No sabía que lo estaba decretando. Apareció en mis redes sociales la fotografía de una tortuga gigante: era un promocional del gobierno de Ecuador refrendando su compromiso con la conservación del Parque Nacional Galápagos y su patrimonio natural, único en el mundo. La miré suspirando y le prometí a mi hija: “Un día iré a buscar tortugas gigantes”.
Eran los primeros días de un caluroso abril de 2024. Dos semanas después, inesperadamente recibí una invitación para viajar a Ecuador. La Agencia Francesa para el Desarrollo me invitaba a participar en un taller en Quito, sería panelista, daría una charla sobre mi experiencia como periodista ambiental. Para una reportera que cubre medio ambiente, viajar a las Galápagos es una oportunidad irrepetible.
Es el archipiélago que se encuentra a unos mil kilómetros del Ecuador continental, las “islas encantadas”, llamadas así porque marineros y piratas solían perderlas de vista debido a que una espesa capa de niebla las cubría, incluso algunos navegantes llegaron a decir que eran espejismos. Esta reserva de la biósfera que, gracias a su aislamiento y a millones de años de evolución, ha conservado una variedad de ecosistemas prístinos, fue descubierta en 1535. Pero cobró un papel relevante en 1835, cuando Charles Darwin llegó a las islas y, aunque solo tocó tierra en cuatro de ellas, sus investigaciones sobre animales y plantas nativas le permitieron formular su teoría de la evolución de las especies.
De inmediato apunté mis objetivos: hablar con investigadores de la Estación Científica Chales Darwin—de la fundación del célebre naturalista—, acompañarlos a buscar tortugas gigantes y visitar la Isla Bartolomé, famosa por los suelos de origen volcánico que especialistas llaman paisaje lunar. Todo esto justo a la mitad del mundo.
Revisé vuelos, costos, llamé a agencias de viajes y, tomando en cuenta que el vuelo internacional estaba cubierto, el presupuesto era más accesible que viajar a la Riviera Maya en Quintana Roo, México. La odisea comenzó con los trámites de ingreso.
Todo el tránsito en el archipiélago está regulado por el Consejo de Gobierno del Régimen Especial de Galápagos, organismo responsable del ordenamiento territorial. Mis motivos, periodísticos, me obligaron a gestionar el certificado de transeúnte.
Escuché el caso de un joven que no obtuvo el permiso porque no tenía vuelo de regreso. Galápagos enfrenta problemas de sobrepoblación, incremento de turismo e introducción de especies exóticas que pueden alterar el equilibrio ecológico, por lo que está restringida la migración interna, incluso el desempeño de actividades económicas está regulado por el gobierno, es decir, si una persona obtiene un trabajo en las islas, deberá también obtener la autorización gubernamental, esto para limitar el crecimiento poblacional y garantizar la conservación de la frágil biodiversidad.
Con el tiempo encima, preparé el plan de trabajo, aceleré la tramitología y el 29 de mayo de 2024 volé a Quito, donde cumplí mis deberes como incipiente conferencista. El anhelado día llegó el día 31. Esta ansiosa reportera tomó el primer vuelo a las Galápagos, ello implicó llegar de madrugada al aeropuerto de Quito. Antes de siquiera documentar, los viajeros deben hacer una enorme fila, pasar a la oficina del gobierno de Galápagos y recibir la autorización de ingreso. En un punto de control me entregaron el tarjetón de transeúnte.
Este es el suelo que pisó Charles Darwin
El Archipiélago se compone por 13 islas mayores, cuatro de ellas pobladas: Santa Cruz, San Cristóbal, Isabela y Floreana; además tiene más de 200 islotes, rocas o islas menores.
La superficie terrestre protegida se extiende en 7 mil 985 kilómetros cuadrados, y abarca el 97% de la superficie del archipiélago, el 3% restante es la superficie habitada; mientras que la reserva marina cuenta con 133 mil kilómetros cuadrados, solo se permite la pesca artesanal y el turismo en sitios de visita establecidos.
