Currículum de autor

Los paisajes invisibles

En el pasado, el currículum vitae de los escritores que se imprime en las solapas solía ser escueto, cien por ciento informativo. En el pasado...

El resumen de vida publicado en las solapas dice mucho, demasiado del autor, pues los más brillantes suelen dar al editor textos modestos
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

En el pasado, el currículum vitae de los escritores que se imprime en las solapas solía ser escueto, cien por ciento informativo. En no más de 500 caracteres se indicaba que X nació en tal lugar en mil novecientos lo que sea, cursó estudios de esto y aquello, y es autor de… y enumeraba la bibliografía por fecha de aparición, en ocasiones por orden de importancia, seguida de los premios que el virtuoso había cosechado en su ardua trayectoria. Algunos libros ni siquiera incluían la mentada nota biográfica pues los méritos o el renombre del poeta o narrador o ensayista no requerían de santo y seña, los lectores ya estaban familiarizados con su trabajo o se guiaban por la fama que garantizaba una buena inversión para sus sagradas bibliotecas. El resumen de vida publicado en las solapas dice mucho, demasiado del autor, pues los más brillantes suelen dar al editor textos modestos, se conforman con solo incluir el listado de publicaciones y uno que otro galardón, confían en que el lector se lance de inmediato a la obra ya que al fin y al cabo eso es lo que importa y no si se graduó en una universidad pomposa o si habla más de tres idiomas. Hoy las cosas son distintas. Las editoriales, quizá urgidas de impacto para sus productos o por el chabacano afán de romper el canon, decidieron incitar a sus autores a redactar currículos “divertidos” o “irreverentes” o “simpáticos”, y ya son una plaga los escribanos y escribanas que se describen a sí mismos mediante baladronadas y chistes de pastelazo con la intención de parecer atractivos y súper buena onda para los compradores de unos mamotretos que resultan más sosos que, por ejemplo, el perfil de Y, la señorita que “se dedica al ambulantismo diletante, es literata por tentación y cuando no tiene de otra trabaja como cuentista, feminista y ensayista pero eso sí, no lava los trastes”, o de Z, “un gritón irredento, ciclista empedernido y filólogo olvidadizo. Si no está volcado en la redacción de una novela hace el amor o afina pianos y castra gatos”. Barrabasadas como esas, y aún peores, desperdician tinta en las solapas o contraportadas porque el currículum de autor ya es todo un género para el artista sobrado de bufonadas y escaso de talento. Y es que mientras más pretenciosos y ridículos sean los perfiles con que los escritores se presentan, el detector de bazofia que todo buen lector lleva en el instinto comenzará a repicar escandalosamente y lo apartará del libro del “vagabundo de las cosmopistas y electricista cerebral experto en desconectar sinapsis por sinapsis. Escribe cuentos para no trapear la sala tres veces al día” o de la muchacha “diagnosticada con síndrome de Tourette desde los siete años. A través de la novela controla su coprolalia compulsiva, lo que puede advertirse en la prosa bizarra e incisiva de su telúrico relato. Le gustan las zarigüeyas, es vegana de lunes a jueves y nunca da propina” o de la señora que “teje por la noche, lee en la madrugada y crea de 8 a 12. Dejó el azúcar y el café pero es adicta a la hermenéutica y el posmodernismo. Practica el yoga en una región ignota del hiperespacio”. No sé, pero cada vez que leo notas de vida de ese estilo en solapas y cubiertas colijo que el socarrón ignora que no es su mente sino su ego el que ensaya su epitafio.

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