Tras el éxito de su colaboración en series de televisión como la de Luis Miguel o Un extraño enemigo, el autor de títulos como Fallas de origen o Cuervos, Daniel Krauze, vuelve al mundo de los libros con la novela Tenebra, en la que no sólo apuesta por recrear la realidad de un país carcomido por la corrupción, sino el drama más amplio de una sociedad sin valores y a la deriva, retratando la crisis del hombre contemporáneo, una crisis que no tiene fronteras ni perspectivas de solución.
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FRAGMENTO
Martín
Mis papás y mi hermana no han llegado, así que me alivia cuando entra un trío de compañeros de la preparatoria a hacerme compañía. Bernardo, que trabaja para el presidente municipal, es el último en pasar por la puerta. Las playas no están hechas para los velorios: por cumplir con el traje oscuro todos están bañados en sudor.
Estoy consciente de cuánto pelo he perdido: un día me veré en el espejo y lo que antes era una mata castaña, casi rubia, será un toldo de calvicie cuarentona. También he engordado. El peso es una de las víctimas colaterales del divorcio. Alicia me dejó de cocinar y alimentarme se volvió una tarea en vez de un placer. Lo que haya es bueno: hamburguesas, tacos de canasta, sándwiches del Oxxo. El resultado es esta barriga que se nota hasta cuando me pongo bata y estas tetillas que cargo donde otros hombres, más jóvenes y disciplinados que yo, tienen pectorales. Comparado con Bernardo, no obstante, yo sigo siendo el mismo. Me cuesta trabajo encontrar a mi compañero del colegio, el que presumía su abdomen cuadriculado, el de la risa aguda y contagiosa, el que me pedía que nos robáramos las cuatrimotos de mi papá para ir a ligar gringuitas. Si no fuera por su traje creería que es un náufrago al que acaban de rescatar.Tiene un fuego costroso en la orilla de la boca, los cachetes inflamados y las manos tatemadas por culpa del sol.
—Pareces Robinson Crusoe —le digo, después de abrazarlo.
—¿Parezco qué?
—Estás todo quemado.
—Échate dos días coordinando rescates al aire libre
y a ver cómo quedas tú.
—¿Qué? ¿Sí estuvo muy feo?
Bernardo se lleva los dedos a la frente para sobarla.
Creo que le hace falta una aspirina.
—Nueve muertos. Quién sabe cuántas familias se
quedaron sin casa. No tenemos ni dónde ponerlas.
—¿Acá en el pueblo?
—En el pueblo, en el ejido, por todos lados.
¿Le digo que lo lamento? ¿O las condolencias están
reservadas para los muertos a los que estás velando en ese instante? Bernardo ve el ataúd sin tristeza. No hay nada dentro. Lo señala inclinando la cabeza.
—¿Tú cómo te enteraste?
Le doy la versión larga. Lo que sea para matar el tiempo.
Matilda durmió junto a mí, en el extremo de la cama que antes era de su madre. Sus manos prensaban la almohada, frunciendo la tela entre sus puños rosas. Balbuceaba con angustia; incluso dormida atora la lengua en las consonantes. Algún horror infantil la asediaba: arañas, la oscuridad, extraviarse en la calle. Lo que tememos antes de que la vida nos enseñe a qué le debemos temer.
Me había despertado un sueño, benigno y confuso como los mejores sueños. Salía al balcón y me encontraba con un amanecer de ceniza y ámbar. En el edificio de enfrente, un departamento tenía las cortinas corridas. Una mujer rondaba allá adentro, tapándose el vientre con las manos. Una ventisca me sacudió el pelo y escuché el mar muy cerca. Abajo, en la calle, rompían las olas.
Entré a internet en busca de información sobre el huracán Héctor y, al no encontrar nada útil, le marqué a mi hermana. Me mandó a buzón. Lo único que me quedaba era seguir frente al teléfono. En cuatro horas tenía que despertar a Matilda para llevarla al kínder. En seis debía ir al juzgado para presentar pruebas en el juicio de reparación por daño moral que estaba llevando por parte del demandado y que voy perdiendo en tiempo récord. En ocho una cita con Arturo, tío de mi amiga Beatriz y el dichoso demandado. Mientras tanto, no tenía manera de saber cómo estaba mi familia. No pude dormir.
