Hace veinte años Enrique Olvera era el que abría y cerraba la puerta de Pujol. Su equipo eran apenas 12 personas. Tenía ímpetu, empuje, hambre y hasta podría decirse que prisa. La juventud, que le llaman. “Podía cambiar el menú de un día para otro”, me dijo en 2010, justo cuando el restaurante llegaba a la puerta de su décimo aniversario. Ese día, viendo hacia atrás, Enrique sentía que ya no hacía falta pisar el acelerador. Que podía tomarse su tiempo para meditar más las cosas. La madurez, que le llaman. “Nos hemos vuelto más serenos y eso se nota en la comida –me dijo–, ya no nos preocupa hacer el plato que nadie ha hecho”, ahora preferían invertir su tiempo en un tamal o en una tortilla, repitiendo una y otra vez lo mismo hasta perfeccionarlo. Aunque, al menos en el diccionario de Olvera, estar sereno no significaba estar inactivo o menos ocupado. Él siempre ha sido viajero y un poco malabarista, y ya para entonces su agenda implicaba pasar al menos 200 días fuera de la ciudad.
Esa tarde Enrique también estaba emocionado. Para el aniversario se acababa de servir una cena para amigos y colegas. Una práctica que prevalece con los años en el restaurante. “Me tatué el décimo aniversario de Pujol y no debí hacerlo”, me dijo (aunque tampoco sonaba muy arrepentido). “Tal vez fue algo infantil, pero ese día no sabes lo emocionado que estaba. Fue de los más importantes en la vida del restaurante, la energía de tener a los tres cracks en la cocina (René Redzepi, Alex Atala, Alex Stupack) le dio al lugar el vigor que necesitaba”. ¿Y qué pasó después? “Al día siguiente decidí cambiar la carta”.
Nunca he escuchado a Enrique decir que Pujol era, o es, el mejor restaurante de México, o que él es el chef “tú las traes” de este país. No le ha hecho falta. Ya para ese entonces esas ideas estaban afincadas en el asfalto de una calle de Polanco. Esos epítetos ya pululaban en el aire, y en los medios, y en los premios, y en las redes. Esas palabras ya no eran suyas para decir, básicamente porque todo aquello ya estaba dicho.
Lo que sí escuché de Olvera ese día fue, aunque él no lo supiera entonces, casi una profecía: “Estamos armando un equipo para poder competir, ya no con los primeros cincuenta del mundo sino con los primero diez”. Luis Arellano (hoy al frente de Criollo en Oaxaca) se acababa de incorporar al equipo. “Queremos un staff profesional, que contribuya, que nos cuestione. No sé si llegar a dónde queremos nos va a tomar cinco, diez o 15 años pero sé que todavía hay camino por andar”. Y así fue. Hace un par de días, ya lo habrán leído, Pujol entró al top 10 del listado de los 50 Best.
Desde entonces han pasado otros diez años y, al margen de los listados, varias novedades en el frente. Olvera ha visto, y vivido, distintas aristas del éxito. Ha sido igual reconocido que criticado. Ha publicado libros en inglés y en español — Uno, En la milpa, Tú casa mi casa, Mexico from the Inside Out, y el más reciente Veinte, que contiene una colección de plumas y ensayos sobre lo que representa Pujol–, ha participado lo mismo en congresos que en programas de televisión, ha abierto y colaborado en más de una decena de restaurantes y proyectos, entre ellos el restaurante Cosme en Nueva York, una sociedad que marcó su crossover a Estados Unidos y al que le han seguido otros como Atla en Los Ángeles. La lista es larga, pues.
Olvera, el hombre
De los aspectos más personales de su vida puedo decir poco: que tiene una faceta de DJ, que le gustan los relojes, que ha confesado en redes ver a Dios en una quesadilla —pero bueno, ¿y quién no?—, que ha dicho a los medios que de niño quería ser pintor y que cuando habla del futuro dice, no sé qué tan en serio, que va a retirarse en Oaxaca para hacer quesillo.
Podría decirles también que todo el cuento empezó en 1976, el año en el que nació. Pero sería una exageración. Prefiero decirles que su yo cocinero se gestó más adelante. Cuando su papá le dio luz verde para estudiar lo que él quisiera, “mientras fuera una licenciatura”, me contó hoy. Esa luz verde lo llevó a estudiar hotelería en México y a trabajar en varias cocinas de la Ciudad de México. “Alguien me habló entonces del Culinary Institute of America” donde no solo encontró lo que buscaba sino que conoció a un nuevo Enrique, uno motivado a estudiar que, en sus palabras “no había experimentado antes”.
Una comida en Le Bernardin, en Nueva York, lo dejó flechado. Olvera habló sobre su experiencia con El País y contó que en ese momento supo que un restaurante no es solo un restaurante, que para él aquello era una epifanía. “Descubrió el fluir del universo en un suflé de mejillones con vino blanco” escribió el diario.
Desde ese punto, Olvera vivió como una esponja todo aquello que se le puso de frente: sobre todo los libros y los viajes. Dejó ir cosas y empezó otras. Siempre guardó un lugar especial para Pujol. El restaurante y él han abierto y cerrado ciclos juntos. “Estamos enfocados en cómo le hacemos para que los restaurantes sobrevivan el guamazo”, me dijo de cara a los retos pandémicos de 2020. En el lado más agridulce de las cosas Olvera y sus restaurantes, sobre todo Pujol, han vivido bajo el escrutinio: él por sus opiniones —algunas publicadas en columnas— y Pujol, recientemente, por denuncias sobre las condiciones de trabajo.
A veinte años de distancia, incluso las crestas de las olas, Enrique dice que todo ha valido la pena: “Las victorias, los errores, los aprendizajes, las fases de experimentación, las personas con las cuáles nos hemos cruzado en el camino”. No sé lo pregunté pero tal vez piensa que podría volver a hacer todo de nuevo. “Siento que Pujol encontró su voz hace algunos años, hoy estamos en una fase de trabajo y búsqueda constante de mejoras”, que no solo implican revisitar qué platos entran o salen en el menú o garantizar una experiencia disfrutable a ojos de los comensales, “sino del impacto que, somos conscientes, tenemos en nuestro entorno”. Una reflexión que espero poder revisitar cuando Pujol y Enrique lleguen juntos a su tercera década.
Claves
Comer en PujolHay tres menús de degustación (maíz y mar), con seis tiempos cada uno y el de tacos, con once. Cuestan entre dos y tres mil pesos.
Platillo insigna
En 2013 nació el mole madre, uno de los favoritos de los asiduos al restaurante, que se incluye en el menú de degustación.
bgpa