Carmen Sevilla con bata de cola (pero cristiana y decente)

El último mito viviente del cine español cumple 90 años de edad; desde hace un lustro, aquejada por el Alzheimer, La Novia de España vive abstraída en una lujosa residencia para ancianos a las afueras de Madrid.

Carmen Sevilla en 'Camino del Rocio', de 1966. (Foto: Cesáreo González P.C)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Los últimos cinco años de la vida de María del Carmen García Galisteo —Carmen Sevilla en los carteles— han transcurrido en medio de una nube de olvido. Enclaustrada en una residencia para ancianos, a las afueras de Madrid, pagando casi 3 mil euros al mes, la mujer que sedujo al público hispano desde las pantallas pasa los días postrada en una silla de ruedas y abstraída de lo que ocurre a su alrededor. Ahí, dentro de una amplia y luminosa habitación, con vistas a un jardín, acompañada por una cuidadora que a diario la llevaba a revisiones médicas o a veces a dar un paseo por las instalaciones del centro geriátrico, recibe las visitas de su único hijo, Augusto Algueró Jr., de su fiel amigo Moncho Ferrer y de nadie más.

En 2009, un año antes de retirarse de la televisión, a Carmen Sevilla le diagnosticaron Alzheimer, una enfermedad que también habían padecido su madre y su hermano. Por eso empezó a no dejarse ver y a permanecer encerrada en su casa del madrileño Paseo de Pintor Rosales. En 2015 su hijo se divorció de su esposa, Marta Díaz, volvió a vivir a casa de su madre y, al verla con escasa capacidad de maniobra, decidió ingresarla en la residencia para que recibiera los cuidados necesarios, haciendo a un lado lo que la actriz y cantante había señalado en su libro de memorias Mis secretillos (Blancur): 

“Mi mayor miedo es caer en una enfermedad que me impida valerme por mí misma. (…) Me horrorizan los asilos, las residencias de ancianos. Me horrorizan. Teniendo y habiendo parido hijos, me parece terrible que se tenga que vivir en uno de esos sitios”.

Al final no pudo evitarlo y ahora cumple 90 años sin ser consciente de que, como dice el escritor Manuel Román, biógrafo de varias estrellas de la música y autor de Memoria de la copla (Alianza), “ha pasado a la historia de la canción española al interpretar coplas, zambras, pasodobles, bulerías, sevillanas y luego baladas y temas románticos que, sin estar dotada de una gran voz, resulta siempre agradable de escuchar, a pesar de que no es muy amplia su discografía, si la comparamos con el gran número de canciones que interpretó en sus películas, pero es la estrella folclórica española que bate el récord de películas protagonizadas”.

Con él coincide el periodista cinematográfico José Aguilar, escritor de varios ensayos sobre cine español, como Azúcar, canela y clavo. Mis divas folklóricas (Notorius Ediciones), quien afirma que “sus ojos despertaban la ilusión de descubrir una nueva forma de vida, un requiebro a las costumbres obsoletas, un paseo por la gracia de una juventud que arrasaba a su paso con cualquier sombra de nostalgia que se encontrara en el camino. Esa era Carmen, una joven… sencillamente apasionante”.


Viernes con rosas rojas

Todos los viernes, desde hace un lustro, Moncho Ferrer, durante muchos años jefe de prensa del Teatro La Latina, llega a ver a su amiga con un ramo de rosas rojas en las manos. Ella no lo reconoce, no le habla, pero le sonríe y él, a manera de saludo, a veces con un nudo en la garganta, empieza a cantarle: “Violeta para ti / tengo yo / una canción. / La misma que aprendí / en tu antiguo pregón”. Es el tema que un Luis Mariano afrancesado interpretó para ella en la película Violetas imperiales. Entonces, por un instante, la mirada del último mito viviente del cine español se enciende, pero sólo para volver a extraviarse enseguida.

“Ella tiene mucha fortaleza, aunque no es consciente, y sigue siendo igual de coqueta que siempre. En la residencia la levantan, la peinan, la acicalan y la atienden estupendamente. En su caso no hay posibilidad de mejoría, pero sí de mantenimiento”, cuenta su amigo, que después del Estado de Alarma, decretado por la pandemia, ha vuelto a visitarla, “con las medidas de seguridad e higiene que corresponden”, y que hoy lamenta no poder celebrar los 90 otoños de su amiga en Zalacaín, el restaurante madrileño de alta cocina donde ella solía reunir a su familia y amigos cada año.

