«Pobrecita». Esto fue lo que la princesa Margarita, de apenas seis años, le contestó en diciembre de 1936 a su hermana Isabel, cuatro años mayor, tras preguntarle «¿quiere eso decir que serás la próxima reina?» y obtener como respuesta «sí, algún día». El carácter reposado que caracterizaba a Isabel le llevó a asumir con más templanza que su única hermana y que sus propios padres, los entonces duques de York, la decisión de abdicar de su tío, el rey Eduardo VIII.
El mayor terremoto en la historia de la monarquía británica causó una honda conmoción popular y provocó una crisis política que desestabilizó al gran imperio que entonces sumaba a una cuarta parte de los habitantes de todo el planeta. Pero el irresponsable paso atrás de Eduardo VIII para poder casarse
con la divorciada estadounidense Wallis Simpson sobre todo lo que hizo fue cambiar el destino de una niña Isabel que había sido educada como una princesa de la que no se esperaba protagonismo alguno. Su padre, coronado como Jorge VI, se convirtió en monarca el 11 de diciembre de 1936 y ella, de la noche a la mañana, en la heredera, una inmensa responsabilidad que le coartaba todo conato de libertad.
Como para que su hermana no sintiera en ese momento pena por ella.
Lo que nadie pudo siquiera imaginar entonces es que esa niña no sólo se convertiría en reina, sino que su mandato se prolongaría durante 70 años, batiendo todos los récords de la historia. Pero, sobre todo, que los historiadores le pondrían el apelativo de Isabel II la grande, en justa exaltación del extraordinario empuje y tesón, prácticamente sin tachas, con el que ha sabido llevar las riendas de su nación durante tanto tiempo, convertida en una de las dirigentes mundiales más respetadas y admiradas, y demostrando una prudencia, sabiduría y capacidad de acierto tan difíciles cuando se está permanentemente en el epicentro del interés de la opinión pública.
Han sido incontables sus logros.
Aunque en el éxito de Isabel II destaca su capacidad para haberse sabido confeccionar un traje de reina a su medida, tejido con silencio.
Porque la meritoria capacidad que ha demostrado para permanecer muda, esto es, exquisitamente neutral, durante todo su reinado es una de las claves de la gran popularidad de la que ha gozado. Con ella se va una forma de entender la monarquía casi como un sacerdocio que probablemente no se repetirá jamás.
Isabel Alexandra Mary nació en Londres el 21 de abril de 1926, primogénita del príncipe Alberto y de la duquesa María, quien se convertiría en una popular soberana consorte.
Como su hermana Margarita, la princesa Isabel recibió una formación de escaso nivel por parte de institutrices en la misma residencia familiar. Hasta el punto de que, cuando en 1936 se convirtió en la heredera, en Buckingham se vieron obligados a reaccionar improvisando como pudieron para mejorar su instrucción con preceptores que, con los años, le dieron un barniz básico en materias como derecho constitucional. Y, con todo, ya convertida en reina, Isabel II no ocultó su frustración por la pobreza de su formación académica, un lastre a la hora de tener que empezar a hacer frente a tantas decisiones y asuntos de la enorme complejidad que iba a exigir su cargo.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de 1939, cogió a las dos princesas adolescentes en Balmoral. Y allí, lejos de sus padres y de la inquietante situación que se vivía en Londres, permanecieron varios meses, hasta que fueron desplazadas mucho más cerca de la capital, al castillo de Windsor.
La negativa de la enérgica reina consorte a que sus hijas abandonaran el país mientras duraba la contienda –se barajó enviarlas a Canadá– fue muy bien recibida por la ciudadanía. Antes del fin de la terrible contienda, la princesa Isabel ingresó en el Servicio Territorial Auxiliar de Mujeres como teniente segunda y se formó dentro de su división del ejército como conductora y mecánica.
La pasión por conducir la ha mantenido casi hasta el fin de sus días.
