Salimos de Chamonix en la penumbra antes del amanecer. Pasamos una hora en el helipuerto, mientras el piloto entraba y salía del hangar, viendo hacia el cielo. Entonces de repente dio luz verde. Nos gritó que subiéramos y en un minuto ya estábamos en el aire. El helicóptero aterrizó en el Piton, nos bajamos rápidamente. Por lo general, este es el momento trascendental de los heli-ski, subimos por el banco de nieve y hielo que se alzaba sobre nosotros.
Después de 30 minutos surgimos en el Dôme du Goûter esquiamos sobre la superficie plana, solo nosotros tres, bajo el sol, en una extensión blanca del tamaño de varios campos de futbol. Más allá, donde la nieve se elevaba, podíamos ver filas de personas subiendo, tal vez 50 intentarían llegar a la cumbre ese día. En verano pueden ser varios cientos; se estima que alrededor de 20 mil personas lo intentan cada año.
Las preocupaciones sobre la saturación van en aumento –en 2019 se va a introducir por primera vez un sistema de permisos–, pero eso no es nada nuevo. En un editorial de 1856, el Times lamentó “la manía del Mont Blanc”, quejándose de que tantos escalaban la montaña que “su majestuosidad estaba viciada”.
Los verdaderos alpinistas, con su estricto código de ética, verían con el mismo desdén mis hazañas con ayuda de un helicóptero. De hecho, renuncié al alcohol porque estaba tomando acetazolamida, una medicina que se usa para el glaucoma, pero que también es eficaz para prevenir el mal de altura y que está disponible en el mercado negro de Chamonix.
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Superamos equipo tras equipo en la pendiente hasta la cabaña de Vallot, luego volvimos a usar los crampones para comenzar el Arête des Bosses, la cresta que conduce a la cima.
De repente el suelo se empinó. Gateamos hacia arriba, usando todo nuestro cuerpo y nos hundimos en la nieve profunda y suave. El viento había aumentado; la temperatura estaba en algún punto alrededor de -10º C. Mi ritmo cardíaco se aceleró de manera alarmante, la sangre palpitaba en mis oídos y, al mismo tiempo, logré ver la caída a nuestra derecha. Jadeaba con fuerza y comencé a sentir que aumentaba el pánico, sin saber cuánto tiempo podría aguantar esto.
Después de 10 minutos de tormento, la pendiente disminuyó, mi ritmo cardíaco se desaceleró y todo lo que había frente a nosotros era una suave cordillera nevada. A las 11:30 de la mañana, tres horas después de salir del Piton ya estábamos en la cima. Nos abrazamos, tomamos una foto con las piquetas de hielo en alto, oré en silencio, y eso, pensé, era todo.
Di dos vueltas en el lado norte para darme cuenta de mi equivocación. Al instante mis piernas empezaron a arder, los músculos pedían oxígeno, esa sensación que generalmente se presenta al final de una carrera larga, no en el comienzo. Aun así, fue una experiencia sublime, descendiendo esa primera sección empinada, la majestuosa chapitel de la Aiguille du Midi, ahora una pequeña aguja muy por debajo de nosotros, Chamonix, el mundo real.
“Está bien, descansa unos segundos”, aconsejó Gilbert. “Después de eso no debemos detenernos”. El verdadero peligro del Mont Blanc, que empezaba a comprender, no es que puedas caerte, sino que algo caiga sobre ti. Gran parte de nuestra ruta se encontraba debajo de enormes seracs (bloques de hielo), hermosos, pero mortales, acantilados de hielo que se podían desplomar en cualquier momento.
Si cae un serac o si una roca desciende rodando desde un kilómetro arriba, no importa si eres el mejor esquiador del mundo o un principiante que se tambalea.
La verdad es que cualquier esquiador fuera de pista relativamente apto podría esquiar en el Mont Blanc. La temperatura aumentó y se calentó de una manera ridículamente rápida, el sol golpeaba los glaciares lo que hacía que fueran más probables los desprendimientos de rocas y las avalanchas.
Mis dedos con guantes dolían por el frío en la cima; Una hora después me quité la ropa hasta quedar en camiseta. Seguimos moviéndonos, dando vueltas hacia el este, subiendo hasta una sección de grietas y esquivando pequeños tramos.
A veces puedes esquiar hasta la ciudad, pero la nieve bajó por el sol, así que tuvimos que conformarnos con la estación intermedia del teleférico Aiguille du Midi. Dos horas, 20 minutos después de salir de la cima y 2,500 metros más abajo, nos desplomamos en la zona exterior de un pequeño bar para brindar por mi primer viaje a la cima, la número 92 de Gilbert.