En el Barrio de Analco perdura la leyenda del Callejón del Muerto

En 1785, en el Barrio de Analco ocurrió un suceso violento que generó La Leyenda del Callejón del Muerto.

Callejón del Muerto. (Andrés Lobato)
Rafael González
Puebla /

En el antiguo Callejón de Yllescas (hoy calle 12 Sur, entre las avenidas 3 y 5 Oriente) en el Barrio de Analco, en el año de 1785 ocurrió un suceso violento que generó La Leyenda del Callejón del Muerto.

La leyenda indica que aproximadamente a las tres de la mañana, mientras caía una tormenta torrencial en la ciudad de Puebla, doña Juliana Domínguez comenzó con labores de parto.

Su esposo, don Anastasio Priego, enfundado con su sombrero, una capa y su espada, acudió en busca de doña Simonita, la partera más renombrada del rumbo.

Don Anastasio, quien era entonces el propietario del Mesón de Priego, tomó rumbo hacia la Parroquia de Analco, que por aquellos tiempos también era panteón.

Alumbrándose con una lámpara de aceite, cruzó entre el lodo hacia la calle de Santo Tomás, hoy conocida como la 5 Oriente. Cuando llegó al antiguo callejón de Yllescas fue sorprendido por un hombre que lo amenazó con una espada pidiendo que entregara su oro o perdería la vida.

Don Anastasio siempre se caracterizó por ser diestro en la esgrima, era tan hábil que pocos lo retaban, motivo por el cual dio un salto y sacando su espada con rapidez, la hundió en el corazón del asaltante, quien de inmediato cayó muerto.

Pese al incidente, el hombre siguió su rumbo hasta llegar con doña Simonita y decidió volver a casa por otro camino, tomando el puente de Ovando. Ambos llegaron justo a tiempo para recibir a un par de gemelos. Una vez que la partera concluyó su labor, don Anastacio la llevó de vuelta a su casa.

Esta vez, su curiosidad le llevó a caminar por el lugar donde había matado al asaltante. Encontró que el cuerpo seguía ahí, rodeado por curiosos que rogaban por su alma y que desde entonces, comenzaron a llamar al sitio como “el Callejón del Muerto”.

Con el correr del tiempo, los vecinos empezaron a asegurar que si alguno caminaba por ahí a altas horas de la noche, el espíritu en pena del asaltante se aparecía. Por esa razón, se mandó a colocar una cruz blanca justo enfrente de donde perdió la vida el maleante.

De igual forma, don Marcelino Yllescas, uno de los vecinos, mandó a oficiar misas por el descanso de su espíritu; sin embargo, la medida no surtió efecto.

El tiempo pasó, hasta que una tarde de agosto, un hombre se acercó al padre Francisco Ávila en la parroquia de Analco, le tomó del brazo y le rogó que le confesara.

El sacristán estaba por cerrar, pero el padre “Panchito”, como le llamaban cariñosamente, pidió que dejara abierto y accedió a entrar al confesionario. A la mañana siguiente, el clérigo faltó a su habitual misa de las siete, lo que llevó al sacristán y al párroco de la iglesia hasta la casa del padre Francisco, a quien encontraron gravemente enfermo de tifus y alterado.

Entonces, el párroco decidió confesar al sacerdote, quien aseguró que había dado la absolución a un hombre muerto desde hacía mucho tiempo, que “venía con permiso de Dios” a buscar perdón y descanso eterno. Al día siguiente, el sacerdote murió por el impacto tan fuerte de haber hablado con un difunto y verlo desaparecer al otorgarle la absolución.

Aunque los moradores mencionaban que con esta acción se terminó el penar de esa alma y al callejón solo le quedó el nombre, lo cierto es que durante décadas a la cruz empotrada en la fachada de la casa marcada con el número 303 le colocaron flores y adornos de papel para evitar su aparición, tradición que hasta hace poco continuaba.

mpl

LAS MÁS VISTAS