Leer a Haruki Murakami es adentrarse por recovecos donde la obscuridad resulta ser nuestra única guía.
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Cada una de las páginas que uno va leyendo acrecienta esa atmósfera que genera el escritor japonés y que nos envuelve de tal manera que uno termina preguntándose si no se está dentro de un sueño.
Pero, ¿un sueño de quién? ¿De Murakami? ¿De los personajes? ¿De nuestro subconsciente? Dicha sensación y esa incertidumbre perturban a nuestra psique; sin embargo, también la enganchan como ese sueño que estamos conscientes que soñamos, pero del que no podemos despertar pese a que deseamos hacerlo aunque, contradicciones oníricas, al mismo tiempo nos termina resultando atrayente y hasta seductor.
Así son las historias relatadas por el escritor. Y su obra, lanzada en febrero de 2017, titulada La muerte del comendador no es la excepción.
Se trata de una novela que está dividida en dos amplios volúmenes (y la más larga hasta ahora), y en sus páginas están todos los elementos murakamianos (pozos, soledad, música clásica, escritores rusos y, aunque sea de refilón, los gatos) en un juego donde un perturbador cuadro, que alude a la ópera Don Giovanni de Mozart, resulta ser el misterioso eje-puerta del protagonista, un pintor que tras su rompimiento amoroso se refugia en una cabaña en las montañas de Odawara, al oeste de Japón.
Durante nueve meses, su ensimismamiento se verá retado por seres sobrenaturales, por un pasado nazi instalado en el cuadro creado como el enigma depurador de un pintor tan connotado como hermético, un vecino tan perfecto como misterioso y una adolescente tan tímida e inteligente como preocupada por el crecimiento de sus senos.
Piezas disímbolas que con el fino hilo de Murakami se entrelazan para dar el mensaje: en esta vida todo puede ser, para bien o para mal, una metáfora de nuestro andar.
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Del escritor Murakami juega en ese escenario reservado para unos cuantos: el exitoso novelista, vendedor best seller y un escritor con prestigio que lo hace cada año estar en las ternas para recibir el Nobel.