'Diez planetas', nuevo libro de Yuri Herrera | Fragmento

Libros

En su reciente publicación, el escritor mexicano ofrece una serie de historias que parecieran anticipar nuestro presente, con una perspectiva crítica e irónica.

Fragmento de la portada de 'Diez planetas', de Yuri Herrera (Cortesía: Periférica)
Ciudad de México /

En el más reciente libro de cuentos de Yuri Herrera, Diez planetas (Periférica, 2020), se aparece un terrícola exiliado en un improbable rincón de la galaxia, una casa que se rebela contra la manía de infelicidad de la familia que la habita o una bacteria cobra conciencia en un colon humano.

​FRAGMENTO


El obituarita

Camino de la escena de la muerte el obituarita refunfuñó sobre la pinche invisibilidad: pinche invisibilidad, como si no supiera que esta calle vacía, como cada otra calle vacía de cada ciudad, se desborda de gente.

Los únicos a los que se podía ver eran a quienes su trabajo exigía visibilidad pública: repartidores, plomeros, pintores, etcétera. Se prendían un gafete y al ponérselo eran lo que debían ser y sólo lo que debían ser: repartidor, plomero, pintor, etcétera, cada uno cubierto por una silueta de neón. El resto de la gente deambulaba sin ser vista, protegida por un amortiguador que bloqueaba imagen, sonidos, olores, y ponía los cuerpos a distancia. De tal modo que al ir por una calle desierta uno iba topándose con bultos blandos que lo desplazaban suavemente de un lado a otro. Sólo en las peores aglomeraciones se dejaban ver los contornos para evitarlos, pero no había necesidad de mirar caras o muecas, o de rozar güesos y grasa. Nunca. El amortiguador era el salvoconducto para transitar, y su dueño sólo podía quitárselo puertas adentro.

Y eso qué, se volvió a decir, como cada día, el obituarita, igual podía sentirlos en ese momento. Su presencia de fastidio y rencor contenido. Podía dejar de ver a los otros pero no dejar de sentirles el tuétano. Hasta los niños aprendían tarde o temprano que no por taparse los ojos las cosas desaparecen. Puedo sentirlos ahora, se repitió al pasar entre el reproche sordo de la gente abriéndole paso.

Llegó al edifcio, vio el elevador abierto e intentó entrar, pero rebotó suavemente contra quienes ya lo ocupaban. Subió caminando los tres pisos. Ya había dos gafetes en la escena de la muerte. Constatadores. Ellos constataban el muerto y él contaba la historia del vivo. Aunque el gobierno poseía cada comunicación electrónica que cada persona había hecho en vida, el obituarita no la utilizaba para contar la historia, sino lo que el vivo había dejado detrás. Tenían gran éxito sus obituarios. El público los consumía vorazmente, no sólo para enterarse de lo que había hecho alguien sin haberlo tenido que soportar en vida, sino porque muchos tenían la ilusión de que, acumulando ciertas cosas, podían manipular a los obituaritas para que contaran mejores historias de ellos.

—¿Mucha gente en la calle? —dijo uno de los gafetes, pulsando en neón con cada palabra.

—Como siempre —dijo el obituarita—. Pero la per-sona más importante de la habitación no se está quejando.

Al obituarita no le gustaba que criticaran su trabajo. Se preciaba de ser una persona puntual. Aunque pareciera que su oficio era el que menos prisa podía requerir, él sabía lo importante que era llegar a una historia antes de que sus partes se diluyeran.

El constatador que había hablado pulsó suavemente en silencio.

El otro dijo:

—Sin novedad. Tenía un corazón funcional un segundo y un segundo después tenía un corazón no funcional.

Era una mujer, probablemente, el segundo constatador.

Observó al muerto. Se veía cansado, aun muerto. Una suerte de cansancio que ya no era común: las manos ajadas, la piel requemada, un rictus como de resignación severa. Mientras estudiaba el cuerpo los constatadores guardaron sus instrumentos y ya iban de salida cuando el obituarita dijo:

—No se vayan.

Le pareció haber sentido algo.

—¿Hay alguien más que necesite ver? —dijo.

Los constatadores pulsaron dubitativamente, como conteniendo el neón más que emitiéndolo. No entendían a qué se refería.

—¿Sólo son ustedes dos? —dijo el obituarita—. ¿Nadie más vino con ustedes?

—Dos, como debe ser

—respondió el primero que había hablado.

—Espérenme en la puerta.

Los constatadores obedecieron sin que una emoción clara se dedujera de sus siluetas.