La agenda de trabajo comenzó al aterrizar, tenía programado una visita al Aeropuerto Ecológico de Galápagos —en la Isla Baltra—, la primera terminal aérea ecológica en el mundo que, entre sus cualidades, no utiliza aire acondicionado y aun así puede mantener una temperatura agradable de 24 grados y dejar el calor afuera; el edificio fue construido en dirección de los vientos predominantes de la isla, por lo que aprovecha la brisa marina para bajar la temperatura. Cerró el 2023 con 578 mil vuelos.
Ahí, en el edificio terminal, de nuevo hay que formarse para pagar la cuota de ingreso al Parque Nacional Galápagos, que es de 100 dólares para los turistas extranjeros. Mi poderoso tarjetón de transeúnte me eximió del pago. Después de dos horas reporteando sobre la edificación sostenible, una breve visita a la planta desalinizadora que provee de agua a baños y cocinas, y viendo las inspecciones del ‘binomio canino’ para evitar el ingreso de frutas y otros productos naturales que puedan poner en riesgo a las especies nativas, abandoné la terminal.
Una camioneta me llevó hasta la costa para abordar un ferry, que cruzó el Canal de Itabaca para dejarme en la Isla Santa Cruz.
Es viernes, la embarcación está vacía y hubiera tenido que esperar más si no fuera porque en minutos dos personas abordan, son guardaparques, Irinda y John, ataviados con su fresco y pulcro uniforme color caqui, y el logotipo del parque: una tortuga gigante sobre un tiburón martillo (de las especies más icónicas, durante el verano se congregan en grupos de cientos para migrar hacia los polos).
“Es raro ver mexicanos por aquí”, dijo uno de los guardaparques. Me hablaron de su gusto por el fenómeno televisivo La Rosa de Guadalupe y, de ahí, sus ganas por conocer el templo de la virgen morena. Una vez en tierra firme, me invitaron a abordar el taxi con ellos, una camioneta pickup que, por más de cincuenta minutos, cruzó la selva tropical, hasta el otro lado de la isla: Puerto Ayora, la cabecera del cantón de Santa Cruz.
Dividimos la tarifa de 24 dólares. En el año 2000 Ecuador dolarizó su moneda, es decir, reemplazó el sucre por el dólar estadounidense, para estabilizar su economía y reducir la inflación. Aunque el español es la lengua oficial, el inglés también permea fuerte en las Galápagos, debido a su vocación turística y a que sus principales visitantes son estadounidenses; la señalética, los menús de los restaurantes, los letreros de los locales, todo está en inglés. La inevitable turistificación en el suelo que exploró Darwin.
Una vez en el hotel de esta ciudad, boté las maletas y salí de prisa, se acercaba la hora de la entrevista programada con una funcionaria del Parque Nacional Galápagos, fue mi primera caminata por la afamada y flamante Avenida Charles Darwin, rebosante de restaurantes, tiendas de souvenirs y pequeños hoteles.
¿Cuáles son las acciones para frenar el turismo?
Las Islas Galápagos fueron inscritas en la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco en 1973; se consideran un laboratorio viviente y fuente de estudio para cientos de investigadores, tan solo la Estación Científica Charles Darwin colabora con más de 300 científicos de todo el mundo, en diversas líneas de investigación, como el monitoreo de tortugas terrestres, la conservación de aves y tiburones, la resiliencia de los manglares ante el cambio climático, o el impacto del aumento de la temperatura del mar en la reciente mortandad de iguanas marinas, que encuentran una baja disponibilidad de las algas de las que se alimentan.
En los últimos años, sin embargo, el turismo ha crecido tanto que ejerce una enorme presión sobre los recursos y pone en riesgo el equilibrio ecológico, debido a la gran demanda de servicios, como agua potable, que no es suficiente para abastecer a los más de 32 mil residentes; así como la generación de basura y el riesgo de ingreso de especies exóticas que afectan a las especies locales, muchas de ellas, endémicas.
