El 19 de septiembre de 1985, el día que cambió la noche

Edición Fin de Semana

La mañana del 19 de septiembre de 1985, a las 7:19, un sismo de magnitud 8.1 transformó para siempre el rostro de la capital del país; a 35 años, recordamos la tragedia y recuperamos un texto sobre la vida nocturna.

Sismo de 1985: el día que cambió la noche (Especial).
Ciudad de México /

El 19 de septiembre de 1985 la noche de la Ciudad de México cambió súbitamente; en su lugar quedaron los recuerdos, la nostalgia y el cascajo de insospechados deseos. Ese día, sin saberlo, me despedí de ella con una larga peregrinación por sus santuarios.

¿Por qué nunca antes quise escribir de esas últimas horas de una ciudad luminosa, divertida, no exenta de peligros y contrastes pero tampoco de emociones?

No lo sé. O tal vez sí: en un principio porque la tragedia ocasionada por el sismo de las 7:19 llenaba todas las páginas de los periódicos y revistas, todos los espacios noticiosos de la radio y la televisión.

Porque nadie hablaba ni pensaba en otra cosa que en los muertos, las casas y escuelas destruidas, los edificios convertidos en polvo, las calles llenas de escombros, el dolor de quienes habían perdido o buscaban desesperados a sus familiares o amigos.

Todo eso lo vi, todo eso lo viví a las pocas horas de ocurrido.

Pasaba en mi Volkswagen azul por calles irreconocibles; escuchaba gritos y llantos, veía a los primeros voluntarios mover piedras, improvisar campamentos, ayudar a los damnificados.

Y entonces lo supe: nada volvería a ser igual.

Elegía del retorno

El pronóstico del tiempo para el 19 de septiembre de 1985 en el Valle de México decía: caluroso, medio nublado en la mañana, nublado con lluvias por la tarde o noche, vientos moderados del Este. La temperatura máxima será de 25 y la mínima de 11 grados.

He olvidado y no me interesa averiguar si se cumplió la predicción del Servicio Meteorológico Nacional. En el infierno no importa si hace frío o calor, lluvia o viento, y en eso se convirtió la ciudad: en un infierno.

En Las ruinas de México (Elegía del retorno), José Emilio Pacheco escribe: “‘Nada es eterno’ era una simple frase,/ pero nunca creímos/ que nos tocaría ver el final de todo en segundos”.

Cada que leo este poema siento que no ha pasado el tiempo, que todo acaba de suceder.

Esa noche, la del 19 de septiembre, por primera vez, caminé en una ciudad sin luces ni música. No quería irme a mi casa, sentía miedo de lo que pudiera encontrar en el trayecto. Tenía los ojos húmedos y el pensamiento en otra parte.

En la esquina de Avenida Cuauhtémoc y Puebla, en la colonia Roma, observé los restos de los Televiteatros. Eran dos: en uno se presentaba 13 a la mesa con Talina Fernández, Sergio Ramos y Julieta Egurrola y en el otro Mame, uno de los éxitos del año, con Silvia Pinal, María Rivas y Gustavo Rojo. 

Cartelera de 1985 (Especial).

​​En las últimas semanas había recorrido la Roma diariamente, investigando para un reportaje sobre las salas de masajes que proliferaban en la zona. Ninguna estaba funcionando, como tampoco los bares o cantinas. Ningún lugar donde esconderme de la aciaga realidad que me agobiaba.

En el Quid vi los nombres de Rosella y Laura Aviña; en La Ronda los de Malú Reyes, Rocío Álvarez y Alejandra del Moral… Pasé por el Can Can y el 77, ominosamente oscuros. Todos los cabarets, todos los lugares donde había pasado noches de risas y música y baile eran, al mismo tiempo, testigos y víctimas silenciosos y elocuentes.

Seguí caminando, con la boca seca, fumando, desesperado por un trago. En el Belvedere del Hotel Continental se anunciaba la revista musical Crazy París y en el Stelaris del Crown Plaza el espectáculo No empujen, con Raúl Astor, Chela Castro y tres de las mujeres más hermosas de la televisión: Alicia Fahr, Felicia Mercado y Olivia Collins.