La victoria aliada sobre la Alemania nazi provocó un estallido de júbilo en un Londres extenuado por tantos años de guerra, privaciones y tragedia humana. El 8 de mayo de 1945, el Día de la Victoria, fue, además de una jornada de inmensa felicidad para la familia real, una de las pocas ocasiones en las que la princesa Isabel pudo dar rienda suelta al deseo de mezclarse como una ciudadana más con cientos de miles de londinenses que se dejaron arrastrar por una marea de felicidad en una celebración interminable. Muchas décadas después, el realizador Julian Jarrold plasmaría aquella noche en la que Isabel fue una inglesa más en la exitosa película Noche real.
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Retrocedamos de nuevo al verano de 1939. Poco antes de que la guerra lo cambiara todo para siempre, Isabel realizó con sus padres una visita al Real Colegio Naval de Dartmouth. Y allí conoció a un cadete por cuyas venas corría sangre que le emparentaba con las principales dinastías europeas aunque su situación fuera la de príncipe desterrado y casi sin dinero: Felipe de Grecia y Dinamarca. Lord Mountbatten, tío de ambos, ejerció de celestino y consiguió que los monarcas invitaran a Felipe a una cena en el yate real. Aquel joven alto, rubio y atlético causó sensación a una Isabel que contaba con 13 años. Se enamoró perdidamente.
Durante los seis largos años que duró la guerra, Isabel y Felipe –quien combatió con la Royal Navy– apenas se vieron, aunque sí mantuvieron una prolífica correspondencia.
El rey Jorge y la Corte confiaron en que la princesa se olvidaría de él. Pero no fue así. Prácticamente la única vez en su vida que ha antepuesto sus deseos personales y su voluntad a cualquier cosa fue cuando no cejó hasta que su padre accedió al matrimonio.
La boda se celebró el 20 de noviembre de 1947. El país aún trataba de recuperarse de los rescoldos de la guerra y se intentó conciliar la solemnidad que el enlace exigía con la austeridad a la que obligaban las maltrechas arcas públicas. Felipe recibió el título de Duque de Edimburgo. Pero tuvo que renunciar a sus derechos dinásticos en Dinamarca y Grecia, abandonar la fe ortodoxa para convertirse al anglicanismo y arrinconar a su familia, no pudiendo invitar al enlace a sus hermanas por sus vínculos con la Alemania nazi –dos tuvieron maridos jerarcas del régimen–.
El 14 de noviembre de 1948 llegó el primer hijo del matrimonio: Carlos, quien se convertiría en el Príncipe de Gales que más tiempo ha esperado para sentarse en el trono de toda la historia. Tras él, Ana, Andrés y Eduardo irían completando una familia real que a lo largo de las décadas no ha dejado de protagonizar toda clase de episodios, bastantes de ellos escándalos que han zarandeado la imagen de una Corona que, sin embargo, se ha mantenido incólume gracias a los buenos oficios y a la capacidad de entrega de la reina.
Isabel II ha sido monarca desde el 6 de febrero de 1952, uno de los días más dolorosos de su existencia. Se encontraba, junto a su marido, en Kenia, dentro de una extensa gira real por varios países de la Commonwealth. Mientras el matrimonio disfrutaba de un cierto respiro en el magnífico parque natural de Aberdare, llegó la noticia de que Jorge VI había muerto.
A sus 25 años, Isabel de Windsor se convertía en la mujer más poderosa del planeta, a la cabeza del que todavía era un vasto imperio con dominios en los cinco continentes.
La coronación se produjo al año siguiente, el 2 de junio de 1953, en la Abadía de Westminster. Gracias en buena medida a la iniciativa de Felipe de Edimburgo, la de Isabel II fue la primera jura de un monarca británico que se retransmitió por radio y televisión, con una cobertura que despertó un increíble interés en todo el mundo y que supuso un empujón para la popularidad de la monarquía.