Matilda se bañó y vistió sin exigirme nada a cambio. A veces se niega a ponerse los zapatos si no le prendo la tele o a hacerse la cola de caballo si no le pongo su canción favorita de Katy Perry. Era un milagro que die-ran las siete y ella ya estuviera en el asiento de atrás, con la mochila sobre los muslos, viendo las gotas de lluvia que se deslizaban horizontales sobre el cristal del coche.
Lleva tan poco tiempo siendo una persona —una persona con películas favoritas, comidas que odia, un vocabulario, gestos e intereses propios— que no la co-nozco suficiente como para descifrar su estado de ánimo. Los niños son una rara mezcla de clichés y especificidades. Todos quieren el mismo juguete de moda, pero sus reacciones cuando lo obtienen nunca son iguales. Y cuando Matilda es Matilda, y no una niña intercambiable con cualquier otra, no logro entenderla. ¿Estaba molesta conmigo? ¿No le gustan los días grises? ¿Extrañaba a su mamá?
—¿Pape? ¿Verdad que no tengo que ir a comer a casa de Cynthia si no quiero? —me preguntó, mientras yo tocaba el claxon para que avanzara la fila de coches que lleva a la entrada del kínder.
—¿Quién es Cynthia?
—Una niña que me invitó a comer a su casa.
La voz displicente de mi hija es la voz displicente
de mi exesposa, igual que sus ojos cobrizos y azorados, las pecas en sus hombros y la forma en la que sacan la lengua cuando un bocado les disgusta.Ver a Matilda es como hallar el rostro de tu enemigo cada vez que te miras al espejo.
—¿Y qué tiene de malo la casa de Cynthia?
—No sé. Huele raro. No tiene iPad, nunca hay postre y su mamá le pone huevo al arroz.
—¿Y ella te cae bien?
—No sé.
—Pues si no te gusta no vayas. —Nuestras miradas se encontraron a través del retrovisor—. Hay lugares que no son para uno. Seguro Cynthia encontrará alguien como ella que quiera ser su amiga.
Se sintió bien dar un consejo sin medias tintas.
—Adiós, Pape —me dijo, como me ha dicho desde que empezó a hablar, y después se bajó del coche y corrió hacia la puerta del colegio. La lluvia en el parabrisas distorsionaba la imagen de su mochila azul, alejándose de mí hasta que desapareció detrás del portón de metal.
Cada vez que un semáforo me detenía revisaba el teléfono, buscando las mismas palabras: Héctor Cozumel, Héctor Huracán, Huracán Fallecidos. Cuando me bajé del coche, la mancha multicolor ya estaba por el golfo de México. La compasión tiene límites: me alegró que Héctor anduviera por otros rumbos.
Los juzgados mexicanos son los rincones más lamentables de la lamentable burocracia mexicana, y cualquier estudiante de preparatoria que quiera ser abogado debería visitarlos: no se me ocurre una mejor manera de reducir el número de ingresos a la carrera de Derecho. En la oficialía de partes a veces me atiende una burócrata obesa, fanática de los tacos de chorizo, que ensucia mis documentos con huellas de grasa. A veces me atiende un burócrata tilico, su rostro prematuramente arrugado, que no deja de bostezar. Ese día me tocó un tipo de cabello abundante y canoso, con piel color papel de estraza, que debe llevar ahí medio siglo.
—Buenos días, licenciado —me dijo, con ese letargo mexicano que hace de tres palabras una sola.
Recargué el portafolio sobre el muslo para botar la hebilla y después lo coloqué sobre el mostrador. No olía a cuero viejo sino a frutas químicas, como goma de mascar.
—¿Todo bien, licenciado?
