Cuando salimos de la Ciudad de México rumbo a El Salvador aquel ya lejano junio del 2009, lo hicimos con la advertencia que la memoria nos daba de que, en aquellos terruños, la eliminatoria mundialista es “guerra”. Y México, el poderoso ejército a vencer. La historia nos dictaba que, allá, el mexicano sufre y le hacen sentir que no es bienvenido. Todo, por un balón de por medio. Imaginamos capítulos propios de pesadilla.
Nos quedamos cortos. MUY, cortos…
La epidemia de la influenza y la consecuente psicosis colectiva que azotó a nuestro país desde abril de aquel año también hizo del deporte su víctima. No fue la excepción.
La Federación Mexicana de Futbol decidió cancelar partidos, la Olimpiada Nacional, de igual forma, fue pospuesta y cientos de eventos deportivos tuvieron que postergarse como parte del plan de contingencia por la epidemia.
Esto, por supuesto, hizo eco a nivel internacional. Las muestras de apoyo no se hicieron esperar…pero también los bizarros ataques empujados por el fanatismo que el deporte genera en mentes rústicas.
El escenario no podía ser más difícil. La exótica decisión de la FMF de contratar al bonachón de Sven Goran Eriksson tenía a la selección nacional con un pie fuera del Mundial de Sudáfrica 2010 y, en el golpe de timón para tratar de enderezar el rumbo, se había apostado por un viejo conocido para confiarle la cabrona misión de llevar al Tri a la Copa del Mundo: Javier Aguirre, el bombero de cabecera.
La primera prueba para El Vasco en esta segunda etapa como seleccionador nacional (la otra fue en el proceso mundialista para 2002) era ni más ni menos que irse a meter al Estadio Cuscatlán, en El Salvador, el mismo que las leyendas del futbol centroamericano ubican como lo más cercano al infierno. Una verdadera casa del dolor para todos los rivales que ahí se paran. Literal.
Así, con el valentón de Aguirre al frente, como siempre hacíamos, viajamos todos en el mismo avión, selección y reporteros, a meternos a la boca del lobo con la confianza en el triunfo tricolor.
“Esto no es normal”, le dije a Alfredo Vázquez, mi compañero camarógrafo que viajó conmigo alrededor del mundo en aquel proceso rumbo a Sudáfrica, cuando, tras descender del avión, fuimos encapsulados por autoridades salvadoreñas y escoltados hasta la zona de migración del aeropuerto internacional de San Salvador.
Ubicados ya ahí, nos pidieron hacer una sola fila a todos los que arribamos en ese avión procedente de la Ciudad de México. Fuimos separados del resto de las personas que llegaban desde otros destinos.
Ya éramos esperados por una decena –a lo mucho- de agentes perfectamente ubicados, cada uno, en su isla de atención.
Tocó turno. Avancé, pasaporte en mano, hacia el oficial que levantó el brazo desde su lugar en señal de que me acercara y, justo unos metros antes de encontrarme con él, de algún lado, sacó un tapabocas azul, de esos que utilizan en hospitales, y se lo colocó.
“¡Pasaporte!”, me exigió. Aún en shock por lo del tapabocas, estiré la mano para entregarle mi documento… hizo una pausa antes de recibirlo para colocarse unos guantes de látex.
Los salvadoreños ya jugaban “su” partido. Aunque faltaban dos días para que los equipos se vieran en la cancha.
“El virus mexicano”, “puercos”, “enfermos”, nos gritaban camino al autobús mientras se cubrían la boca.
El siguiente día nos amaneció no solo con la incredulidad generada por los agentes de migración del aeropuerto, sino también con la rabia que nos generaron las páginas y páginas dedicadas en medios locales sobre el llamado de varias porras para asistir al Cuscatlán el día del partido con cubrebocas para hacer sentirle al rival a dónde habían llegado.
En el recorrido que realizamos varios reporteros por los alrededores del estadio, pudimos confirmar que, en decenas de puestos ambulantes, ofrecían no solo tapabocas, sino también chalecos con la leyenda “Protégete del virus mexicano”. Golpe bajo, cobarde.
Tras otra noche de terror, con cientos de aficionados salvadoreños postrados a las afueras del hotel lanzando cánticos ofensivos referentes a la epidemia de influenza en nuestro país y haciendo explotar cohetones, Javier Aguirre decidió ser Javier Aguirre al salir a brindar una conferencia de prensa portando un tapabocas.
Los reporteros salvadoreños tomaron el gesto de Javier como una broma, pero el técnico mexicano, en su trato y sus tonos al momento de responder a sus cuestionamientos, les dejó claro que su gesto era una protesta, una enérgica manera de responder a los malos tratos recibidos desde la llegada a la nación centroamericana.
No era el empate mexicano antes del juego, mucho menos una victoria… pero cómo lo disfrutamos.
El sábado 6 de junio, día del partido, salimos con más de dos horas de anticipación del hotel de concentración. Por delante, el autobús que transportaba a la selección nacional; detrás, una camioneta que llevaba a los reporteros mexicanos. El convoy fue escoltado por policías durante todo el trayecto –unos 15 min aprox.- hacia el Cuscatlán.
Fue un viaje, digamos, tranquilo. Solo algunos gritos de aficionados que reconocían el camión de los mexicanos y ya. Nada fuera de lo “normal”.
Pero, recuerden, la fama de que el Cuscatlán era el mismísimo infierno no era de a gratis:
La única vía de acceso al estadio, una brava pendiente, fue tomada por aficionados de la Selecta que, en su mayoría, portaban tapabocas, los famosos chalecos y hasta máscaras de cerdos.
Fueron minutos que se hicieron eternos. Era la cara fea del futbol, que también la tiene.
El camión y nuestra camioneta llegaron hasta las afueras de la zona de vestidores. Ahí, la custodia fue para los seleccionados. El resto, quedamos a la deriva.
Fueron segundos los que pasaron cuando comenzaron a caer bolsas desde la parte alta del Cuscatlán. Solo atinamos a cubrirnos con mochilas, chamarras o con lo que había a la mano.
Al estrellarse contra el suelo, las bolsas reventaban. Supimos entonces qué contenían: excremento y orines.
¡Bienvenidos al Cuscatlán!, ¡Bienvenidos al infierno!
Corrimos entre esa lluvia de caca y orines e ingresamos a la zona de tribuna.
Entre los gritos ofensivos, “alguien” de la federación local nos señaló el lugar destinado para la prensa mexicana: cinco sillas de plástico, no más, amarradas entre ellas por un mecate, a las afueras de un sanitario oscuro, en medio de un charco de orines. Imposible.
Nos deseamos suerte y cada quien tomó camino dentro del estadio para encontrar un lugar.
Durante el partido, vivimos una pesadilla. La referencia a la epidemia de influenza era la lanza más filosa de los salvadoreños para todo aquel mexicano que lograban detectar en la tribuna de su estadio.
Ya iniciado el juego, el entonces presidente de la FMF, Justino Compeán, y Giovanni dos Santos, también víctimas del juego sucio de la federación salvadoreña, llegaron a la parte central de la tribunal del Cuscatlán, a unas filas de donde me encontraba, para presenciar el partido.
Justino y Gio tuvieron que abandonar pronto el lugar. Los ataques y ofensas no cesaron hasta que decidieron partir, sin escolta alguna, en medio de la salvaje fanaticada salvadoreña.
En la cancha, México perdió. Y, desde ese viaje, le tememos más al Cuscatlán.