En 1993, las islas recibieron 47 mil turistas; para 2023, la cifra aumentó a 329 mil visitantes, por lo que, a finales de ese año, la Unesco instó al gobierno a frenar el crecimiento turístico. Se determinó actualizar la tarifa de ingreso al parque, que se mantenía vigente desde 1998, por lo que a partir del próximo primero de agosto aumentará de 100 a 200 dólares para visitantes extranjeros, y de seis a treinta dólares para turistas locales.
“Lo que queremos es minimizar el impacto por el incremento de visitantes, que están centrados en la generación de energía, el manejo de desechos y el abasto de alimentos. Tenemos 35 mil habitantes, versus más de 300 mil turistas al año”, dijo Mariuxi Farías, la directora de Uso Público del Parque Nacional Galápagos.
Farías no esconde la realidad, de hecho, mi primera impresión al llegar al poblado no fue la de estar pisando un área natural protegida de tremendo calibre, el hogar de más de 7 mil especies de plantas y animales, de las tortugas gigantes, los piqueros patas azules, albatros, cormoranes, iguanas, lobos marinos, tiburones martillo y más.
Al corte de mayo de 2024, 120 mil personas han visitado las Galápagos. Los mexicanos representamos menos del 1% de los turistas que arriban; ¿será por eso que me siento tan apapachada? En cuanto hablo, me dicen que se reconoce mi acento ‘cantadito’, otros no reparan en decir que “aunque los gobiernos están peleados, somos hermanos”.
Reviso estos datos: 75% del turismo extranjero procede de Estados Unidos; 11% de Reino Unido; otro 11% de Alemania, 9.4% de Canadá y 5.5% de Francia.
En Puerto Ayora, los comercios y hoteles de la avenida Darwin me recuerdan más al creciente Tulum que a otras islas mejor conservadas, como las Marías o Revillagigedo. En las Galápagos, cuatro de las 13 islas tienen poblaciones, la más grande es la de Santa Cruz donde me hospedo; en suma, hay más de 12 mil viviendas.
La mañana del sábado, me encamino a Tortuga Bay, una bahía de arena blanca y agua color turquesa dividida en dos ensenadas: Playa Brava con olas para surfear; por su inmensa belleza, no hay visitante que no se resista a frenar su paso. La otra es Playa Mansa, perfecta para zambullirse y sorprenderse con la fauna marina: pequeños peces de colores que se resguardan en las raíces del mangle, hasta un curioso tiburón martillo bebé nadando solitario. Lo más impresionante es la cantidad de especies que uno puede ver a cada paso sobre la arena, cómo las iguanas marinas tomando el sol durante largas horas para equilibrar su temperatura corporal y expulsar el exceso de sal; también hay avecitas playeras que picotean en busca de crustáceos y otros bichos; en mi caminata también pude distinguir pelícanos, cangrejos y pinzones de cactus, que se alimentan de las cactáceas altísimas que predominan en la isla.
“A parte de tener una playa linda, puedes apreciar una biodiversidad importante, [por eso] la prioridad número uno siempre será la conservación”, dijo Fabricio Maldonado, guía naturalista.
Ante la polémica por el próximo aumento de la tarifa de ingreso, agregó: “el turismo de naturaleza no tiene por qué ser barato, el destino de naturaleza tiene que ser el más caro, esto es irrecuperable, y cuesta muchísimo renovarlo”.
Un encuentro con las tortugas gigantes
El tiempo pasa volando y mi estancia en este paraíso es demasiado corta. Hasta el lunes podré cumplir uno de mis objetivos principales: ir a buscar las tortugas gigantes en su hábitat natural, con el investigador Freddy Cabrera de la Estación Científica Charles Darwin, que desde hace 12 años realiza el monitoreo de la Chelonoidis donfaustoi, una de las 14 que existen en el archipiélago, y que se encuentra en peligro de extinción.