Sin advertirlo, por costumbre, regresé a la revista donde trabajaba, en Reforma 27, casi enfrente del periódico Excélsior. Subí al tercer piso del edificio de estilo neoclásico y desde sus enormes ventanales contemplé Reforma desolada. Cerré los ojos. Imaginé otra ciudad, otra noche.

Noches de cabaret

En 1985 una o dos veces a la semana recorría cabarets buscando modelos para la revista Su Otro Yo. Me gustaba hacerlo, andar de arriba abajo en aquellas noches sin tregua. Así fui adentrándome en ese mundo y sus secretos, conociendo de cerca a sus estrellas más brillantes.

Cada vedette tenía un lema que la identificaba y una parroquia.

Mora Escudero era anunciada como Las piernas del millón: las había asegurado por esa cantidad en moneda nacional, en caso de que sufrieran algún daño. Recuerdo sobre todo sus exitosas temporadas en el Capri, en la esquina de Juárez y Balderas, en el Hotel Regis.

Rosy Mendoza era conocida como La cintura más breve de México. La vi por primera vez en El Quid, en la calle de Puebla 194, en la colonia Roma; desde entonces me volví el más leal de sus admiradores. Me gustaban su porte altivo, su piel morena, su cuerpo perfecto.

A Gioconda la llamaban La muñequita de San Ángel. Trabajaba en el Montparnasse, en Insurgentes Sur 2064. Fue mi primer descubrimiento, la primera modelo que conduje a las páginas de aquella galería de papel couché. 

Gioconda, famosa vedette (Especial).

La vedette más cotizada en aquellos años era Olga Breeskin, Super Olga, que protagonizaba largas, esperadas y suntuosas temporadas en el salón Belvedere del Hotel Hilton Continental, en Paseo de la Reforma.

La luz de la ciudad

La luz en la que se habita de joven será la luz en la que se vivirá siempre —dice uno de los personajes de Tres veces el amanecer, el conmovedor libro de relatos de Alessandro Baricco.

En mi juventud viví una ciudad alumbrada por la música; eso es lo que más recuerdo y extraño: la luz de la música. En los bares, cafés cantantes, cabarets, teatros y salones de baile había grupos y orquestas; estaban las peñas folclóricas y los pequeños espacios para el bolero, el blues, el jazz y el rock. Los músicos vivían una época dorada. Nadie imaginaba que un día se ausentarían de la ciudad y de la noche, que serían reemplazados por sintetizadores y computadoras, por los sonidos anodinos —sin alma— que de pronto comenzaron a escucharse por todas partes.

La lista de lugares de aquella época es enorme, había cabarets, centros nocturnos, salones de baile, bares, discotecas, y en cada hotel había un lugar para divertirse: El Cero Cero y el Normandie, en el Camino Real; La Lechuga y el Aristos, en el Aristos; La Boa, El Pájaro Loco y El Elefante Rosa, en el Señorial; El Camichín, en el Alameda; El Montenegro, en el Del Prado; El Quórum, en el Crown Plaza… Centros nocturnos de lujo como el Terraza Casino, el Casino Royal y El Patio, ahora en ruinas, donde se presentaron Raphael, José Luis Rodríguez El Puma, Nelson Ned, Camilo Sesto, Rafaella Carrá, José José, Juan Gabriel, Sammy Davis Jr.…

La ciudad estaba llena de música. Lo sé porque la viví sin reparos, coleccionando desvelos, sonidos, luces y recuerdos.


Fragmentos del libro El día que cambió la noche(Grijalbo, 2016).

amt | áss

  • José Luis Martínez S.
  • Periodista y editor. Su libro más reciente es Herejías. Lecturas para tiempos difíciles (Madre Editorial, 2022). Publica su columna “El Santo Oficio” en Milenio todos los sábados.

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