Mústafa Sheta subió al primer piso a confirmar lo que ya sabíamos: estábamos atrapados, rodeados por francotiradores israelíes y no podíamos salir del departamento en Jenín, Cisjordania. Dentro del contexto, era un privilegio encontrarnos en ese sitio, pues aunque no había electricidad ni alimentos, sí teníamos agua y, sobre todo, era un espacio seguro.
Hasta cierto punto, sin duda: en un ataque similar en julio, los soldados rompieron esa puerta en su búsqueda de enemigos casa por casa, y antes de averiguar, amenazaron y golpearon a los periodistas extranjeros que se resguardaban allí. Ahora, además, los militares estaban pasando de un predio a otro abriendo huecos en las paredes, para evitar exponerse al fuego que les devolvían los milicianos que resistían.
Que reventaran el muro y entraran por nosotros era una posibilidad real.
Pero era más peligroso aventurarse a la calle, en la oscuridad y en soledad, para ponerse bajo la mira de los rifles. O del dron, que habíamos estado escuchando en el cielo por 24 horas, y que ya había matado con cohetes a algunas personas.
Además, mi colega colombiano Mauricio Morales y yo también podíamos ser atacados por los combatientes palestinos, que nos habían visto por ahí durante varios días pero, por un lado, no tenían forma de saber de quiénes eran las sombras que se escurrían por los rincones; y por el otro, estaban molestos porque las redes de espías que suele mantener Israel habían dado identidades y localizaciones de varios de sus compañeros, que así fueron asesinados por las tropas enemigas.
¿Quiénes eran los informantes? Podían estar entre ellos mismos pero también entre los foráneos como nosotros.
Un periodista brasileño publicó una foto de un miliciano que portaba un emblema negro que al reportero, en su desconocimiento, le recordó o pareció como de Daesh (Estado Islámico, ISIS)... y así lo puso. Eso no solo desacredita a la resistencia local, que sí tiene algunas banderas negras –y amarillas y verdes– pero no relación con ese grupo. Y nos pone en riesgo a los demás reporteros, en un entorno de extrema tensión en el que la gente está adolorida, indignada y suspicaz, y sin deberla ni temerla podemos encontrarnos en graves problemas.
Los activistas estaban, además, en desventaja: tenían a su favor el conocimiento del terreno y el apoyo de la población, pero sus enemigos los vigilaban con el dron y, sobre todo, podían barrerlos con un poder de fuego muy superior. Así lo oímos una y otra vez: empezaban algunos tiros, unos más sonoros que otros, que luego se convertían en un fuerte tableteo, hasta que se escuchaba una explosión y de pronto, silencio. El equipo local aumentaba el marcador, pero el de la cuenta trágica.
Nuestra colega francesa, Camille Courcy, estaba confinada a un hospital a 300 metros de distancia, donde los jeeps militares impedían el paso de las ambulancias y el movimiento de personas, y ya habían disparado contra el lobby del centro clínico. Pero ella estaba bien, protegida por las mujeres que habían buscado refugio para sus hijos en ese lugar. Así es que lo mejor era serenarse y esperar.
Campos de resistencia
La atención del mundo está puesta en Gaza, en bombardeos masivos, una invasión terrestre y un bloqueo que condena a morir de sed y de hambre a más de dos millones de personas.
Pero en Cisjordania, la otra parte de Palestina, Israel ha aprovechado que nadie mira para intensificar una guerra que ha estado impulsando desde el año pasado, y que tiene el doble objetivo de ampliar los territorios en poder de los asentamientos judíos, que son ilegales para la normatividad internacional, y destruir a las organizaciones de la resistencia palestina, armadas y no armadas. No solo a la milicia Hamás.
Los campos de refugiados fueron creados en 1948, a partir de la guerra en la que cientos de miles de palestinos, que vivían en lo que ahora es el Estado de Israel, fueron despojados de sus hogares y sus tierras, y expulsados a Gaza o Cisjordania.
Si en el territorio de la antigua Palestina hay por lo menos tres grandes niveles de privilegio (los judíos israelíes en el primero; los palestinos con ciudadanía israelí en el segundo; y el resto de los palestinos en el tercero), los refugiados, que llevan 75 años apretados en los espacios urbanos más desfavorecidos de la región, forman una jerarquía subterránea de marginación.
Los tataranietos de los desplazados del 48 han crecido entre las privaciones, la falta de oportunidades y la ira por la humillación cotidiana.
El de Jenín es el foco de resistencia más conocido. En 2002, fue arrasado por el ejército israelí. Ese fue el peor de muchos ataques previos y posteriores. Quienes hoy forman la Katiba (batallón) Jenín, no habían nacido en aquel año pero crecieron con las consecuencias.
El resultado de cada ofensiva del ejército ocupante es la apertura de un nuevo campo fértil de reclutas para las milicias.
Contra Cisjordania
El gobierno, los órganos de inteligencia y los militares israelíes fueron sorprendidos por el ataque del 7 de octubre, hace poco más de un mes, planeado e implementado por Hamás sin que pudieran descubrirlo.
Pero los habitantes de los kibbutzim (colonias agrícolas) y de los pueblos que sufrieron ese ataque no solo se quejan por ello. También denuncian que pasaron muchas horas antes de que el ejército pudiera acudir en su ayuda, porque la mayoría de sus efectivos estaban desplegados en Cisjordania, apoyando la campaña de expansión de los asentamientos ilegales.