La mujer que gracias a su belleza, arte y alegría no tardó en ser considerada La Novia de España nació 16 de octubre de 1930 en el barrio sevillano de Heliópolis, cerca del estadio del Betis Fútbol Club, en una Sevilla de tranvías y carromatos. Desde niña solía tener “arrebatos piadosos”, como ir a la catequesis “por voluntad propia” o también apuntarse a una academia de baile “por amor al arte”. En sus primeras clases, al ver la destreza de la pequeña alumna, la profesora pedía:

        —¡A ver, que salga la señorita García!

Pero como ese apellido es tan común, salían a la pista tres o cuatro chicas. Así que había que poner orden:

        —No, no. ¡La de Sevilla, que salga la de Sevilla!

Por eso, a partir de entonces, empezaron a llamarla Carmen Sevilla.

Progresando en el baile estaba cuando un día su padre le pidió que le llevara a Estrellita Castro unas canciones que él había escrito en los ratos libres que le dejaba su trabajo de contable. Castro, la folclórica siempre enamorada de los altos mandos militares franquistas, ensayaba entonces La patria chica, una zarzuela que envolvía una lucha entre aragoneses y andaluces. Apenas vio a Carmen, le pidió que se subiera al escenario y bailara unas sevillanas. El tipo y la habilidad en las tablas de la chica la sorprendieron.

        —¿A ti te gustaría venirte conmigo? —le preguntó Estrellita.

        —Pues claro, señora.

En realidad, el padre de Carmen hubiese preferido que su niña no fuese “engullida” por el mundillo del espectáculo, porque “ese ambiente” no podía ser bueno para ella. Pero Estrellita Castro —gracia, arte y temperamento— lo convenció con un argumento irrefutable:

        —Mire usted: si su hija quiere ser puta, da igual que esté encima de un escenario o detrás de un mostrador.

Quince días después, “la niña” debutó en el Teatro Calderón de Madrid y luego se fue a recorrer varios pueblos de España. Ella era entonces “un pedazo de tía buena, con un cuerpazo que quitaba el sentío. Con bata de cola, pero eso sí: cristiana y decente”, diría luego, al recordar esos días.

Después de aquella experiencia, la Sevilla formó parte del equipo de bailarines de Enrique Vargas, “el príncipe gitano”, y después del de Pepe Marchena. Pero su consolidación “moviendo las caderas y la melena” llegó con el ballet del marqués de Montemar y, sobre todo, con el cine.


Soltera, virgen, pura y casta

El 29 de agosto de 1947 (“nunca se me olvidará, porque ese día murió Manolete”) un amigo le dijo que iba a venir a España Jorge Negrete, “El Charro Cantor” de México, para hacer una película y que estaban haciendo pruebas a “señoritas andaluzas”. Ella no tenía experiencia en los platós pero se animó a ir. Ya en el casting, se sintió muy nerviosa y hasta incómoda. “Yo no sé nada más que un poquito de bailar, un poquito de cantar y nada más”, les subrayó a los productores.

Pasadas tres semanas, sin embargo, el teléfono de su casa sonó con la inesperada noticia:

        —Mire, queremos que usted sea la protagonista. Le vamos a dar quince mil pesetas y le regalaremos todos los trajes que use.

Jalisco canta en Sevilla fue una de las primeras coproducciones cinematográficas entre México y España y también la gran escuela de la nueva estrella que, “soltera, virgen, pura y casta”, durante el rodaje repetía una y otra vez las tomas, sobre todo aquellas en las que había besos y cachetadas, ante la desesperación del protagonista.

        —A ver, Carmelita. ¡Otra vez, ándele!, le decía Negrete, y ella, “ni modo”, volvía a besarlo.

La película fue un éxito y propició su presencia definitiva en el séptimo arte, a base de “aprenderse los diálogos como quien se aprende el padrenuestro” y de hacer sacrificios como toda una curranta. “Recuerdo que un día, durante un rodaje, pregunté: ¿hoy no viene María Félix? No, es que está con la regla, me dijeron. Pero yo, que en aquella época también tenía la regla, lo pasaba fatal porque me dolía y casi me desmayaba y decía: ¡qué suerte ser María Félix! Ella no viene y yo tengo que venir a trabajar”.

Su éxito fue tal que hasta el poder político quiso aprovecharlo. Cada 18 de julio, aniversario del golpe de estado que dio inicio a la Guerra Civil, “como todos los artistas de la época, ¡por narices!, y ¡con un calor!”, actuaba ante el Generalísimo Franco en su residencia de verano. “El público lo integraban gente de la política, ministros, embajadores, gente que aceptaba lo que había en España”. En 1957, en plena guerra del Sáhara, viajó a Sidi-Infi para actuar ante los soldados españoles que trataban de impedir la pérdida de ese territorio y pasar con ellos la Navidad y el Año Nuevo. Pero también actuó, “por accidente”, ante Fidel Castro. En enero de 1959 ella estaba en La Habana presentando un espectáculo cuando, de pronto, “los barbudos” bajaron de Sierra Maestra dispuestos a transformar la isla. “Fidel quiso que hiciera el show para él y su gente a las 12 de la mañana. ¡Tela marinera! Pues así lo hice y Castro me dio un beso y me felicitó”.

