“Mar, regrésame a mis amigos… aunque sea sus cuerpos”

Los dueños de los yates de la pensión Princess les pagaron mil pesos para sacar el agua durante la tormenta, pero los vientos huracanados los hicieron volar “como muñequitos”. Ahora hay 15 capitanes y chalanes de tripulación desaparecidos en la zona

Cementerio de yates (lustración: Mauricio Ledesma)
Acapulco, Guerrero /

Juan Quiñones, capitán retirado de yates que atracan en Caleta, Acapulco, mira al mar y llora. Es un llanto apretado en algún lugar entre el pecho y la nariz que tapa con un cubrebocas para ocultar que el dolor le estremece hasta los labios. Lleva tres días escudriñando cada ola frente a Playa Larga en busca de una mano, un pie, un rostro conocido.

“Me paro aquí y rezo. Digo ‘mar, regrésame a mis amigos… aunque sea sus cuerpos’. El mar siempre ha sido bueno conmigo, así que yo creo que sí van a aparecer, por eso me vengo acá, por si los veo flotar”, me dice sin voltear a verme, siempre atento al oleaje ahora calmado a cuatro días del paso del huracán Otis, categoría 5.

Son 15 amigos y familiares a los que espera. Están desaparecidos desde que “se los chupó el mar”, cuenta. Entre ellos están su mejor amigo Hugo y su compadre Manuel. Sus nombres integran la lista de 120 desaparecidos y “probables muertos” que trabajaban como capitanes o “chalanes de tripulación”, según el último conteo del presidente de la Cámara Nacional de Comercio y Servicios Turísticos en Acapulco, Alejandro Martínez.

Los dueños de las embarcaciones de lujo que aparcan en la pensión Princess, a 300 metros de la estatua de Tin Tan, pagaron a los amigos y familiares de Juan Quiñones para que durmieran en los yates cuando Otis tocara tierra. Sus labores incluirían sacar el agua a cubetadas, prender máquinas para enfrentar el viento y luego limpiar y secar para que los ricos de Acapulco navegaran al día siguiente con toda comodidad.

“Les pagaron mil o 2 mil pesos a cada uno. Y como somos gente pobre, aceptaron. Yo ya estoy retirado, así que me fui a casa con mi familia”, sigue Juan Quiñones, a quien el llanto le cierra la garganta.
“Me vine al día siguiente y me dijeron que todos salieron volando, así como muñequitos. Todo por unos pesos”.

Su lugar de trabajo, dice, es un “cementerio de yates”. De los 25 que ahí aparcan, sólo cinco están en condiciones de navegar de nuevo, pero probablemente sus dueños los vendan en partes debido al alto costo de repararlos. Eso lo enoja hasta el punto de que camina por la playa pisoteando con fuerza los cristales rotos para desahogarse: todo es sustituible, excepto los 15 desaparecidos. “Sus” desaparecidos.

Juan Quiñones me pide que lo acompañe unos metros más hacia el norte, como si fuéramos a Playa Manzanillo. Camina cuatro minutos y se detiene en el muelle del condominio Los Cocos, ahora un cascarón de departamentos saqueados. Y apunta con la nariz hacia una membrana de basura, palos y escombros que flotan bajo las barandillas.

“Ahí, hace rato, la Marina sacó a un señor. Como 65 años, yo le calculo. Estaba todo hinchado, desfigurado, pero no era de los míos. Traía un reloj bueno. Yo digo que era turista”.

Compaero de Juan Quiñones en Caleta, Acapulco (especial)

“Aguanta, aguanta, ya pasamos por mucho”.

A unos metros de Juan Quiñones yace un adulto mayor acostado en dos sillas de plástico. Se está muriendo, murmura su esposa, mientras lo abanica y le pasa un trapo mojado por los labios. Tiene decenas de heridas abiertas por los cristales que salieron volando de un yate de 75 pies cerca de su casa. Es diabético, pero la insulina que lo mantiene estable está perdida. Y aunque la tuviera no hay luz eléctrica para refrigerarla.

Ella también está cansada y mal alimentada. La poca agua que tiene está reservada para su compañero de vida. Tiene un billete de 100 pesos en la bolsa del pantalón, pero no sirve para algo en una ciudad donde escasea lo más elemental. Las únicas divisas válidas en Acapulco son botellas de agua, gasolina y pilas para trueque, así que hurga en la basura para comer y tener energía para seguir abanicando. Después de mucho buscar encuentra la primera y probablemente última comida del día: media milanesa que saca de un bote maloliente.

