Homero Aridjis llegó a Ciudad de México cuando rondaba los 20 años de edad, sin conocer el mundo cultural, sino con la única intención de convertirse en poeta, y desde aquel tiempo ya tenía la manía de llevar un diario secreto, que le sirvió para reunir “situaciones con escritores, pintores, amigos: presenciaba cosas, diálogos, me enteraba de chismes y los almacenaba en mi memoria, pero a veces tomaba nota”.
Buena parte de esas historias se encuentran recopiladas en el libro Los peones son el alma del juego (Alfaguara, 2021): una novela de autoficción, no precisamente autobiográfica, en la cual se aparecen algunos integrantes del mundo cultural, especialmente literario, que le tocó conocer aquellos años, bajo un convencimiento: “Cuando uno llega a los 80 tiene derecho a revivir el pasado.
“No quería hacer algo que comenzara con un ‘me acuerdo de…’, con esa monotonía del pasado. Quería que fuera una cosa vívida: me encontraba con Juan Rulfo, por ejemplo, y no me encontraba con un monumento, sino con una persona. El primer encuentro con él, cerca de Reforma, vimos a un hombre tirado en el pasto, en la noche, hurgando el suelo, buscando sus dientes, no veíamos al autor de Pedro Páramo, sino a un hombre al que levantamos del suelo y llevamos a su casa”, cuenta el escritor en entrevista con M2.
Si bien Aridjis reconoce que hay ocasiones en las que el pasado se vuelve ficción, uno ya no sabe si lo vivió o no, “los sueños y los recuerdos se confunden”, su idea fue ofrecer una especie de retrato de un mundo intelectual tratado de manera solemne por la crítica y por los historiadores: “Por ejemplo, mataron a Villaurrutia, se suicidó Jorge Cuesta, ha habido muchas peleas internas, rivalidades y nuestros críticos han sido muy púdicos, muy oficiales: siempre me ha parecido que nuestro ambiente cultural es muy solemne.
“A mí me hizo dudar una aseveración de Octavio Paz que decía: ‘Los poetas no tienen biografía’. Esa frase me alarmó, porque si alguien tiene biografía es un poeta: tienen dos, incluso, la pública y la mental o la onírica. Es cierto que, a veces, nuestra memoria es promiscua, hay recuerdos de otros, experiencia de amigos que se mezclan con la nuestra”.
Homero Aridjis acepta que muchos de los aspectos que comparte en Los peones son el alma del juego podrían ser polémicos en el presente, sobre todo porque se trata de periodos de la historia de México en los que se encuentran la política con la cultura.
“Está contemplado, asumido, que habrá gente que esté en contra de estas historias: Paz, por ejemplo, tenía muchos discípulos muy fanáticos, uno no podía hablar de Francisco Toledo sin que se enojaran con la persona. Me propuse ver a los personajes como seres humanos, no como monumentos, no estaba haciendo un elogio ni una denostación”.
El también ambientalista acepta que en la novela se reflejan aspectos delicados como las preferencias sexuales, “no las oculté y tampoco hice escándalo de ellas”, en especial porque en muchos casos se trataba de algo sabido.
“En algunos casos sí me atrevo más, porque eran muy buenos amigos, como Juan Ibáñez: era un erotómano compulsivo. Uno no puede tenerlo sin meter a ese erotómano, porque cualquier persona que lo conocía, era de las primeras cosas que alcanzaba a percibir”, en palabras de Homero Aridjis.
Y entre todas las historias, el ajedrez se convirtió en el eje de sus recuerdos, convencido de que este juego termina por ser una metáfora de la vida.
Un ejercicio de memoria viva
Aridjis escribió 15 versiones de la novela, por lo cual editarla se volvió muy fatigoso. “Soñaba con ese libro, se convirtió en una memoria literaria, porque acostado o dormido recomponía el pasado, no con la idea de mistificarlo, sino de fijarlo; porque el pasado no lo tenía como una cosa estática, sino que seguía en movimiento, se mantenía como una memoria viva”.