Le pedí que me regalara un minuto y abrí el portafolio. Sentí papel y después un grumo pringoso. Nunca compro dulces, pero quizás Irma —con ese afán suyo de darme golosinas— metió un paquete de mentas con chocolate ahí. Del otro lado de la ventanilla, el burócrata se rascaba la barbilla.
Saqué la mano y descubrí mis nudillos embadurnados de pasta de dientes. Me llevé un dedo a la boca y me supo a menta y un poco a frutas. Era la pasta de Matilda. Y no vertió un poco dentro. Todos los documentos estaban pegados unos a otros, las hojas adheridas al fólder y el fólder al interior del portafolio. Debió exprimir el tubo entero y luego distribuir meticulosamente el contenido sobre los papeles, sin dejar una esquina limpia.
—¿Trabaja en el baño, licenciado?
—No, no —le respondí—. Mi hija.Tiene seis años.
—¿Y no quiere imprimir otra copia?
Nadie revisaría con seriedad un escrito de ofrecimiento de pruebas cubierto de pasta de dientes olor tutti frutti. Pedí una disculpa, guardé los documentos y cometí el error de limpiarme las manos con el gel desinfectante que tienen a la salida del juzgado. Mis manos escurrían antiséptico y pasta y no tenía con qué limpiarme. De camino al estacionamiento paró de llover.
Arturo tocó el timbre a mediodía, siempre puntual para recibir malas noticias, caminando por el despacho como si el aire fuera una sustancia viscosa. Traía su traje fúnebre, la hebilla del cinturón a varios agujeros de la tensión correcta y los puños de la camisa con manchas amarillentas cuyo origen preferí no averiguar. A veces llega acompañado de Alvin, un basset hound, su mascota y gemelo. Los dos tienen el cuerpo abatido por la gravedad, los cachetes flácidos y la mirada derretida de quien no sería feliz aunque ganara el Melate. En los muslos y la solapa del traje de Arturo encuentro los pelos cafés, blancos y negros de su perro. Sospecho que duermen abrazados.
—¿Cómo vamos con ese ofrecimiento de pruebas, Martín? ¿Ya fuiste al juzgado?
Le dije que no había podido completar el trámite esa mañana, pero que volvería más tarde. No sé si me escuchó. Se acomodó el cabello mal cortado detrás de las orejas y después tomó el frasco de cristal que Irma insiste en llenar con pequeños chocolates y mentas. Las envolturas crujían mientras Arturo extendía los dedos en busca de un chicloso al fondo del recipiente. No tardó en admitir su derrota y verter el contenido del frasco sobre el escritorio para dar con el dulce.
—¿Y crees que todo salga bien?
—¿Qué quieres que te diga? Lo que necesitamos es que se presente a testificar tu fuente.
—Le voy a volver a mandar un correo aVíctor exigiendo que nos veamos. —En boca de Arturo, exigir suena a pedir, pedir a suplicar, suplicar a rendirse.
Le mentí, por piedad:
—Me parece una buena idea.
Arturo se limpió la boca con los nudillos y me señaló el rostro.
—¿Qué te pasó ahí?
—Nada, me tropecé el otro día jugando con mi hija.
—¿Qué edad dices que tiene?
—Seis.
—¿Cómo se llama? ¿Matilde?
—Matilda. Con «a» al final.
—¿Y por qué? —me preguntó, como si la niña se llamara Escusado o Aspirina.
Hace unos meses, antes de ser un desempleado triste y jodido, Arturo era un secretario de redacción de un portal de noticias, igual de triste y jodido, pero con un sueldo y una oficina. Ambos se le fueron gracias a un artículo que publicó sobre un grupo de políticos y empresarios con cuentas en paraísos fiscales. Los políticos apenas si levantaron una ceja. Los empresarios tampoco dieron acuse de recibo, salvo un tal Manuel Camposeco, que presentó una demanda contra Arturo para obtener la reparación por daño moral exigiendo el pago de daños y perjuicios, aduciendo que por culpa del artículo había perdido clientes y, por lo tanto, dejado de percibir ingresos. Para evitar que los efectos de la demanda también los afectaran a ellos, el portal corrió a Arturo. Desde entonces no ha encontrado trabajo y le frustra. Todas nuestras reuniones desembocan en ese tema.