“Tenemos la esperanza de que manden un helicóptero y lo manden de emergencia a (Ciudad de) México, porque si no, acá se va a morir en unas horas”, susurra, tratando de no molestar a su compañero de vida con sus palabras. “Le digo ‘aguanta, aguanta, ya pasamos por mucho como para que no aguantes’”.
Compaero de Juan Quiñones en Caleta, Acapulco (especial)

Aquel hombre es el rescatado más reciente de Alejandro Venegas, director de Servicios de Rescate y Emergencias en Caleta, Acapulco. Es sábado por la tarde y Alejandro ya sacó a cuatro personas del agua, vio seis muertos y calcula que, sólo entre sus conocidos, hay decenas de desaparecidos. A diferencia de Juan Quiñones, su esperanza es frágil. O, como él dice, realista ante el mayor desastre natural que ha visto en sus 45 años.

“Los vientos eran algo que jamás experimentamos en Acapulco. Te lo digo con la experiencia ya de muchos años: a muchos no los vamos a encontrar jamás. Y si tenemos suerte de encontrar sus cuerpos, no será aquí en Guerrero. Los vamos a encontrar en otros estados, ya descompuestos por el sol y la sal. No sé si los vamos a reconocer”, diagnostica.

Cementerio de yates en Caleta, Acapulco (especial)

Debajo de los yates y las lanchas

Si Alejandro Venegas no está brindando auxilio con insumos muy limitados, está ayudando a Marisela Jaimes, maestra de esnórquel y dueña de lanchas para pesca, a mover las embarcaciones estancadas en la arena y el lodo para ver si encuentran algún cuerpo oculto y frente a las instalaciones militares de Mágico Mundo Marino.

Es una tarea ingrata, dice Marisela Jaimes. Una que jamás quiso hacer. Hace una semana usaba su tubo de silicón, gafas y aletas para mostrar corales y tortugas a los turistas y ahora le sirven para buscar brazos, piernas o mechones de cabello de sus amigos. Cada inmersión la hace con la esperanza de encontrar algo, aunque cuando sale a la superficie a tomar aire agradece no tener éxito en la búsqueda.

“Ya entiendo a las madres de desaparecidos: eso de buscar con ganas de no encontrar, pero también ganas de encontrar. No se lo deseo a nadie”, dice, imparable, entre sorbos diminutos a un termo ya medio vacío al que nunca pierde de vista.

Además de sus amigos desaparecidos, Marisela Jaimes ha perdido su sustento: todo su patrimonio está naufragando en el mar, mientras conversamos. De las 50 lanchas con piso de cristal que había en Caleta, sólo quedan tres. De todas las panguas para pesca, únicamente se rescataron dos. De la totalidad de inflables para la banana, se conservan dos. Los motores están hundidos, igual que las costosas redes de pesca. Hay más bienes en el fondo del mar que en tierra.

“Si ni los yates de lujo aguantaron, ¿por qué iban a aguantar nuestras lanchitas? ¿Ya vio lo que pasó con el Acarey? El yate más famoso de Acapulco se hundió y dicen que murieron como 20 personas, incluida la tripulación”, se lamenta.

Hay tantos testigos en la costa entre Playa Larga y Playa Manzanillo que aseguran que vieron decenas de personas caer al mar y no volver a la playa que, justo cuando conversamos, aparece esa lancha roja de la que muchos hablan en Acapulco. Una especie de mito urbano se confirma con el paso de los días y el crecimiento de las cifras de muertos y desaparecidos.

Cementerio de yates en Caleta, Acapulco (especial)

Es una embarcación de rescate de la Secretaría de Marina. O, mejor dicho, una de muchas. Su aparición transporta a la gente de Acapulco a la angustia de la pandemia por covid-19, cuando veían llegar a las ambulancias con camillas especiales para llevarse a enfermos graves al hospital. La lancha roja es indicativa de una emergencia. Una mezcla de esperanza, pero también de resignación. Un improbable rescate con vida o la previsible recuperación de un cuerpo.

La presencia de esa embarcación de rescate es demasiado agobiante para Juan Quiñones. Prefiere no ver el trabajo de esos profesionales y concentrarse en su propia búsqueda, así que da la vuelta y regresa hacia su punto de observación de mar. No quiere perderse ni un segundo del oleaje, por si ve algún cuerpo reconocible.

El capitán retirado de yates se ha convertido en un farero que vigila el mar con un estoicismo admirable bajo un sol ardiente. Sólo cierra los ojos cuando debajo del cubrebocas se unta una pomada con eucalipto y menta para aguantar el hedor. Una peste particular que no es de agua estancada, alimentos descompuestos ni basura. Un olor particular que todos saben lo que significa, pero que no se dice en voz alta.

“Eso que hueles son muertos”, dice, de nuevo, sin mirarme. “Están abajo de los yates. Cuando todo esto se limpie, van a flotar cuerpos por toda la costa”.
Cementerio de yates en Caleta, Acapulco (especial)

aag

  • Óscar Balderas
  • Oscar Balderas es reportero en seguridad pública y crimen organizado. Escribe de cárteles, drogas, prisiones y justicia. Coapeño de nacimiento, pero benitojuarense por adopción.

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