Mi primera noticia sobre Zbigniew Herbert, poeta polaco nacido el 29 de octubre de 1924 en Leópolis [1], estuvo a cargo de José Emilio Pacheco, mérito de su radar para identificar autores y obras de gran valía que desgraciadamente interesan poco o nada al mercado editorial. En 1992, el poeta de No me preguntes cómo pasa el tiempo lo dio a conocer en una modesta publicación de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco vía una breve antología, Informe sobre la ciudad sitiada, nombre de uno sus libros emblemáticos. Bastaron once poemas de Herbert en traducción de Pacheco para mostrarme la dimensión ética y poética de una de las voces señeras del siglo XX quien supo confrontar las trampas y las pesadillas del poder así como los espejismos de la historia.
La concesión del Premio Nobel en 1980 a Czeslaw Milosz (1911-2004) sirvió como una bengala para iluminar la gran poesía que se estaba escribiendo en Polonia, especialmente, desde la cuarta década del siglo XX. Poco a poco se volvieron dignos de una exploración mayor los libros de Tadeusz Rózewicz, Julia Hartwig, Wislawa Szymborska, Halina Poswiatoswska, Ryszard Krynicki o Adam Zagajewski. El sino histórico de esta nación eslava, preponderantemente católica, ha marcado a su población por generaciones cada una con el reto de librarla de la codicia y del poder de los países vecino que la han sometido por largos periodos. Después de siglo y medio de padecer el control de Prusia, del Imperio austrohúngaro y de la Rusia zarista, Polonia recuperó su independencia en 1918 al concluir la Primera Guerra Mundial, estatus que se vio interrumpido con la invasión de la Alemania nazi en 1939 y posteriormente por la URSS al concluir la Segunda Guerra Mundial.
Estos últimos avatares geopolíticos trascendieron en la vida y en la obra de los poetas polacos dando lugar a exilios más o menos consentidos por el régimen comunista, a disidencias intramuros con el escrutinio policiaco y de la censura y a exilios interiores en la aparente neutralidad de las aulas universitarias. Zbigniew Herbert pertenece a la generación que se mantuvo activa en los años feroces de la Segunda Guerra, conflicto que destruyó prácticamente a la capital del país. A este grupo se le conoce con el término “Kolumbowie”, palabra que aparece en el título de una novela de Roman Bratny, Kolumbowie. La quinta del 20. La poesía de esta camada es irreductiblemente apocalíptica. La conciencia de escribir a pocos kilómetros de los campos de concentración no inspiraba para escribir sobre las abejas libando néctar de flor en flor. O sí, a través de los mecanismos de la ironía y de la paradoja. Pero también, los espíritus más lúcidos, ante el pavor del reclutamiento voluntario o no del realismo socialista, buscaron en las vanguardias europeas y en la tradición de la poesía universal su árbol genealógico.
Para Herbert, la legitimidad histórica del poeta a “exhibir su ego dolorido” solo le provocó una mueca de fastidio y de incredulidad. En La verdad de la poesía, Michael Hamburger traza algunos apuntes sobre su obra a la que ubica en el capítulo “La nueva austeridad” donde coinciden poetas impuros y antipoetas, todos enemigos declarados respecto de los recursos formales y retóricos que la poesía lírica impuso como consustanciales por varios siglos. En tal sentido, cita Hamburger estas declaraciones del polaco: “La poesía como arte verbal me aburre. (…) Me dirijo a la historia no en busca de lecciones de esperanza sino para confrontar mi experiencia con la experiencia de los demás y para ganar para mí mismo algo que llamaré compasión universal” [2]. Ésa es una de las razones por la cual resulta común la recurrente aparición de la historia, la de la Grecia clásica con sus héroes contradictorios y divinidades licenciosas, la de la Roma Imperial con su cadenas de oro y sus envenenadores exquisitos: “He decidido volver a la corte del emperador/ Una vez más veré si es posible vivir en ella/ (…) debo ponerme de acuerdo otra vez con mi cara/ con mi labio inferior para que sepa curvarse despectivo/ con mis ojos para que permanezcan idealmente vacíos/ y con este mentón miserable/ la liebre de mi rostro/ que tiembla cuando entra el jefe de la guardia” [3].
Desde la publicación de su primer libro, Cuerdas de luz (1956), los más exigentes lectores del entorno polaco coinciden en que Herbert tiene madera, además de un hacha implacable, para escribir poesía. Los buenos augurios se multiplicaran con su segunda entrega, Hermes, el perro y la estrella (1957). Con su tercer título, Estudio del objeto (1961), deviene en un clásico vivo, una voz que maravilla y extraña con fábula o revisitaciones a mitos fundacionales, “Apolo y Marsias” o apostillas a obras cardinales de la modernidad, “Elegía de Fortinbras” donde nos obsequia una escena más a la más célebre de las tragedias de Shakespeare: “De algún modo tenías que perder Hamlet/ no eras para la vida/ creías en conceptos de cristal y no en el lodo humano/ siempre te retorcías como si en sueños cazaras quimeras/ masticabas el aire como un lobo únicamente para vomitar/ no sabías nada humano/ no sabías ni siquiera cómo se respira” [4].
