En días recientes se anunció el nombramiento de Lucina Jiménez al frente del Instituto Nacional de Bellas Artes. La antropóloga de la UAM tiene una probada trayectoria en la creación de proyectos culturales, sobre todo ligados a procesos de arte y educación para la paz, cuyo principal esfuerzo es la fundación del Consorcio Internacional Arte y Escuela ConArte, que trabaja en ciudades del país marcadas por la violencia. La premisa eje del trabajo de Lucina Jiménez ha sido la de reivindicar el arte y la cultura como derechos ciudadanos y no como apéndices con poca atención y valoración de su papel como formadores de seres humanos integrales que vean en la actividad artística una posibilidad de comunicación, expresión, análisis crítico y de transformación de la realidad, comenzando por sus entornos cotidianos.
La noticia del nombramiento de Lucina Jiménez regocijó a muchas y muchos profesionales del arte pues en más de una ocasión nos hemos encontrado con ella y reconocemos su lucha por el derecho al arte y la cultura en todos los contextos, principalmente en el de la violencia.
La perspectiva de Lucina Jiménez de educar para la paz no se circunscribe al eslogan que muchos centros educativos o métodos de enseñanza anuncian como truco publicitario, sin verdadero interés por la formación humana trazada por el arte y la cultura como ejes críticos de enseñanza.
La visión centrada en las potencialidades del arte es esperanzadora para un país con las condiciones en que vivimos. Sin embargo, el mero nombramiento no es un cambio real respecto a la política cultural de administraciones anteriores. Aunque el trabajo de Lucina Jiménez es reconocible y respetable, ha encontrado su primera contradicción y contrariedad en la escandalosa reducción del presupuesto al área artística y cultural presentada por el equipo de Andrés Manuel López Obrador el 15 de diciembre. Lucina Jiménez ha sido experta en hacer mucho con muy poco, pero la señal enviada desde la cabeza administrativa de gobierno es que la batalla por el derecho al arte y a la cultura tendrá que darse como en el pasado, mientras no exista un cambio epistémico profundo. Es urgente en todas las áreas, pero ahora me refiero centralmente a la del arte: que exista una construcción metodológica de la política cultural que rebase la subjetividad coyuntural de quienes encabezan las instituciones. La comunidad artística, incluida la dancística, ha construido espacios de conversación de los que han derivado reflexiones y propuestas serias y comprometidas. Ignorarlos será un error grave.
El proyecto encabezado por Lucina Jiménez ya ha topado con la falta de visión y respeto de quienes dirigen las instituciones culturales. El proyecto SaludArte, desarrollado en la Ciudad de México, estuvo asesorado inicialmente por el equipo de ConArte, con Jiménez a la cabeza, y tuvo por objetivo inicial llevar educación artística a las escuelas, iniciando por las de zonas marginadas. Fui testigo de la participación comprometida de muchos profesionales del arte, pero también atestigüé que el entusiasmo de cientos de esos formadores se apagó de modo avasallante al chocar con una administración que copió un método educativo y lo hizo solo en la forma, dejando de lado la perspectiva pedagógica y filosófica que lo acompaña, y burocratizó un proceso que pudo representar una experiencia muy enriquecedora y formadora para los estudiantes. A los artistas los redujo al rol de entretenedores. Mientras no exista la voluntad de ampliar la visión en todos los espacios de gobierno para valorar el potencial del arte, seguiremos en un laberinto sin salida.