. Es la peor parte del proceso, ya que me obliga a permanecer sentado o dando vueltas en mi cuarto solo día tras día, tratando de mantener enfocada mi concentración y no distraerme pensando en el sexo y la muerte. Al final, llega la inspiración o, mejor dicho, establezco una premisa factible para trabajar sobre ella, imaginando que es mejor que me concentre, porque el bebé necesita un nuevo par de zapatos.

Me gusta más escribir que filmar porque filmar es duro, es un trabajo físicamente desgastante ya sea en clima cálido o frío, a horas impropias, que requiere un millón de decisiones sobre temas que no domino. De pronto, tengo que pedir tomas con cierto ángulo de la cámara, o acercamientos, o vestidos o peinados de mujer, o muebles, o automóviles, o música, o colores. Sin mencionar que el cronómetro empieza a correr una vez que comienza la filmación, y a una velocidad aproximada del 100 o del 150 por día, así que si te atrasas una semana, estás perdiendo medio millón de dólares. Cuando termina la filmación, la gente con la que has estado trabajando día y noche con mucha intensidad durante meses, instantáneamente comienza a dispersarse en todas direcciones, sintiéndose triste y vacía y jurando amor eterno y el deseo de trabajar juntos otra vez. Yo normalmente digo adiós a cada uno de mis colaboradores con un apretón de manos en vez del ostentoso beso en la mejilla o el pretencioso y extranjero doble beso. A la mañana siguiente toda esa emoción y cercanía se habrán evaporado, y unos comenzarán a hablar mal de otros.

Disfruto sentarme con mi editor y pegar juntos aquello que hemos recortado, y lo que más disfruto es sacar secuencias de un lugar y ponerlas en otro, permitiendo que la música haga lucir a la película mucho mejor de lo que realmente es. Disfruto hacer películas, pero si nunca volviera a hacer una, no me importaría. Soy feliz escribiendo teatro. Si nadie quiere producirlo, soy feliz escribiendo libros. Si nadie quiere publicarlos, soy feliz de escribir para mí mismo, con la confianza de que si lo que escribo es bueno, algún día será descubierto y será leído por la gente, y si es malo, mejor que nadie lo vea. Aquello que ocurra con mi obra una vez que yo ya no me encuentre en este mundo, es totalmente irrelevante para mí. Después de muerto, sospecho que muy poco quedará en mis nervios, ni siquiera ese molesto sonido que hacen los vecinos en su jardín con su máquina de juntar hojas caídas. Lo que es divertido para mí lo fue siempre a la hora de hacerlo; siempre fui bien pagado; trabajé con talentosos y carismáticos hombres, y con talentosas y hermosas mujeres. Tuve la suerte de tener sentido del humor, o habría tenido que dedicarme a alguna profesión rara como asistente a entierros o fenómeno de circo. Me considero a mí mismo principalmente un escritor y esa es una bendición, porque como tal nadie puede despedirte del trabajo, y tú generas tu propio trabajo y eliges la hora que mejor te conviene para hacerlo. A veces pienso que sería divertido subir al escenario para hacer de nuevo un show de stand-up, pero de inmediato ese pensamiento se desvanece.

Mientras tanto, llevo mi vida de clase media. Practico mi corno (o como a mi madre le gustaba decir: “Uy, tengo un dolor de cabeza gracias a que él está sentado en el cuarto, silbando en su pífano”). Doy vuelta a las páginas, adoro a Soon-Yi, y me deshago de billetes de veinte dólares para que mis hijos puedan ir al cine a ver películas que no son tan buenas como las que yo veía por veinte centavos. ¿Cómo podría resumir mi vida? Suerte. Muchos errores estúpidos de los que he sido rescatado por la suerte. ¿Lo que más lamento? Tan solo que he gastado millones haciendo películas, con el control total del aspecto artístico, y no logré hacer una gran película. Si pudiera intercambiar mi talento con el de alguna otra persona, viva o muerta, ¿con quién sería? Bud Powell, sin duda. Aunque Fred Astaire también podría ser. ¿A qué personaje histórico he admirado más? Shane, pero ese es personaje de ficción. ¿Alguna mujer? Hay tantas a las que he admirado, desde Eleanor Roosevelt y Harriet Tubman hasta Mae West y mi prima Rita. Y al final diría: Soon-Yi. Y no porque si no lo hiciese, ella me rompería las rodillas con el rodillo de la cocina; sino porque ella tuvo que andar sola en las calles llenas de crueldad a la edad de cinco años para encontrar una vida mejor, y tras tremendos obstáculos al fin se forjó una. ¿Lo que más envidio? Escribir Un tranvía llamado deseo. ¿Lo que menos envidio? Retozar en el prado. Si mi vida hubiera terminado, ¿qué cambiaría? No habría comprado el milagroso cortador de rebanadas de verdura que un tipo anunciaba en la televisión. ¿De verdad no estoy interesado en la posteridad? Ya he sido citado con respecto a este tema, y me gustaría ponerlo de la siguiente manera: En vez de vivir en los corazones y las mentes del público, prefiero vivir en mi departamento.

Tomado de Apropos of Nothing, las memorias de Woody Allen publicadas por Arcade Publishing, 2020.


Traducción: Juan Manuel Gómez

ÁSS

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