Según un reporte del International Crisis Group, en el primer semestre de 2023, los colonos israelíes llevaron a cabo 593 ataques contra aldeas palestinas en Cisjordania, un aumento del 39 por ciento sobre el mismo periodo del año anterior.
Este fenómeno se agudizó con el estallamiento de la guerra, el 7 de octubre. En estas semanas, con el incremento de los ataques de las fuerzas armadas israelíes, han matado a por lo menos 151 palestinos, incluidos 43 niños. Además, han arrestado a más de 2 mil personas, incluidos 26 periodistas (que se suman a 15 que ya estaban en prisión).
Según Médicos Sin Fronteras, con las 14 personas que murieron en los alrededores mientras estábamos atrapados, la cifra llega a 30 solo en Jenín, más 162 heridos.
Atrapados
El miércoles 8 de noviembre, a las 7 de la mañana, habíamos podido ver escaramuzas entre los jóvenes de Jenín y los soldados, desplegados para proteger las maniobras de máquinas retroexcavadoras blindadas que destrozaban las calles del campo de refugiados, tiraban los monumentos y destruían las pequeñas glorietas. Regresaron esa medianoche para trabajar durante cuatro horas. Pudimos grabar algunas de sus actividades porque trasquilaban una de las vías a 10 metros de la ventana del cuarto donde yo dormía.
Solo era el preludio de un ataque mayor. Ese jueves, planeábamos viajar temprano a Ramallah –la ciudad que es, de facto, la capital del Estado palestino, a 63 kilómetros de Jenín– pero antes quisimos observar los daños provocados. Además de levantar cientos de metros de pavimento, los soldados destruyeron tuberías de agua potable y de alcantarillado, y en la entrada de una mezquita, rompieron las escaleras de acceso y las aplanaron para que la gente no pueda entrar.
Habíamos regresado por nuestras mochilas cuando sonaron las sirenas de alarma de la ciudad. Desde el cielo, los movimientos de las personas ya estaban controlados por el dron. En WhatsApp, corrieron videos que mostraban una larga columna de vehículos militares blindados entrando a Jenín, a los jóvenes apedreándolos, a los primeros heridos. La gente se encerró en sus casas, sonaron los tiroteos, cortaron la electricidad.
Nuestro anfitrión, Mústafa, director del Teatro de la Libertad, subió desde su oficina para asegurarse de que no hiciéramos tonterías. Luego se fue. La intensidad de los disparos nos obligó a cerrar puertas y ventanas, para no atraer fuego inquisitivo. Solo escuchábamos. Y sentíamos, de manera leve pero estremecedora, la onda expansiva de las explosiones cercanas.
Quisimos calcular los chances de sobrevivir si intentábamos escapar por una ruta detrás del edificio, donde había estado la máquina que grabamos por la noche, pero que ahora parecía tranquila. Varias ráfagas de balazos nos sacaron del error, muy a tiempo. Lo único que cabía era esperar. Sin luz, se me acababa la batería del celular. Oscureció a las 5 de la tarde. Logré enviar mensajes a organizaciones de libertad de expresión en México, que se movilizaron para avisar de nuestra situación a sus oficinas regionales y a nuestras representaciones diplomáticas para que, si nos arrestaban o resultábamos heridos, estuvieran al tanto de nuestra situación y pudieran tratar de hacer algo.
De pronto, escuchamos discusiones en el patio trasero. Una mujer convencía a otras, que habían abierto las ventanas, de que se fueran juntas. No le hicieron caso. Levantando las manos, caminó hacia la calle. Salió. Temí el disparo fatal. No llegó.
Algo había cambiado. Asomándonos al frente, vimos movimiento. Con los objetos que podían cargar, varias personas estaban huyendo. Tomamos la decisión de marcharnos en ese instante. Corría un rumor de que el ejército israelí había dado media hora de pausa para que la gente se fuera. ¿Sería cierto? Pero en la oscuridad, todo era confusión.
Decenas de lucecitas de los teléfonos se movían en todas direcciones. La gente se tropezaba. Algunas mujeres arrastraban a niños pequeños que lloriqueaban. Los hombres daban órdenes a gritos, sin que nadie pareciera hacerles caso.
En el camino, perdí a Mauricio, el colega colombiano. Frente al hospital, no vi los jeeps militares y pude entrar a buscar a Camille, sin éxito. Después me dijo que los israelíes les habían ordenado marcharse. Dispararon contra el parabrisas del coche de Abed Qusini, su productor palestino… así que obedecieron.
Ya no veía israelíes, ¿se habían marchado? Pero casi tropiezo con uno de sus jeeps, que tenía las luces apagadas. Cuatro de ellos controlaban un sector de la avenida que me llevaba al centro de la ciudad. Apresurado, tomé otra calle. Tuve suerte porque encontré una diagonal que me llevó a la avenida que había abandonado antes, poniéndome a salvo, del lado contrario al de los militares. Encontré a grupos de jóvenes palestinos que defendían posiciones con neumáticos ardiendo, y trataban de evitar los haces de luz verde de las mirillas láser de los rifles de los soldados.
Yo también.