—No me han vuelto a hablar de Reforma o El Universal. A este paso, hasta La Razón me va a mandar a la chingada —dijo, viendo la ventana—. Me voy a sacar los ojos si no puedo escribir.
—¿Por qué no te vas de viaje? Imagínate un rato en la playa. Tu liquidación no estuvo mal.
—Con eso no alcanza ni para la quinta parte de la indemnización que está pidiendo Camposeco. Apenas tengo dinero para pagarte, y mira que has sido considerado con tus honorarios.
—Ni lo menciones —le dije y sonreí, o fingí sonreír, porque en efecto no necesitaba mencionarlo. Así como él no deja de pensar en su asunto, yo no dejo de pensar en los dos pepinos que recibo a cambio de esta friega. Por fortuna tengo algo ahorrado de los años que pasé en el otro despacho, antes de abrir este próspero negocio.
—Tienes que hacer algo para distraerte. Ve al teatro, júntate con tus amigos.
—Después de los sesenta los amigos se cuentan con los pulgares. La única persona que tengo cerca es mi sobrina.
Consciente de que Arturo estaba al borde de la catatonia, le dije que confiaba en el resultado, sobre todo en la solidez de la prueba testimonial, y en que él lograría convencer a Víctor de atestiguar.
—¿Tú crees que sí me conteste? Hasta ahora lo único que he conseguido es que me bloquee en el Facebook.
—Ya verás que te va a buscar —le dije con la certeza de que Víctor jamás le volvería a dirigir la palabra por miedo a perder su empleo en una de las empresas de Camposeco—. Y con que él testifique ya estamos.
Me despedí de él, acompañándolo al elevador con una mano sobre el hombro. Caminaba con largas zancadas. Mi instinto era abrazarlo antes de que se fuera, pero me contuve.
—Cuídate, hombre —me dijo—. Ni quién te crea que eso no fue un golpe. Mira que agarrarte a madrazos a tu edad. Eso es para chamaquitos de prepa. Ahora entiendo por qué se preocupa tanto por ti la Beatriz.
—Beatriz siempre está preocupada por mí.
—Te quiere.
Se abrieron las puertas del elevador.
—Tú estate tranquilo.Todo va a salir bien.
El elevador engulló a Arturo y las puertas se cerraron sin que él se diera la vuelta para despedirse de frente. El engranaje del elevador —sus cables, motores y poleas llevando a mi cliente hacia la planta baja— sonó torpe y pasmoso; adecuado para la situación.
Regresé a la oficina, compuesta por dos espacios: el lobby, donde Irma se pintaba las uñas de un amarillo color mango de manila, y mi oficina, un cuarto donde apenas cabe el escritorio, el archivero de metal y el librero que decoré con mi título y unos cuantos libros de segunda mano que mi secretaria compró en el Centro.
Irma me trajo un café. Sabía a guayaba rancia.
Aparté la taza de la boca.
—¿Qué le pusiste?
—Dos de Splenda, leche de soya y una ramita de canela, licenciado.
Supongo que Irma improvisa para entretenerse. Al día recibe tres llamadas en promedio. Una es de mi mamá, otra de Arturo y la última del banco, ofreciendo promociones. Le gusta quedarse cotorreando con el representante de Bancomer sobre tarjetas y líneas de crédito que nunca contratamos.
—¿No le gusta? ¿Le traigo uno nuevo?
—Así déjalo. —Le hubiera roto el corazón si rechazaba su horroroso coctel.
Irma sonrió —sus labios manchados de lápiz labial púrpura— y después se dirigió a la puerta, meneando el cabús.
—Si quieres ya te puedes retirar. ¿Sabemos algo de nuestro pasante?
—Habló en la mañana, licenciado. Que se intoxicó con mariscos ayer.
—Se intoxicó con quince mezcales, qué.
Con la autorización de Grupo Planeta México, compartimos con nuestros lectores un fragmento de Tenebra (Seix Barral).
PCL