• Cuando Maduro canta, el pueblo baila: anatomía de un poder de resistencia en Venezuela

En Venezuela, la tensión política se siente desde el primer paso en su territorio.

Ciudad de México /

Cuando Maduro habla, el pueblo calla. Cuando Maduro grita, el pueblo aplaude. Cuando Maduro canta, el pueblo baila. Así se vive un mitin de Nicolás Maduro en Caracas, justo en la explanada del Palacio de Miraflores, tan sólo 72 horas después de que venciera el plazo impuesto por el presidente estadunidense Donald Trump para que el mandatario venezolano dejara el cargo.

MILENIO estuvo ahí, y constató que lejos de mostrarse intimidado ante la amenaza de un ataque militar, Maduro sonreía, levantaba los brazos y se puso a bailar al ritmo del coro “No guerra, sí a la paz”. La multitud, teñida de rojo, repetía casi en automático: “No war, yes to peace”.

Playeras, gorras, banderas y mantas se mezclaban en una masa roja uniforme. Todos eran simpatizantes del gobierno, aunque algunos admitieron que habían sido obligados a acudir. A estas personas, las que trabajan para el gobierno, les llaman “enchufados”.

También había muchos adultos mayores, que en Venezuela reciben despensas estatales y una pensión que no supera los seis dólares mensuales. La mayoría llegó en camiones. A más de uno le tomaron lista.

Desde allí, Maduro desgranó un discurso que mezcló nacionalismo, religión y advertencias bélicas. Habló del orgullo venezolano y de la defensa de la soberanía ante la presión de Estados Unidos

Nicolás Maduro ha pedido paz ante la presión del gobierno de Trump | AFP

Recordó al papa Francisco, aseguró ser católico pese a que la Iglesia venezolana no lo quiere y, poco después, coqueteó con las iglesias cristianas evocando a sus fieles como gente buena, respetable.

El evento culminó con la toma de protesta a un comité encargado de diseñar planes para defender al país en caso de invasión. Los puños se elevaron al grito de Maduro.

Visto en las pantallas, el fervor subió como espuma. Pero en el terreno, la percepción era distinta; no había tanta gente como mostraban las tomas cerradas de la cadena estatal “Venezolana de Televisión”. Y el ánimo, festivo ante el líder, se apagó después de cumplir con el compromiso del mitin.

En Venezuela, la tensión política se siente desde el primer paso en su territorio. En el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, el recibimiento está lejos del confort y amabilidad que se percibe al momento de llegar a un país amigo.

A lo largo y ancho de la terminal aérea, hay carteles con el rostro de Edmundo González Urrutia y la leyenda SE BUSCA. Un recordatorio constante de la persecución que se puede librar a quien hable mal o desafíe al gobierno de Maduro.

Edmundo González Urrutia, líder opositor venezolano | AP

En las líneas de migración, los agentes observan a cada viajero con sospecha y rutina. Las preguntas se hacen sin rodeos ni tacto, mucho menos con una sonrisa de falsa amabilidad. ¿A qué vienes? ¿Dónde te hospedarás? ¿Quién te recibe? ¿Por qué razón exacta vienes a Venezuela? Los pasaportes son revisados con minuciosidad, porque dadas las condiciones, ya son pocos los que se atreven a hacer turismo.

El viajero que se anime a entrar, se encontrará con que el trayecto desde Maiquetía hacia Caracas es un desafío económico. Un viaje común supera los 50 dólares. Sin Uber, y con plataformas como Yummy dependiendo del humor de los conductores para aceptar pagos con tarjeta. Aquí casi todo el mundo prefiere el efectivo, escaso en las calles de Caracas.

En ese primer contacto se dibujaba un país lleno de contrastes. Un taxista lo explica con simpleza: “Aquí la cosa está normal, pero nunca se sabe. Siempre se oye que puede pasar algo”.

Un trabajador público, con veinte años en un ministerio, explicaba que su salario apenas alcanzaba para sobrevivir. Le pagan el mínimo, calculado en seis dólares, más un bono variable que puede ir desde los 100 hasta los 200 dólares. 

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​El problema es que las nóminas no se pagan en billetes americanos, sino en bolívares, que pierde su poder adquisitivo en más del 50 por ciento frente al dólar.

Las calles de Caracas muestran una belleza desgastada pero persistente: rascacielos ochenteros, avenidas amplias, teatros que sobreviven como testigos de otra época. Y al mismo tiempo, centros comerciales repletos de tiendas de lujo, concesionarios de autos deportivos, vitrinas con iPhones nuevos.

En los supermercados conviven los productos locales con marcas estadunidenses. En el país que se proclama antiimperialista, florecen las marcas del enemigo, con largas filas en los McDonald’s y KFC. Y un letrero que anuncia: “Hugo Boss, próximamente”.

Conforme avanzaban los días, los rumores sobre una posible acción militar estadunidense contra Venezuela crecían. En cafés, taxis y hoteles, la conversación cambiaba de tono. 

La ciudad parecía contraerse ante la posibilidad de algo inminente. Y el miércoles por la tarde ocurrió un detalle que muchos interpretaron como señal: el GPS comenzó a fallar. Google Maps se volvió errático, las rutas se distorsionaban, la aplicación se cerraba sin motivo aparente. No era el teléfono ni la señal: era el entorno.

Poco después, llegó otra señal: la suspensión de vuelos internacionales. Wingo y Copa Airlines, las dos aerolíneas extranjeras que aún operaban pese a la advertencia de Estados Unidos de mantenerse en tierra, dejaron de volar. Oficialmente, hablaron de fallas técnicas en sus sistemas de navegación. Extraoficialmente, la interpretación era clara: el espacio aéreo comenzaba a cerrarse.

Las alternativas para salir del país se redujeron de inmediato. Las aerolíneas nacionales no tenían disponibilidad y, cuando la tenían, exigían dólares en efectivo. Nada de tarjetas. Nada de transferencias. Solo billetes. Al final, la única vía viable era comprar un boleto hacia Mérida y desde allí buscar una salida terrestre hacia Colombia. El vuelo era corto, pero costoso. Más de 100 dólares para recorrer poco más de una hora.

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​En Mérida empezaba otra odisea: encontrar un taxi seguro para viajar hasta San Antonio del Táchira, en la frontera con Cúcuta. El trayecto de casi cuatro horas serpenteaba por carreteras deterioradas, golpeadas por años de abandono. El costo del transporte superaba los 3 mil pesos mexicanos, una cifra que volvía a colocar en perspectiva cuánto vale moverse en un país en tensión.

Al llegar a la frontera, un gesto pequeño reveló mucho sobre el espíritu venezolano: el taxista pagó a un conductor colombiano para cruzar y asegurar el traslado seguro del pasajero hasta el aeropuerto. Le tomó una fotografía al vehículo, no como recuerdo, sino como garantía de entrega. Un acto sencillo, silencioso, que hablaba de una ética aún viva incluso en medio del colapso y la incertidumbre.


HCM

  • Jorge Martínez
  • Periodista y comunicador con más de 20 años de trayectoria en medios de comunicación, especializado en coberturas nacionales e internacionales de alto impacto. Es egresado de la Universidad Enrique Rebsamen, donde cursó las licenciaturas en Ciencias y Técnicas de la Comunicación y en Derecho. Ha participado en la cobertura de acontecimientos de relevancia mundial, entre ellos, las detenciones de Joaquín 'El Chapo' Guzmán, uno de los episodios más significativos en la historia reciente de la lucha contra el narcotráfico en México.

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