En la coronación, Isabel II pronunció el discurso más importante de su vida, en el que consagró toda su existencia a servir «a nuestra gran familia imperial». Y lo ha cumplido a rajatabla. Siete décadas dedicadas en cuerpo y alma al sostenimiento de la Corona y al servicio a su pueblo. Guiando con acierto y sirviendo como inspiración a su patria, desde el orgulloso imperio del que empezó llevando las riendas inicialmente hasta el mapa geopolítico actual, tan diferente, en el que el Reino Unido trata de encontrar su nuevo lugar en el mundo en plena era de la globalización y el impacto sentimental causado por el Brexit y el aislacionismo de la isla. Muchos de los países que en 1953 integraban la Corona británica se irían convirtiendo en repúblicas progresivamente –el último caso, Barbados, en 2021–. Aun así, Isabel II ha llegado al final de sus días como jefa de Estado de 15 países, además del Reino Unido de otros tan importantes como Canadá, Australia o Nueva Zelanda, y también como cabeza de la Commonwealth –54 naciones y casi 2.000 millones de habitantes–, una entidad tan querida por la reina por cuanto es el hilo invisible de ese fabuloso imperio por el que nunca ha desaparecido del todo la nostalgia en Londres.
Ni qué decir tiene que en la vida abnegada como reina de Isabel II, al igual que en la historia de la monarquía misma, hubo un antes y un después con Diana de Gales. La boda de la Cenicienta que se casó con un príncipe de verdad, Carlos de Inglaterra, como hoy bien sabemos fue una farsa, sí, pero de ella estuvieron pendientes más de 800 millones de espectadores y en su momento el enlace se consideró la mejor opción para que el heredero del trono sentara la cabeza y la inexperta y dulce muchachita alumbrara savia nueva que asegurara el futuro de la dinastía: los príncipes Guillermo y Harry.
Lo que vino después fue un matrimonio tormentoso, el gran escándalo de un divorcio en el que se airearon todas las vergüenzas de la institución... Y... el fatídico 31 de agosto de 1997, la muerte de la princesa del pueblo, llorada por todos los británicos en una demostración de exorcización sentimental que a su monarca le costó comprender.
El momento de popularidad más bajo en el larguísimo reinado de Isabel II se produjo justamente entonces, cuando falló la comunión entre la soberana y los suyos, quienes no entendían la aparente frialdad que demostraba para abandonar su refugio de Balmoral y tener un gesto de calidez hacia la que había sido su nuera. Tuvo que ser el entonces premier Tony Blair quien la convenciera de la necesidad de que abandonara el perfecto papel de alejamiento de todo lo mundano que hasta entonces se asociaba con la institución para mostrar humanidad y sufrimiento en público. Isabel II se vio obligada a agachar la cabeza.
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La era del populismo no había hecho sino empezar, y por supuesto lo iba a cambiar todo también para la Corona.
Llegarían años especialmente duros para la monarca... hasta alcanzar 1992, su annus horribilis, tal como ella misma lo calificó en un discurso a la nación. Se sucedieron los escándalos familiares, con tres de sus cuatro hijos divorciados, la institución vivió sus cuotas más bajas de popularidad... y para colmo un terrible incendio asoló su querido palacio de Windsor.
Pero la reina de Inglaterra se ha reinventado muchas veces. Y, al timón de la institución, consiguió darle la vuelta a las encuestas y recuperar el afecto de ese pueblo británico que siempre le ha demostrado una enorme admiración. Y se fueron sucediendo grandes acontecimientos como el Jubileo de Zafiro, de 2017, con el que se celebró que Isabel II se convertía en la primera monarca que cumplía 65 años en el trono. A partir de ahí, seguiría pulverizando récords hasta este 2022 en el que ha festejado su Jubileo de Platino por sus siete décadas como soberana, y agrandando su leyenda.
Con 94 años, y tras los difíciles meses de confinamiento obligado por el coronavirus, último gran zarpazo para la humanidad del que la reina ha sido testigo directo, la soberana sufrió la pérdida de su marido, Felipe de Edimburgo, quien murió el 17 de abril de 2021 ya casi centenario.
La imagen de la monarca durante el funeral en la más absoluta soledad mientras despedía a quien fue la roca en la que se apoyaba, engrandecía el mito de una soberana que nunca ha dado pasos en falso.
En la hora de su propia despedida, lo más justo que se puede decir de Isabel II la grande es que ha cumplido la promesa de su coronación: «Declaro que toda mi vida, ya sea larga o corta, la dedicaré al servicio de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos». No prometió en vano.