Después vendrían libros de una serena madurez, aunque también, de una taimada y socarrona visión de la vida, Inscripción (1969), Don Cogito (1974), Informe desde la ciudad sitiada y otros versos (1983), Elegía para la partida (1990), Rovigo (1992) y Epílogo de la tormenta (1998). El personaje de don Cogito es una creación literaria seductora, un alter ego que camina de regreso de casi todo, del jardín de las delicias y de los holocaustos europeos: “El señor Cogito nunca ha confiado/ en los trucos de la imaginación// le sonaban falsos los conciertos/ del piano en la cima de los Alpes// no valoraba los laberintos/ la esfinge le causaba repugnancia/ (…) le encantaban/ el horizonte plano/ la línea recta/ la atracción de la tierra” [5].
Para el lector de lengua castellana, Lumen puso en circulación la Poesía completa (2012) de Zbingiew Herbert en una traducción con altibajos de Xaverio Ballester quien escribe un prólogo minucioso para entender el contexto histórico y literario del poeta además de un apartado de notas, valiosas y oportunas, para comprender ciertas claves de su obra. En el cotejo con las versiones de José Emilio Pacheco [6] y de Gerardo Beltrán, resalta un gusto preciosista del traductor español, un afán por lo redundante en ciertos pasajes amén del descuido recurrente en el devenir musical de los poemas vertidos a nuestra lengua. Por ejemplo, el final del poema “Para qué sirven los clásico”, Pacheco lo concluye así: “Si el arte elige como tema/ una jarra griega/ un almita destrozada/ con gran piedad por sí misma// lo que sobrevivirá tras nosotros/ será como el llanto de los amantes/ en un hotel de mala muerte/ cuando el papel-tapiz se descascara” [7]. Por su parte, Ballester quien titula la pieza “Por qué clásicos”, resuelve el final de esta forma: “siempre que el objeto de arte/ sea un jarrón hecho pedazos/ una pequeña alma en pedazos/ con gran conmiseración de sí misma// lo que tras nosotros quedará/ será como el llanto de los amantes/ en algún hotelucho sucio/ cuando el empapelado albea” [8]. En tanto, en el sutil y revelador “Sobre la traducción de poesía”, Beltrán lo aborda así: “Cuando el torpe abejorro/ se ha posado sobre la flor/ hasta doblar el fino tallo/ se abre paso entre las filas de los pétalos/ parecidos a hojas de diccionario…” [9]. La propuesta de Bellaster es este trasvase ripioso: “Como un abejorro zompón/ que se posó sobre la flor/ hasta que se encorvó el flexible tallo/ y ahora se abre paso entre filas de pétalos/ parecidos a hojas de diccionario…”
Tengo pendiente encontrarme con el Zbigniew Herbert ensayista y dramaturgo, con el crítico de arte. Pero por ahora quiero aprovechar la efeméride de su centenario para celebrar al enorme poeta, a ese mal consejero de la esperanza, a ese espíritu sibarita del goce efímero quien anotaba en “Una postal de Adam Zagajewaki” estas palabras incandescentes: “Esos pocos que nos escuchan merecen la belleza/ pero también la verdad/ es decir —el espanto” [10].
[1] El nombre de la ciudad cambiaría a partir de las ocupaciones extranjeras en el territorio de Polonia. Se llamó Lemberg, Lwów, L’viv y L’vov en el devenir de la posesión austrohúngara, polaca, soviético y ucraniana.[2] Hamburger, Michael, 'La verdad de la poesía', traducción de Miguel Ángel Flores y Mercedes Córdoba Magro, FCE, 1991, p. 256.
[3] De “El regreso del Procónsul” en Herbert, Zbigniew, 'Informe sobre la ciudad sitiada', traducción José Emilio Pacheco, UAM-Azcapotzalco, 1992, pp. 13-14.
[4] Op. cit., p. 18.
5] “El señor Cogito y la imaginación”, traducción de Gerardo Beltrán en Traslaciones, Tedi López Mills (Compiladora), FCE, 2011, p. 724.
[6] Pacheco trabaja sus aproximaciones a partir de las versiones al inglés realizadas por Czeslaw Milosz, Bogdana Carpenter y John Carpenter.
[7] Op. cit, pp. 26-27.
[8] Herbert, Zbigniew, Poesía completa, traducción Xaverio Ballester, Lumen, 2012, p. 331.
[9] Op. cit, p. 117.
[10] Op. cit., p. 537.