Daniel Samper Pizano ha dicho que el propósito del cronista es contar historias a partir de un “desplazamiento descubridor”. Para el periodista colombiano, narrar los hechos del mundo exige, sobre todas las cosas, mirar con curiosidad: descubrir lo que estaba allí, lo que otros miraban pero no veían. Yael Weiss concibe el acto de trasladarse de un modo similar. “Quien empieza el tránsito —dice— también hace una confrontación consigo mismo”. Ese viaje, sin embargo, no siempre se inicia por la apetencia de conocer el mundo, sino por la necesidad irrenunciable de mejorar la propia vida.
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En el otoño de 2018, Weiss llegó a Tijuana, la bajacaliforniana punta del país, azuzada por el interés de imbuirse en la efervescencia de ese espacio limítrofe. Aficionada a los corridos, había alimentado sus expectativas con esa narrativa popular que le canta a las cosas semiclandestinas y al suspenso permanente. Esperaba recorrer las calles, visitar el muro y hablar con la gente para descifrar la mecánica fronteriza. Y entonces el azar puso en marcha su agenda de sincronías.
Semanas antes, unas 160 personas se habían reunido en San Pedro Sula, Honduras. Atraídas por la promesa de un porvenir más conveniente y la certeza de que su terruño se había convertido en una comarca de hostilidades, respondieron a una convocatoria difundida en redes sociales. Nada resume mejor su ímpetu que el lema que adoptaron: “No nos vamos porque queremos: nos expulsa la violencia y la pobreza”. En el transcurso de los días siguientes, al grupo de caminantes se integraron cabezas por centenas. Cuando llegaron al puente fronterizo con México, sumaban más de 4 mil. Se había constituido la primera caravana migrante.
La estancia de Yael Weiss en Tijuana coincidió con el arribo del contingente centroamericano. Ante la posibilidad de hurgar en las entrañas de este fenómeno, la escritora desechó su boleto de regreso a casa. Eligió, en cambio, quedarse a ponderar las experiencias de esa gente de a pie (nunca mejor dicho) que escapaba del oprobio. Se encontró entonces ante el tesoro más codiciado por toda persona dedicada a la escritura: una incógnita. “Las historias que cargan estas personas y las situaciones que enfrentan se me presentaron como un enigma”, cuenta la autora de Las cicadas. Sólo entonces surgió la idea de escribir una crónica. “Es mi manera de ordenar las cosas que veo, que siento y percibo”.
“Los muros de aire”, la pieza resultante de esa excursión —publicada en marzo de 2019 en la revista Este País— abre el libro homónimo donde la narradora y editora mexicana recoge sus “crónicas de frontera”. Son retratos contados desde la médula de la diáspora en los confines del país, al norte y al sur. Y son, también, muestras de la intimidad andante de mujeres, hombres e infancias que renunciaron a su pasado en busca de un futuro promisorio.
Una mañana, en el jardín de su casa al sur de la Ciudad de México, Weiss conversa con Laberinto sobre este libro publicado por el sello Debate.
Además de las ciudades del norte, visitaste el sur. ¿Qué puedes decir de la frontera austral?
Al llegar a Tapachula (Chiapas), sentí que estaba en la ciudad más cosmopolita de México. La cantidad de afrodescendientes, árabes, haitianos y cubanos en movimiento era impresionante. Los tapachultecos viven su cotidianidad de manera más discreta, en cambio los migrantes están en la calle viéndoselas. Todo el tiempo está atento al peligro y a las oportunidades. Por otro lado, está fuera de su vida cotidiana y de cualquier rutina. Solo está a la espera de continuar el tránsito y ocupado en sobrevivir. Por eso pienso que el migrante es una persona lista para dejarse narrar y escuchar otras narraciones. Hay un intercambio abierto todo el tiempo.
¿El riesgo permanente que enfrentan es un obstáculo para abrirse, para contar su intimidad?