En aquella época también le fue imposible tener cierta rivalidad con otras estrellas. Con Sara Montiel, por ejemplo: “Sara comenzó a ser famosísima y la prensa le lanzaba todos los piropos del mundo por su película El último cuplé y a mí eso me enfureció”, contó en una de sus múltiples conversaciones televisivas. “No estaba yo acostumbrada a tener competencia y menos de la talla de Sara. Mi productora le dio el papel de La violetera y eso me costó una enorme tristeza. Yo me negué a ver la película. Me desbancó por completo, porque entonces yo tenía la cifra récord cobrada por una película y ella la superó. Ella pasó de mis tres millones de pesetas a ocho millonazos. Fue algo muy fuerte y tremendo para mí”.


¿Y esto era todo?

Carmen Sevilla, una de las primeras españolas que se pusieron minifalda, actuó al lado de los grandes actores de los años 50 y 60 del siglo XX, como Tony Leblanc o Pedro Infante o Luis Mariano o Ricardo Moltalbán o Paco Rabal o Jorge Mistral o Charlton Heston. En España, en México, en Argentina, en Francia, en Italia y en Hollywood. Y en todos esos sitios, embadurnada de crema Pons y colonia Lucky, despertó pasiones. Ella, no obstante, tenía una obsesión: conservar la virginidad hasta llegar al altar. “¡Ay!, casarme virgen a los 28 años, pasando por mí los hombres más guapos y divinos del mundo. ¡Menuda tontorrona! (…) Es que en aquel entonces no nos acostábamos, no se estilaba. Teníamos nuestro cachondeíto, pero de ahí no pasábamos. Había tocamientos, besitos llenos de cariño, pero ahí terminaba todo. Ya me podían matar, pero yo no daba mi virginidad hasta que me casara de blanco por la iglesia”, contaría muchos años después en sus sinceras memorias.

Su primer pretendiente serio fue el torero mexicano Carlos Arruza. Lo conoció durante el rodaje de Jalisco canta en Sevilla. “Rorra” le insistía, bajándole la luna y las estrellas, “¡cásate conmigo!” Carmen se lo pensó pero el día que el diestro le dio a elegir entre el cine y él, ella respondió con rotundidad: “¡el cine!” Tuvo, sin embargo, su cachondeíto con Arruza, al igual que con Frank Sinatra (a quien llamaba “flan sin nata”) y, más tarde, con Mario Moreno Cantinflas.

Durante una de sus estancias en México, Carmen se dio cuenta de que Cantinflas estaba enamorado perdidamente de ella. Para demostrárselo, el actor le dio un diamante “más grande que un garbanzo de Soria”, pero su gran amiga Lola Flores le aconsejó que se lo devolviera:

        —¡Chiquilla, no puedes aceptarlo! Tú eres mocita y no puedes consentir que te regalen eso, porque después… ya sabes lo que viene.

La mujer que también protagonizó anuncios de televisores o refrescos le hizo caso a “La Farona”, pero entre ella y el mimo de México siempre hubo una amistad muy cariñosa, sin que él, claro, dejara de estar enamorado.

El que le arrancó el ‘sí, quiero’ fue el músico Augusto Algueró. “Fue un flechazo con su música, la manera de tocar el piano, lo coqueto que era y lo caballero que era conmigo”, reconoció. Se casaron en 1961 en la basílica de la Virgen del Pilar, en Zaragoza. Ella llevaba un vestido de Pertegaz, su diseñador de cabecera y una multitud de gente acudió a verla. Al final de la noche de bodas, cuando por fin entregó su más preciado e íntimo tesoro, reflexionó: “¿y esto era todo? ¡Es que no se siente nada! ¡Nada más que dolor!” Enseguida la pareja se fue a Buenos Aires, donde ella tenía que rodar una película. Y ahí tuvo el primero de sus dos abortos. “Estando de dos meses, aborté por mi trabajo. Fue muy triste y me arrepiento, la verdad”. En 1963 nació su hijo Augusto y, dos años después, tuvo el otro aborto. “Esa vez lo pasé peor. Estuve a las puertas de la muerte. Fue en Madrid y me lo hizo un prestigioso doctor totalmente de tapadillo”.