En el siglo XVIII, las islas solían ser visitadas con frecuencia por piratas y balleneros que desencadenaron efectos negativos en el ecosistema. Los antiguos navegantes se dieron cuenta de que las tortugas pueden resistir meses sin agua, ni alimento —ya que pueden convertir su grasa en energía—, así que cientos de miles de esas criaturas fueron tomadas como comida fresca para sus largos viajes.
“Tenemos 14 especies de tortugas, y aquí en esta isla tenemos dos, en Santa Cruz. Estamos ahorita con la donfaustoi, en peligro de extinción, hay una población de 500, es toda la población de esta especie. La tortuga más grande que tenemos con dispositivos de rastreo es de 177 centímetros de largo por 1.37 y pueden pesar mucho más, más o menos 220 kilos las que hemos podido levantar”.
Si las mariposas monarca recorren más de cuatro mil kilómetros desde Canadá y Estados Unidos hasta los santuarios de México, pese a una efímera vida de siete meses, con un peso de medio gramo, me resulta tan sorprendente lo que el investigador Freddy Cabrera me revela, que ‘las Galápagos’, como llaman a las tortugas gigantes, a pesar de que pueden llegar a vivir más de cien años y pesar más de dos toneladas, solo se alejan cinco kilómetros del lugar donde nacieron y estiman que se mueven a partir de los 25 años, cuando les llega la hora de aparearse.
“Lo queremos entender es cómo ellas comienzan a migrar, en qué momento lo hacen, si van detrás de las adultas, o solo por instinto dicen ‘este es el sendero de nuestros ancestros y por aquí nos vamos’. Llegan a la parte más alta a unos 400 metros sobre el nivel del mar, es un recorrido de 5 kilómetros”.
Se trata de una investigación que tomará décadas, Cabrera reconoce que quizá él mismo no alcance a ver los resultados; desde 2010 ha dado seguimiento a un grupo de tortugas que, a la fecha, siguen sedentarias, muy cerca del lugar donde nacieron.
“Hasta ahora no han migrado, las tenemos marcadas y en estos años siguen en sus mismos lugares, pensamos que en algún momento se van a ir”.
De camino a la Luna y a la mitad del mundo
Son las siete de la mañana. Una camioneta aguarda en un parabús de la avenida Darwin. Somos nueve norteamericanos, un ecuatoriano y una mexicana a bordo. El guía Felipe Ayala realiza el tour prácticamente en inglés. La regla en las Galápagos es que todo grupo de turistas debe visitar los sitios de interés acompañado de un especialista. El Parque cuenta con una matrícula de 700 guías debidamente capacitados sobre el patrimonio natural. Ellos deben cumplir con requisitos establecidos en el Reglamento de Guianza para la provincia de las Galápagos; este año, por ejemplo, se postularon 450 aspirantes para iniciar el curso y solo 150 entraron, seguramente el embudo se cerrará al finalizar el año.
En fin, se cierran las puertas del vehículo y nos dirigimos hacia la Isla Baltra, donde abordaremos el yate Altamar. El capitán Alex, que dice haber “nacido en la isla bonita, Santa Cruz”, nos da la bienvenida. Conforme nos alejamos del muelle, el cielo inmenso nos abraza durante el traslado, 21 millas rumbo a la Isla Bartolomé y la promesa de pisar el famoso ‘paisaje lunar’ sin salir del planeta, a la mitad del mundo, en el ecuador.
En el camino, nos acercamos a la Isla Daphne Mayor, donde anida el piquero de Nazca, un pariente del ‘bobo de patas azules’. “El piquero de patas azules es el más fácil de ver porque es un ave costera, lo podemos ver en la playa, en el muelle, pero el piquero de Nazca siempre está lejos, suele estar en acantilados como este”, dijo el guía.
