Cuando leí la noticia de que en Tijuana habían matado al fotoperiodista Margarito Martínez, el 4-4, como él mismo se presentaba, por los ojos me entró el recuerdo de aquella vez que nos conocimos. Su teléfono me lo había facilitado Adela Navarro, la intrépida directora del semanario Zeta, y eso le dije cuando le escribí por el Whatsapp.
“Quiero conocerte”. “Paso por ti y damos una vuelta”, me respondió.
Debí aclararle que yo estaba pasando por una depresión laboral, justo por cubrir temas de violencia, y, más bien, quería que me contara cómo le hacía para sobrevivir al horror.
Se apareció pasadas las dos de la tarde en la marisquería donde nos citamos. Venía conduciendo el Ford ochentero con el que buscaba muertos en las calles de Tijuana.
Con ese carro llegaba a las escenas del crimen, incluso antes que la policía. Y para eso se ayudaba de una radio, conectada a la banda de la municipal, una radio que, cuando no la cargaba en las manos, la enganchaba a sus pantalones.
Aquel medio día, ya habían matado a un joven que vendía cristal y a otro que era halcón, y el 4-4 había fotografiado a ambos cadáveres. Insistió en que lo acompañara a una suerte de narcotour. Yo le supliqué que me contara su vida.
Entonces supe que antes fue vendedor de curious en la garita más transitada del mundo. Que vendía hamacas, alcancías, máscaras, muñecos, sarapes y que ganaba 100 dólares al día. Que en 2004, después del atentado a las Torres Gemelas, los gringos dejaron de cruzar a Tijuana y el negocio de los curious se vino abajo. Que, por eso mismo, aprendió solo a tomar fotos.
Que en 2007 consiguió jale en un periódico. Que ahora trabajaba de lunes a viernes y no ganaba lo que por mes obtenía en la garita. Que había fotografiado más de seis mil personas asesinadas. Y que, pese a las finanzas cojas y a la muerte, disfrutaba lo que era: un fotoperiodista.
Le pregunté cuál había sido su foto más famosa y él describió la imagen: una señora y su hija pequeña están comiendo tacos en una esquina de la Sánchez Taboada, mientras al asesinado, que yace a menos de tres metros de distancia, no lo rodean ni las moscas.
"A la raza le valen madre los homicidios, campeón”, me dijo mientras se llevaba a la boca una cucharada de camarón crudo.
El 4-4 tenía todas las fuentes necesarias para saber vida y fechorías de cada asesinado. “Pero prefiero no meterme en problemas”. Por eso, sólo enviaba sus fotografías con el tipo de arma con la que habían matado a la víctima, edad aproximada y lugar.
“Podrán decir que soy un cobarde, campeón, pero yo no quiero andar paranoico como otros colegas que se meten hasta la cocina y se queman”.
“¿Y no preguntar te ha mantenido sano mentalmente?”, le pregunté.
“Yo creo que la precaución, o la cobardía, llámale como quieras, te ayuda. Pero mi mejor vacuna contra toda esta mierda la tomo cada semana: los viernes apago la radio a las seis de la tarde y no vuelvo a encenderla hasta el lunes, cuando me despierto. ¿Y qué hago el fin de semana? Me voy con mis hijos y mis nietos a la playa, o cruzamos al gabacho, o nos vamos al desierto.
“¿Tu inteligencia emocional la construyes con la familia? Yo siempre he dicho que el origen de todos los males es la familia”, le dije. “La familia nomás es un conducto, campeón. La clave es el amor. Por tu pareja, por tus hijos, por tus nietos, por tus hermanos o por alguien.
“Yo amo a mi perro”, lo interrumpí.
“No, wey, hay que amar a una persona”, y me apretó el brazo para enfatizarlo: a-mar a u-na per-so-na.
“Bueno, también amo a mis hermanos, a mi padre”, le dije. “Entonces empieza con ellos”.
Volvimos a vernos la siguiente semana. Recorrimos la Sánchez Taboada, el barrio de Margarito, en su Ford y luego nos estacionamos en una esquina, esperando a que en la radio avisaran de algún asesinado.
Pero no avisó. “Tuvimos suerte”, me dijo cuando me dejó cerca del departamento donde me hospedaba. “No creas que me trueno los dedos para que haya muertos. Yo disfruto la vida”.
Qué rabia tu asesinato, 4-4. Qué rabia.
ledz