Mitos de leyenda: La calavera del panteón de Aguascalientes

Mitos de leyenda

Una de las leyendas más importantes del estado de Aguascalientes es La calavera del panteón, en la cual ésta se le aparece a un hombre y le hace una petición para poder descansar en paz.

La calavera del panteón de Aguascalientes. (Especial).
Kevin Talancón
Ciudad de México. /

México está lleno de leyendas, se trata de un país en el que cada estado tiene historias por contar. El estado de Aguascalientes es famoso por leyendas como El fantasma del jardín, Calle de ánimas, Juan Chávez, El cerro del muerto, El encapuchado y algunas otras más; aunque hoy es el turno de La calavera del panteón.

La calavera del panteón es una leyenda mexicana sin un origen específico, pero que destaca entre otras porque se le da un objetivo a un hombre que ya estaba muerto desde hace bastante tiempo atrás.

Se han tenido múltiples interpretaciones y formas para contarla, desde canales de terror en YouTube narrando qué pasó, hasta las versiones oficiales publicadas en las páginas web del ayuntamiento de Aguascalientes.

“Hay gentes en todas partes que siempre han creído en los aparecidos, calaveras y ruidos, y sus conversaciones a cuál más de fantásticas y variadas, aunque llenas de sencillez; las oímos con un interés admirable y algunas veces con verdadero miedo”, dijo el profesor Alfonso Montañez, cuya declaración fue recogida por el ayuntamiento de Aguascalientes.

A continuación se presenta una reinterpretación de la leyenda publicada en la página del gobierno del estado y en la página del ayuntamiento de Aguascalientes, en la cual se han dejado intactos los detalles más importantes que le ocurrieron a J. Jesús Infante.

La leyenda de La calavera del panteón 

El señor Carlos Espino me encargó terminar el monumento en recuerdo a sus muertitos, a sus familiares, a los que ya se fueron. Así fue. Me encargó terminarlo antes de cierto día, pero a mí me agarraron las prisas, nomás basta con decir que aquel día que debía entregarlo, ya había llegado la noche y el panteón estaba vacío.

Por la tarde se escuchaban rezos y plegarias; ya entrada la noche nomás el murmullo que trae el silencio. Lo bueno es que ya estaba por terminar, era cosa de un ratito.

Eran por ahí de las 8 de la noche, el cielo ya estaba apagado, y yo andaba camine y camine por un pasillo lleno de tumbas tristes a los lados, había ido por unas cuñas que me faltaban para seguirle a la trabajadera.

Hasta mis oídos se escuchaban los pasos que daba; uno y otro. Las cuñas en mis manos. En todo el pellejo sentí un escalofrío que me corrió por toda la espalda. Mi respiración agitada, y atrás de mí un sonido como de matraca. Trac, trac, trac. En la espalda fue como si me hubiera caído un balde de agua helada. Trac, trac, trac. Mis piernas temblaban, fue como si adentro del pellejo estuviera hueco. Trac, trac, trac. La saliva tenía un sabor como cuando uno chupa un metal.

Volteé para atrás. Sus ojos eran un par de hoyos que revelaban pura oscuridad; su frente amplia, opaca, blanca; y su quijada abriéndose y cerrándose, con tanta fuerza que se escuchaba hasta donde estaba parado ese sonido espeso: trac, trac, trac.

Los pies me pesaban como si alguien me estuviese tomando de ellos y jalándome para abajo; quise correr, pero no pude. Sólo me miraba y hacía sonar sus dientes molenques. En esas andaba, cuando de ella salió una voz ronca, como de quien lleva tiempo sin hablar:

-Compadécete de mis penas que me atormentan en el purgatorio; tengo cincuenta años sin descanso; pide a mi abuelo, padre de tu abuelo, que dé los 12 mil pesos en plata que están al pie de la alacena que está en la cocina a vara y media de profundidad, que te den cien pesos de los cuales darás cincuenta al padre que me diga tres misas; y yo te recompensaré algo más dándote al alivio de tu asunto, si no cumples, no sanas.

Apenas estaba terminando la última palabra cuando nomás vio las cuñas tiradas frente a ella, pegué la carrera como si se me fuera la vida en ello. Corría y corría, y ella atrás de mí intentando agarrarme con sus manos frías y con su tronadera de quijada.

El miedo no me dejó volver, ni a terminar el compromiso, ni a agarrar mi herramienta; di unos pasos con desasosiego hasta que estuve afuera del panteón; afuera ya me pude acongojar a gusto, me pude recargar en mis piernas temblorosas y recuperar la respiración que tanta falta me hacía.

Al día siguiente no quise volver solo. Le dije a un amigo que me ayudara a volver, y sí lo hizo. Él no me pudo ver en los ojos el temor de que aquella cosa regresara a hacer lo que el día anterior no pudo.

Ese día sí fuimos más temprano, para agarrarla descuidada y que no saliera con la luz. Y sí funcionó, pero lo que no contaba es que mis manos me temblaban como si el sol me diera frío, y en el pecho se sentía un apretón tan fuerte como si quisieran exprimirme toda la sangre.

A duras penas terminé aquella encomienda del señor Carlos.

La salud mía se fue a peor, pronto sentía el cuerpo como si me hubieran arrastrado en la tierra; partes de mi cuerpo se me quedaban quietas por más que yo quisiera moverlas; para sentarme me tenía que dar el tiempo, ya ni eso podía.

Nunca antes fue tan lenta y violenta la vida como aquel tramo que viví después del panteón.

Ya solamente buscaba atravesar los días, hasta que recordé mi tarea encomendada; aunque me costara trabajo lo haría, ya habría tiempo de descansas bien cuando sí me muriera de a deveras.

Lo hice, recordé las palabras que salieron de esos huesos sucios y percudidos. Las indicaciones me quedaron claras. A tirones fue como acabé mi mandado. Y sólo así fue que me sentí mejor, como si de los hombros me hubiesen quitado unos kilos.

Cuando esto se lo contaba a mis amigos, todos me respondían con el mismo mugido: Qué bueno que lo hiciste Jesús; a Joaquín Sánchez también se le apareció, pero él nunca hizo el mandado, por eso jamás se alivió de las enfermedades que le trajo el susto del panteón.

O al menos eso me dijeron.

​KT

LAS MÁS VISTAS