Alex toma una bocanada de este aire puro y habla de su mayor enamoramiento:
“Me encanta el mar, yo sueño con el mar, desde muy pequeño me gustó el mar. Llego de trabajar y no me cansa, llego a ver videos de pesca, del dorado o del atún; cuando voy a ver mi madre [en Guayaquil], vamos a ver el mar. Me encanta bucear, pescar; ha sido sostén mío y para toda mi familia, porque a temprana edad perdí a mi padre y tuve que sacar adelante a mis dos hermanas, así que el mar fue mi vida”, dice.
En medio de la plática, me pide mirar al agua: “¡ahí van las tortugas marinas!”. Cuento una, dos… y se sumergen, pero atrás vienen más. “Vienen dos juntitas”, dice. Verlas nadar causa algarabía entre todos; alcanzo a contar 33.
“A los animales los conozco desde chiquito. Cuando viene el turista, disfruto ver cómo se sorprenden o se admiran, muchas veces olvido que es la primera vez que ellos ven un animal como el piquero patas azules, que yo conozco desde niño. Me gusta cuando se sorprenden de algo que para mí es cotidiano, como un lobo marino”, dijo el guía Ayala.
Pronto aparece la Isla Santiago y enseguida la Bartolomé. Un paisaje fuera de este mundo. Suelos de roca volcánica cuyos tonos van del ocre a la terracota. Lo que me trajo es la fama de sus impresionantes vistas, como el “Pinnacle Rock”, una formación rocosa que emerge del océano, uno de los íconos de las Galápagos, esa postal puede apreciarse mejor desde la cima del cono volcánico, a una altura de 114 metros.
Bartolomé es una de las islas más jóvenes, tiene un millón de años; mientras que la isla de enfrente, el volcán Santiago, tiene tres millones de años y está inactivo.
“Todos los volcanes tienen una cámara magmática por debajo. Santiago es una isla principal, tiene su cámara magmática, Bartolomé es una consecuencia de la actividad volcánica de la isla principal, la cámara por debajo tiene bastantes ramas de cuando ocurrieron erupciones volcánicas, todo el suelo alrededor se quebró, emergiendo lava por debajo del suelo marino, y se crea una isla que emerge del agua”, explica.
Mientras ascendemos por unas escalinatas de madera, apreciamos la variedad de suelos, predominan los rojos, pero también hay naranjas, cafés, negros, rocas porosas y otras muy pesadas, hasta obsidiana. “Nada pueden llevarse”, apunta el guía.
“Ahí se puede ver perfectamente que la lava se enfrió, se ven como las olitas; era un río de lava aquí, pero al estar en contacto con el aire, se solidifica”, explica y luego nos muestra un pequeño tubo de lava: “es un tubo de aire, que se solidifica creando una corteza encima, mientras la lava se siguió fluyendo por debajo”.
Ahí cerquita crece un asombroso cactus de lava (Brachycereus nesioticus), una cactácea endémica que fue capaz de colonizar estos suelos rocosos.
Llegamos a la parte más alta, donde la cereza del pastel es admirar el Pináculo, que emergió justo a un costado de la Bahía Sullivan. El viento corre tan fuerte que infla mi ropa y vuela mi sombrero. La panorámica es tal como se ve en las fotografías, pero la sensación es inexplicable: mirar ese paisaje, donde no hay nada más que la inmensidad, me recuerda lo pequeño y breve de nuestra existencia en el universo. “Una chispa, tan solo en la edad del cielo”, cantaría Jorge Drexler.
Todo ese paisaje se llama “el paisaje lunar”, dice el guía, la roca volcánica que, cuando se erosiona, cambia de colores, cambia de texturas, se ve todo quebrado, la roca se oxida, se destruye, se quiebra. Es roca oxidada, es el hierro que se oxida y se hace rojo, como las manzanas, “se hacen estos colores a través de miles de años”, dice.
Así es como me sentí en la Luna, a través de un gran viaje a las islas encantadas, sobre la línea imaginaria que divide al planeta en dos hemisferios. En la mitad del mundo.
GSC/LHM