Cuando observamos casi cualquier operación arquitectónica o urbanística, nos cuesta trabajo valorar el papel de los objetos en su contexto. Es posible que una sola intervención en particular, construcción o paisaje, tenga la capacidad para transformar la percepción de un entorno completo, pero estos casos son muy poco frecuentes.
En general, es más importante que haya coherencia entre los objetos y los lugares donde se localizan, incluso se puede decir que no es la obra específica la que aporta valor a su lugar sino la interacción entre ambas.
Este fenómeno es claro en la Ciudad Universitaria y en el contexto general del Pedregal. En principio debe tomarse en cuenta su origen volcánico y el modo como la lava obstaculizó por muchos años la urbanización de la zona. El antecedente directo fue el fraccionamiento iniciado en 1945 por Luis Barragán y los hermanos Luis y Alberto Bustamante, quienes adquirieron los terrenos a muy bajo costo, pero tuvieron la visión paisajística que nadie tuvo en épocas anteriores.
También el artista Diego Rivera a principios de los 40 concibió la idea del Museo Anahuacalli y de la Ciudad de la Artes, proyecto que no se llevó a cabo pero que preservó una gran extensión de tierra que se mantiene como reserva.
Estos antecedentes prepararon las condiciones necesarias para la planificación y construcción de CU, solo unos pocos años después el gobierno de México tomó la decisión de instalar el campus más grande y notable de Latinoamérica en los terrenos volcánicos del sur de la capital, una operación de gran escala que dio origen a esta obra, declarada como patrimonio de la humanidad en 2007. Ciertamente no es ningún edificio en particular ni diseño urbano o paisajístico aislado los que dan importancia al conjunto, sino su funcionamiento integral.