Lo primero que se aprende en Grabados mexicanos de la vanguardia, en el Museo Metropolitano de Arte, de Nueva York, es que el grabado ha sido fundamental en el arte y los medios de comunicación de México desde que los colonizadores españoles llegaron con grabados devocionales en madera en el siglo XVI.
Tres siglos más tarde, las madonnas y los esqueletos impresos en tipografía viajaron a todos los rincones de la vasta y multicultural nueva nación en hojas grandes y periódicos; durante la Revolución Mexicana (1910-1920), fueron los llamativos carteles de plutócratas amenazadores los que incitaron a los campesinos.
Después de la Revolución, el artista de origen francés Jean Charlot, que pasó décadas en México, donó grabados al Museo Metropolitano de Arte y finalmente, actuando en nombre de la institución, compró más de 2 mil obras de artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco, Rufino Tamayo, Julio Ruelas y José Guadalupe Posada.
Según el curador Mark McDonald, casi todas y cada una de las 130 litografías, serigrafías y xilografías expuestas en grabados mexicanos proceden de la colección que construyó Charlot. Van desde una Virgen de Guadalupe del siglo XVIII sobre seda blanca, hasta una serie de coloridas serigrafías del artista de origen guatemalteco Carlos Mérida que documentan trajes y danzas regionales.
La mayor parte de la exposición, y su verdadero impacto, se centra en dos momentos: finales del siglo XIX, cuando Guadalupe Posada introdujo el esqueleto extrañamente encantador que llegó a servir para todo, desde la caricatura hasta el dibujo animado, y principios del siglo XX, cuando artistas como Rivera trabajaban para un periódico alineado con el Partido Comunista llamado El machete.
Desde un punto de vista estilístico, las obras de la exposición son tan variadas que rozan lo abrumador. Está el vigor inquebrantable de El machete, la serena pulcritud de los héroes campesinos litografiados de Rivera, la rica textura de un linograbado de Elizabeth Catlett, quien pasó gran parte de su vida en México. Pero históricamente la historia es igual de complicada, así que llamé a Patricia Escárcega (PE), periodista y crítica que a menudo escribe sobre arte mexicano y chicano, para hablar de eso. Estos son los extractos de nuestra conversación.
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Will Heinrich (WH). Muy cerca del principio de la exposición hay una serie de grabados de José Guadalupe Posada, entre ellos una hoja suelta de 1895 en la que satirizaba a los principales periódicos mexicanos representándolos como esqueletos montados en bicicleta. Los esqueletos son un recurso formal sorprendente al que Posada volvió una y otra vez, y se convirtieron en una especie de emblema de la cultura mexicana, al menos en torno al Día de Muertos, que se celebra la semana que viene, cuando las familias recuerdan y celebran a sus seres queridos fallecidos.
—Pero, ¿de dónde proceden? ¿Son aztecas? ¿Son católicos? ¿Existían antes de Posada?—
Patricia Escárcega (PE). Los grandes periódicos mexicanos de la época son representados por Posada como esqueletos, o calaveras, que corren en bicicleta alrededor de una pista circular para criticar su asociación con el régimen corrupto de Porfirio Díaz.
Es casi seguro que Posada se vio influido por el artista gráfico mexicano del siglo XIX Manuel Manilla, un contemporáneo en cuya obra también aparecían imágenes de esqueletos. Aún no se habían excavado yacimientos arqueológicos como los famosos “altares de cráneos” aztecas, aunque es razonable suponer que habría estado expuesto a las representaciones indígenas mexicanas de la muerte. Y también estaría familiarizado con la aparición de esqueletos en tradiciones gráficas europeas como la “danza macabra”, transmitida a México a lo largo de tres siglos de dominio colonial español.
—WH.¿Posada vivió el éxito de sus calaveras?—
PE. Lamentablemente murió sin dinero ni fama, y fue enterrado en una fosa común. Hay muchas cosas que no sabemos de él; sabemos que ejerció una profunda influencia en las celebraciones modernas del Día de Muertos en México y Estados Unidos. Los concursos de disfraces de La catrina y los desfiles de moda, basados en el famoso grabado de Posada de un esqueleto femenino con un enorme sombrero de plumas, se han convertido en algo habitual en estas celebraciones.—WH. Es difícil encontrar un artista que fusione mejor la propaganda pura con el arte plenamente realizado que Diego Rivera. Su litografía de 1932 Emiliano Zapata, que recapitula una sección de un mural suyo en Cuernavaca, es tan exuberante como una Madonna renacentista: hay tanto simbolismo abierto, muchos más detalles de los que son estrictamente necesarios—
PE. Durante la Revolución Mexicana, Zapata fue el principal dirigente de una revuelta campesina en Morelos, en el centro-sur de México. Los zapatistas luchaban por recuperar las tierras y los recursos dominados por las haciendas, que eran esencialmente plantaciones que acabaron con los pueblos indígenas y crearon un sistema de peonaje.
Rivera humaniza y mitifica a Zapata, a quien no se muestra con un elegante traje de charro, sino con la ropa blanca y las sandalias huaraches de los campesinos. Es un hombre del pueblo, pero también es una figura enigmática con un etéreo caballo blanco, como una criatura de un libro de fábulas infantiles. Es una imagen seductora y poderosa.
—WH. En cierto modo, Rufino Tamayo (1899-1991) es el opuesto de Rivera. Incluso en una xilografía como El revolucionario, realizada alrededor de 1930, se nota que le gusta la política a medias. Se trata de una obra profundamente idiosincrásica, falsamente naif pero inquietante, en la que parece que todo gira en torno a la expresión personal del artista.—
PE. A Tamayo no le preocupaba utilizar el arte para hacer declaraciones políticas o didácticas. Le preocupaban más cosas como el color y la forma. No es que no le interesara explorar la cultura o la historia mexicanas. Era oaxaqueño y zapoteco de nacimiento, y gran parte de su obra se basa en esta herencia. Pero también le interesaba mantener una conversación con el mundo en general: pasó gran parte de su carrera trabajando en Nueva York y París, y durante su periodo neoyorquino estuvo profundamente influido por las obras modernistas de Georges Braque, Henri Matisse y Picasso.
—WH. Sin embargo, ¿qué pensaba de la revolución?—
PE. No estaba tan abiertamente a favor de ella como sus contemporáneos. Le preocupaban la violencia y la inestabilidad.
—WH. Algo como el “Cartel de celebración de la victoria aliada”, de Ángel Bracho, en cambio, es totalmente directo con su política. Incluye banderas británicas y estadounidenses, una esvástica ardiendo, una estrella roja resplandeciente, letras de imprenta rojas al estilo soviético. También me llamó la atención que, como en otros trabajos del Taller de Gráfica Popular (TGP), la composición de la obra es igualitaria: cada elemento, ya sea texto o imagen, tiene espacio para hablar por sí mismo.—
PE. En su apogeo de posguerra, el TGP, un influyente colectivo de grabadores fundado en Ciudad de México a finales de la década de 1930 y que sigue activo en la actualidad, publicó cientos de carteles, volantes y otros objetos efímeros para apoyar causas políticas de izquierda y progresistas.
En cierto modo, el TGP ayudó a resucitar el legado de Posada imprimiendo algunas de las primeras ediciones limitadas de alta calidad de sus planchas y bloques. Al menos al principio, su producción artística se guiaba por un proceso democrático: los miembros colaboraban en los diseños y grabados, que generalmente no llevaban el nombre de ningún artista. Así que puedes sentir el peso de muchas mentes trabajando en estos grabados; puedes sentir las contribuciones de mucha gente.