Carmen Sevilla y Augusto Algueró se casaron en 1961 en la basílica de la Virgen del Pilar, en Zaragoza. (EFE)

Algueró era muy celoso pero también muy mujeriego y le encantaba jugarse grandes cantidades de dinero en los casinos. No estaba de acuerdo con los besos y abrazos de su esposa en las películas pero, por otra parte, no dudaba en ponerle los cuernos con otras y sus infidelidades eran el cotilleo de toda España, que compadecía a “la pobre” Carmen, “la más decente y querida de las españolas.” Jarta de tó, ella le puso sus cosas en unas maletas y lo echó de casa. “Aguanté 13 años junto a él. Por mi hijo, sobre todo”, dijo, y la actriz que en los años 80 del siglo pasado encandiló a los argentinos con una telenovela (La viuda blanca) acabó así con ese matrimonio.

El “amor de su vida” tardaría en llegar, pero al final sólo los separaría la muerte. Fue el empresario Vicente Patuel Sánchez de Molina, con quien se casó “por lo civil, porque ya no podía por la iglesia”, en 1985 y se fue a vivir con él a una finca de Extremadura. “A mis cuarenta y tantos años fui mujer sublime, supe de todo e hice de todo en la cama. Y entendí de todo. Porque antes de encontrarlo a él yo tenía más experiencia cinematográfica que real”, contó después. Quién sabe si fue por eso o por otra cosa, pero Carmen no volvió a hacer más películas, a pesar de que la llamaban directores como Pedro Almodóvar (“no quería que me vieran viejita, prefiero que me recuerden joven y guapa”).

Al comenzar la última década del siglo XX, cuando Carmen volvió a la actualidad por su presencia televisiva, Agripina, su persona de confianza y la nana de su hijo Augustito, contó a la prensa del corazón los detalles domésticos de la artista, haciendo hincapié en cómo tenía que esconderle la comida a la señora. Es que Carmen tenía tendencia a engordar y siempre le recomendaban “cuidarse”, pero a ella le encantaban los embutidos, la matanza de la finca y los huevos fritos con patatas. “Con lo que siempre he sufrido es con la gordura. Y he llegado a llorar de hambre. En Hollywood había catering para todos los actores y los técnicos, pero a mí sólo me daban unos polvos alimenticios en un gran vaso de agua. Porque no querían que engordase ni un gramo. Con mis 1.63 centímetros de estatura, he llegado a pesar hasta 85 kilos. Cuando empecé a darle amplitud al estómago, como yo digo, tuve que ir una vez al año a la Clínica Büchinger para que me corrigieran el problema de peso”, reconoció en sus memorias.


Naturalidad y despistes

Después de dejar una ristra de películas que la encumbraron y de vivir por unos años como le dio la gana, se reencontró con el público en 1991 a través de la televisión, cuando Valerio Lazarov, primer director de la entonces naciente Tele5, le propuso encargarse del Telecupón, un segmento vespertino donde se llevaba a cabo el sorteo de la ONCE, la organización de los invidentes españoles. Ella aceptó porque el sueldo (300 mil pesetas diarias) le venía “muy bien” para sacar adelante la finca de sus “amores y pesares” en la que vivía rodeada de “6 mil ovejitas y 200 vacas”. Se montó un camerino “lleno de vírgenes y de santos y de fotografías”, se puso un trozo de maskintape en la nuca para disminuir la flacidez del cuello y se plantó delante de las cámaras. Tenía casi 61 años, varios kilos de más, un acento entre sevillano y extremeño y unas incipientes lagunas en la memoria.

Carmen Sevilla como anfitriona de Telecupón. (Mediaset España)

“Empecé equivocándome y sin saber qué hacía. Pero se divertían mucho conmigo. Quizá debido a mi naturalidad y a mis despistes. Un día, uno de los concursantes, que entró por teléfono, como todos, y por eso no podías escuchar bien en plató, se ganó una bicicleta. Y le digo: ‘¡qué bien, mi vida, que la disfrutes!’ Y él: ‘¡ay, la bici no, la bici no!’ Entonces le pregunté: ‘¿a qué te dedicas, cariño mío?’ Y me dice: ‘yo es que soy tetrapléjico’. Yo no entendí o no escuché bien y le dije: ‘Ay, ¡qué bonita profesión! Disfruta mucho tu bici, adiós’. ¡Madre mía! Cosas así me pasaban. Pero a la gente le encantaban, oye”. Luego vinieron más programas, en Antena 3 y en Canal Sur, hasta que llegó el último que presentó, Cine de barrio (TVE), que abandonó en diciembre de 2010, donde repasaba los cimientos del cine español, una época que ella misma, entre otras luminarias, había protagonizado.

Pero de todo eso hoy, a sus 90 años, encerrada en una residencia para ancianos, ella ya no se acuerda.

​ÁSS

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