Comenzó a revisar lo que había dejado atrás el muerto. Utensilios de cocina. Pocos. Genéricos. No denotaban interés por platillos complicados. Muebles. Un sillón, una mesa, una silla, una cama, un buró. Genéricos. Hechos para cumplir sus obligaciones elementales. Y ropa. Mucha ropa. Extraño. La gente ya no solía acumular ropa desde que los amortiguadores eran obligatorios; el obituarita inclusive se había encontrado gente que ya ni se molestaba en vestirse. Y este muerto tenía mucha ropa. Pero... genérica. Idéntica. El obituarita se quedó un rato mirándola, la miraba y luego miraba el cuerpo. La miraba y luego miraba el cuerpo. Siguió revisando. En el buró encontró documentos del trabajo del muerto, incluían imágenes de unas bolas de metal que estaban de moda. El obituarita las había encontrado en muchas casas, pero no en ésta, la de uno que las vendía. Sintió curiosidad por ese hombre que no le había dejado casi nada para trabajar; aquello era un listado, no una vida. Lo que sea que había sido por dentro apenas si podía sospecharlo en sus propiedades.

Pero sus propiedades no se correspondían con lo que descifraba en el cuerpo. Pensó esto y fue a observarlo otra vez.

Luego se puso a caminar por el departamento pequeñito, de lado a lado, una y otra vez. Se detuvo. Si los constatadores hubieran podido verlo debajo del neón, habrían notado que por un instante parecía como si tratara de suspenderse en el aire. Siguió caminando. Se detuvo. Continuó. Se detuvo.

Ahora estaba seguro.

Se volvió hacia los constatadores y dijo:

—Pueden irse. Cierren la puerta al salir.

Los constatadores salieron. Aún alcanzó a ver

por debajo de la puerta el resplandor de sus neones pulsando. Sin duda comentaban el comportamiento del obituarita.

Se tomó su tiempo revisando de nuevo los muebles, la ropa, el buró. Sin mucho empeño, casi desinteresadamente. Hasta que volvió a sentir con claridad de dónde venía esa tensión endurecida, colocó frente a ella la silla, se sentó, desconectó su gafete y miró el espacio vacío. Después de unos segundos dijo:

—Quién es este hombre.

Silencio.

El obituarita se puso de pie, palpó un segundo al frente y empujó con todas sus fuerzas el bulto blando. No podría salir de ese rincón.

Entonces aquel otro desconectó su amortiguador. Antes de distinguir sus detalles percibió el olor del hombre, no un olor a suciedad o a polvo, sino el olor del sudor nervioso. Luego lo vio. Era un hombre blando, un hombre que parecía haber usado amortiguadores aun antes de que los inventaran. Debía de ser más viejo que el obituarita, pero no mayor que el hombre tendido. Tenía mucho pelo en la cabeza, y lo tenía bien peinado.

—¿Quién es? —dijo el obituarita.

El hombre se reclinó contra el rincón, miró brevemente hacia el hombre tendido y dijo:

—No sé, alguien que encontré en la calle, y lo invité a venir.

—¿Qué quiere decir con que lo encontró?

El hombre manoteó sin fuerzas intentando encontrar la manera de explicarse. Luego dejó caer las manos.

—Lo sentí pasar a mi lado. No sé cómo decirlo... Lo sentí en su amortiguador.

El obituarita no dijo nada.

—Sentí que se moría —dijo el hombre.

El obituarita se volvió hacia el hombre tendido. El otro hizo lo mismo. Estuvieron así un rato.

—Y él que se joda ¿no? —dijo el obituarita al fin—.

Hijo de puta.

Se puso de pie y llamó de vuelta a los constatadores. Cuál era el asunto, le preguntaron. Robo de historia, respondió. Ya iban.

El hombre ahora estaba encogido en el rincón, como un abrigo tirado. El obituarita no dijo nada. No tenía nada que decirle. Pero lo miraba.

Llegaron los constatadores. Le prendieron al hombre un gafete que lo identicaba como propiedad del Estado y lo condujeron a la puerta. Antes de salir, el hombre se volvió hacia el obituarita.

—Dígame ¿qué iba a contar de mí?

El obituarita ni siquiera lo miró. Les hizo un gesto a los constatadores en dirección al hombre tendido.

—Que venga alguien por él —dijo—. Y avísenme en cuanto sepan su dirección.

Los constatadores pulsaron en asentimiento y se llevaron al ladrón.

El obituarita se volvió a sentar en la silla y permaneció ahí unos minutos. Se preguntó si él no era también el sustituto de un muerto. ¿Así lo veían al caminar encendido entre la gente invisible? ¿Como alguien que mira cuando ya no hay nada que ver? Quizá por eso consumían sus obituarios, para averiguar si es posible meterle mano a la mentira.

Chasqueó la lengua, receloso de sí mismo.

Encendió su gafete, cerró la puerta, bajó los tres pisos y salió a la calle vacía.

Con la autorización de Periférica, compartimos con nuestros lectores un fragmento de 'Diez planetas'.

PCL

  • Milenio Digital
  • digital@milenio.com
  • Noticias, análisis, opinión, cultura, deportes y entretenimiento en México y el mundo.

LAS MÁS VISTAS