Desde hace un par de décadas, durante mayo, algunas mujeres de las comunidades yaquis de Guaymas, Sonora, se levantan de madrugada para embarcarse en pequeñas lanchas y adentrarse hasta cuatro kilómetros mar adentro en el Golfo de California.
Su objetivo es la medusa bola de cañón, o “aguamala”, una especie marina hasta hace unos años poco explotada en México, pero que en China, Japón o Tailandia, es oro puro.
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La captura de esta especie llegó al país en el año 2000, gracias a la demanda del mercado asiático, donde se le utiliza como alimento, medicamento o en la industria de los cosméticos. En 2011, el pueblo de Guasimas, en Guaymas, ganó una concesión que le permite explotar comercialmente a la medusa que se encuentra en el también conocido como Mar de Cortés.
La participación de las mujeres yaquis en esta actividad es determinante y se ha impuesto a supersticiones y tradiciones machistas que normalmente las relegan de las prácticas pesqueras. Para ellas, además de reconfortar su autoestima, les significa independencia económica.
En el mar, la captura de la aguamala es sumamente sencilla; sólo se necesita una panga, una pequeña red tipo cuchara, gasolina y un lunch para la jornada, que ya en el agua puede durar de una hora y media a dos horas.
Pero también es muy peligrosa, pues la pequeña embarcación debe cargar de cuatro a seis toneladas de medusa por viaje.
“Es riesgoso para una mujer y más porque ella no está impuesta para hacer trabajos pesados. Las pangas se llenan a un grado que estamos pendientes minuto a minuto del regreso a tierra. Si se hunde, tenemos que nadar y auxiliar a otros compañeros, pero si van ellas, tenemos que ayudarlas también...el problema es que cargar kilos y kilos de aguamala te debilita”, narró a MILENIO el pescador Baldomero González.
Pese a los riesgos, desde hace 20 años la pescadora María Estela Guitimea decidió sumarse a esta actividad y acompañar a su esposo, Gregorio Cosmel, para sumar al gasto del hogar.
“¿Qué vamos hacer, no? Así es la vida, dura, tenemos que trabajar; si no pescamos, no hay para los frijoles. Por ello, todos los días nos alistamos y nos vamos a pescar lo que encontremos”, explicó Guitimea.
“Es un trabajo en equipo: él va manejando y ambos venimos cuchareando; yo por enfrente y el por detrás. Una vez que la panga está lista, regresamos. Nunca sabes si regresarás, por eso le pido a Dios que me salve de los problemas que llegue a tener”, asegura la pescadora.
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La captura de aguamala sólo ocurre una vez al año, cuando el clima suele ser muy inestable, “con ventarrazos o revoloteo de olas”, que pueden llegar a voltear las lanchas dejando a sus tripulantes a la deriva.
“Se tiene que buscar uno la vida; a mí me gusta el mar pero a veces se voltean las pangas. Lo de menos son los animales marinos que puedan estar, como orcas o tiburones, sino la desesperación de estar ahí, donde tienes una posibilidad mínima de salvarte”, cuenta María Estela.
Una vez que llegan a tierra con las medusas, que deben tener una talla mínima comercial de once centímetros, la apuntadora Jessica Canales los espera para registrar y medir cada uno de los animales. Cuando son aprobados, es momento de negociar con los propietarios chinos de las tres plantas procesadoras que normalmente se instalan en el pueblo (este año solo se montó una, porque los fuertes vientos echaron a perder la temporada).
El kilo de medusa se los pagan desde un peso con 80 centavos a cuatro pesos, dependiendo de la temporada. Ya en las plantas procesadoras, donde comienza la transformación para exportar el producto, las mujeres yaquis nuevamente son indispensables.
Jessica y sus compañeras empiezan el proceso de despiñonado, es decir, de retirar el cuerpo del animal de la campana o bola que recubre sus órganos y tentáculos, para después salinizarla y decolorarla, lista para su exportación. Esta actividad refuerza la independencia y estabilidad económica de un gran número de mujeres.
“Primeramente lo trasladan a las plantas y ahí está una mesa donde trabajamos varias muchachas y nuestra ganancia son las toneladas que uno haga”, comenta Jessica.
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Nancy García es madre soltera de una pequeña de dos años; para ella esta actividad representa la posibilidad de mantener a su hija.
“Me marcan y nos dicen que va a haber trabajo; llegamos a la planta y nos dicen: aquí te vas acomodar. Nos ayuda porque no dependemos de nadie y le damos de comer a nuestros hijos sin necesidad de un hombre”, narra a MILENIO.
De acuerdo con la Comisión Nacional de Acuacultura y Pesca, la destreza de estas mujeres permitió alcanzar un volumen de 12 mil 369 toneladas exportadas el año pasado, con una derrama económica de 30.5 millones de pesos.
FS