Para flojear el fin de semana, puse Lone Survivor, una película con Mark Wahlberg. Unos soldados buenos y gringos, contra unos talibanes tremendos, de Afganistán. El pelotón de Wahlberg es derrotado hasta que sólo queda él, en pésimas condiciones. Sería otro churro de guerra, excepto porque, en los últimos minutos, aparece un campesino pastún, observante del código pashtunwali (que considera la hospitalidad, incluso a los enemigos, una obligación sagrada) y recoge al soldado. Llegan los talibanes, arrasan al campesino y a su familia, pero se salva el soldado. Que el verdadero héroe aparezca en los últimos minutos le cambia de signo a la película: pasa a ser un testimonio de gratitud. Luego, en los créditos, uno se entera de que es el caso real de Markus Lutrell, en 2005.
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El miedo al forastero es muy complejo y las culturas han tenido que inventarse recursos para no volverse clanes cerrados y criminales. Dios y los dioses han insistido para persuadir a los lugareños y a los migrantes de que la convivencia y la hospitalidad no sólo son buenas sino sagradas. Las tribus germánicas se obligaban a recibir a los extraños como invitados de honor: no fuera, en una de ésas, el mismísimo Odín. Y en esa misma afinación comienza la Odisea: Atenea, trasfigurada como visitante, se presenta en el palacio de Ítaca. Pese a que Telémaco está desesperado porque los gorrones agotan el vino, la comida y se portan como si los de casa fueran sus sirvientes, recibe al forastero, sin descubrir que se trata de Atenea, y lo invita a comer, beber y bañarse, antes de que diga a qué ha venido. Virtud que los griegos llamaban xenía. Por esa hospitalidad, Atenea se encargará de que Ulises regrese a casa.
La tradición judía era igual de severa. Yahvé arrasó Sodoma y Gomorra, no por sus depravaciones sexuales sino por sus pecados contra la hospitalidad. El único que la respetó fue Lot, que hospedó y protegió a los enviados de Dios, incluso contra el asedio de la gleba lugareña. Llega incluso a ofrecer a sus hijas, con tal de que dejen en paz a sus huéspedes. Y sobre la tribu de Benjamín pesa una culpa imperdonable: el libro de los Jueces (19-20) relata la historia de un levita y su mujer, que buscaron posada en un pueblo de la tribu de Benjamín, y recibieron la hospitalidad de un “hombre que residía como forastero en Guibéa”. Mientras conversaban en paz, los benjaminitas cercaron la casa y exigieron: “Haz salir al hombre que ha entrado en tu casa, para que lo conozcamos” (en aquella versión genital de la epistemología). El dueño de la casa se rehúsa , pero el forastero “tomó a su propia concubina y se la sacó afuera. Ellos la conocieron toda la noche hasta la mañana y la dejaron al amanecer”. Cuando se levantó su marido, halló a su mujer tendida a la entrada de la casa, con las manos en el umbral. Murió poco después; el levita la descuartizó y envió sus pedazos a todas las tribus de Israel. Ira, vergüenza, pecado insoportable, las otras tribus declaran la guerra contra los benjaminitas. Los crímenes contra la sagrada hospitalidad deben ser motivo de una venganza igualmente sagrada. El resultado es la historia de las naciones.
En México hallamos igual a las Patronas que a los depredadores que trafican personas. La hospitalidad existe entre individuos y pequeñas agrupaciones; el abuso, en el Estado y en las organizaciones delincuenciales. Generosidad a cuentagotas y crimen organizado. La migración es un conflicto que tiende a empeorar: gobiernos pésimos, cambio climático, sobrepoblación. Entre un Estado corrupto, dotado de leyes absurdas (esa fanfarronería que supone que todo ser vivo aspira a la nacionalidad mexicana), un crimen organizado que hacer ver a los benjaminitas como un jardín de niños, y carentes de una xenía que pueda dar sentido a los más primarios requerimientos éticos, nos topamos con un orden nuevo y mucho más complejo: los migrantes están dejando de ser pequeños grupos, o personas solitarias, y se vuelven organizaciones políticas.
El número y la organización cambia la especie: como grupo político son menos precarios y menos susceptibles de caer bajo el abuso de funcionarios o de grupos criminales. Es otro juego, para el que no hay nuevos dioses y solamente le queda aspirar a la racionalidad. Por lo pronto, no queda sino elegir la falta: o permitimos la violación de las leyes, o traicionamos la ética que exige reconocer la humanidad del otro.
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