Era cobarde, gruñón, envidioso y mezquino pero cuando estaba de buen humor o quería hechizar a sus oyentes, V.S. se transformaba en un orador impecable o adoptaba un garbo más exquisito que el de un lord de vieja cepa, y lo mismo sucedía cuando algún devoto se prosternaba ante su corta estatura y suplicaba su bendición en el espinoso oficio de las letras. Entonces era magnánimo. Daba lecciones, espoleaba las ideas, picaba el orgullo para que el aspirante exorcizara la humildad y se empeñara en alcanzar la cima a toda costa porque el escritor, decía, no solo crea mundos paralelos sino que también, a golpes de imaginación, puede concebir el destino verdadero.
Veamos si no: en A la sombra de Naipaul, Paul Theroux revela un insólito giro del porvenir en la vida del gruñón, cobarde, envidioso, mezquino, mal hablado y resentido autor trinitario que obtuvo el Nobel en 2001 y que, a su modo, fue como su propio personaje de Una casa para Mr. Biswas. En la década de 1960, Theroux, V.S. Naipaul y su esposa Patricia hicieron un viaje a Nairobi, que V.S. aprovechó para proponer a los comisarios de la India, los diplomáticos ingleses y estadunidenses y a quien quisiera escucharlo, una expedición punitiva a África, indignado por el “trato hostil” que los nativos daban a los indios. Por fortuna nadie le hizo caso, aunque su perorata bélica se volvió el tema preferido en las cenas y cocteles con políticos, empresarios y aristócratas, y agregó más octanaje a la hiel de su temperamento. El último día pararon en Queen’s Road. Patricia quería comprar telas coloridas y Naipaul y Theroux esperaron en el pórtico. Ahí había una niña india de seis o siete años con su ayah africana. Vestía un sari rosa y unos bombachos de pujanbí, elegante como para una fiesta. A Theroux le hizo gracia la pequeña e intentó conversar con ella pero solo se topó con su indiferencia de la chiquilla mimada y grosera, y Naipaul comenzó a soltar dicterios en contra de los niños y, sobre todo, de los adultos que eligen ser padres: “No quiero tener hijos. No quiero leer acerca de los niños. No quiero verlos”.
El azar puede adoptar una parábola novelesca. Escribe Theroux: “La lógica y las revelaciones del tiempo resultan de lo más extrañas. La niñita viajaría a Pakistán y, treinta años después (mientras Pat agonizaba en una vistosa casita que, en la época en que viajamos a Nairobi, se hallaba en ruinas y habitada por dos ancianos campesinos de Wiltshire), adulta y divorciada, se encontraría de nuevo con Vidia, quien, ignorante, al igual que ella, de que se habían visto antes, se enamoraría de ella.
“¿Cómo podríamos saber que la niñita abanicada por su ayah africana en aquel porche de Nairobi acabaría por convertirse en lady Naipaul?”
La esencia de Mr. Biswas en la novela de V.S. eran el afán, la voluntad y la porfía por cumplir todos sus anhelos. ¿Será entonces que cuando en aquel lejano pórtico vio a esa niña malcriada, caprichosa y tan grosera como él, soltó las riendas de la imaginación y comenzó a redactar un capítulo a futuro? La niña de Nairobi se llamaba Nadira Khannum Alvi. Y otra vuelta de tuerca: ella fue quien instigó la irreparable ruptura en la amistad entre Theroux y Naipaul.