La migración carga una paradoja: es un momento de mucho movimiento y al mismo tiempo está interrumpido por enormes playas de espera. Los muros están ahí para no dejarte pasar. Entonces hay que esperar el siguiente transporte o el siguiente contacto o que llegue tu dinero o la persona que te va a recoger. En esas playas de espera, las personas están dispuestas a platicar contigo. Sucede algo similar a la fotografía analógica: no puedes tomar mil fotos porque tienes un número limitado de tomas y el revelado es muy caro. Entonces, cuando encuentras un cuadro en el que pueden pasar cosas interesantes, colocas la cámara y esperas. Y a veces en esa espera transcurren muchas horas. Aquí ocurre lo mismo: te colocas en el lugar donde están circulando estas personas, abres los oídos, los ojos, y esperas. Es cuestión de tener paciencia. Siempre vas a obtener algo con esa técnica.
Por la manera en que narras, resulta evidente que, a pesar de las adversidades, quienes migran mantienen sus sueños y aspiraciones. Jamás pierden la convicción de que en algún momento lo van a lograr.
Eso es conmovedor y nos revela mucho del ser humano, que se puede adaptar a las peores situaciones. La capacidad de resiliencia de los migrantes es impresionante, porque lo que buscan es permanecer vivos. Y, sin embargo, incluso en esas circunstancias hay momentos para la risa, para levantarse y seguir. Ha habido momentos de la humanidad —los campos de exterminio nazis o el genocidio de la población tutsi en Ruanda, por ejemplo— en que quizás ya no era posible reír, porque había una auténtica muerte espiritual. Pero puedo asegurar que en casi todas las otras situaciones hay momentos en que la gente se junta y se ríe, donde las personas pueden todavía soñar. Ahí brilla la humanidad.
Cuando vemos de lejos la tragedia que viven los migrantes, pensamos que es algo terrible que no nos podría hacer reír de ninguna manera, pero cuando estás a pie de calle y aprendes a mirar con sus ojos, entiendes la manera de darle la vuelta a la situación. La genialidad del ser humano para quitarle importancia a las cosas es increíble, porque lo último que queda es la vida propia y queremos seguir vivos mañana.
Tus crónicas destacan que incluso dentro de la caravana la vida continúa: la gente se enamora, se enemista, algunos nacen y otros mueren. Es como si ese tránsito físico fuera también un tránsito vital.
Lo es. La gente continúa con su vida mientras se mueve. Son momentos de vida que ninguno de ellos va a olvidar jamás. No solo por lo terrible, también por los aprendizajes. Se necesita mucha fuerza y rebeldía para emprender el camino. Quien empieza el tránsito también hace un cambio dentro de sí mismo.
Con demasiada frecuencia se hace un uso político de las personas migrantes. ¿Es posible combatir esa narrativa?
No sé si sea necesario combatirla. De alguna manera hay que presionar las decisiones políticas. La literatura te permite ahondar en la humanidad de las cosas, en nuestras identidades, en cómo nos reflejamos y cómo nos identificamos con el otro. Permite ver los claroscuros de las personas que migran, tanto como los de las personas armadas que no los dejan pasar. Pero cuando hay que tomar decisiones tajantes y promover acciones, no nos podemos perder en la literatura. El terreno de la acción requiere más blanco y negro. Hay que luchar contra los discursos de odio, pero los discursos a favor a veces tienen que ser lacrimógenos, porque es lo que se necesita para mover a las masas, para generar acciones rápidas. No todo el mundo tiene la posibilidad y el tiempo de entrar a un relato literario. Si es necesario hacerlos llorar 30 segundos para que tomen acción, pues que lloren y que ayuden a las personas que lo necesitan. Un libro como el mío es lo contrario, es un llamado a reflexionar. Trato de mostrar más a fondo quiénes son estas personas, qué nos dicen de la condición humana y de nosotros mismos. Para lo inmediato, los medios y los activistas cumplen su función.
ÁSS