Es como hacer una letra "L" acostada con la mano. Pero tiene que estar bien acostada, el pulgar hacia el cielo, el índice apuntando adelante, porque no debe parecer "L". Es una “pistola” que con la otra mano, como en una película de vaqueros, se acompaña de un segundo “revólver” para simular una secuencia de disparos avasallante.
La "L" es de los lulistas, los simpatizantes de Lula, el enemigo, el mal. Las pistolas son de Bolsonaro, mito, el bien… dios, para algunos. Los bolsonaristas se reconocen de inmediato en la calle, en la playa, en el aeropuerto, en cualquier sitio. Se muestran las pistolas hechas con dedos, sonríen, y apuntan hacia donde hay lulistas, o donde los imaginan. Es metáfora.
Pero ya es real. A lo largo de esta campaña, los pleitos políticos entre gente común han dejado tres muertos, en incidentes separados, en distintas ciudades. En cada ocasión, el asesino ha sido un bolsonarista, y la víctima un opositor. En una de ellas, un hombre entró a un local preguntando a gritos quién era lulista y mató al que levantó la mano.
Es el estilo que su candidato, el hoy presidente en busca de la reelección Jair Bolsonaro, de 67 años, implantó desde su exitosa ofensiva electoral de 2018. Ante las críticas por el gesto, optó por inflamar la insolencia en un mitin en Goiânia al subir a una niña pequeña al templete y enseñarle a disparar con la manita a un objetivo supuesto, ante los vítores de la multitud.
Él mismo recibió un ataque en esos días. Una persona con problemas mentales lo hirió con un puñal. Bolsonaro sobrevivió y regresó a las giras. No porque no hubiera sido de gravedad fatal ni por la oportunidad y destreza de los médicos, sino por la intervención divina, aseguraron él y los suyos. Se dijo salvado. Y renacido. Y su gente elevó su estatura hasta las nubes: “¡Mito, mito!”, corean al verlo, al soñarlo, al invocarlo. “Dios”, incluso, lo llaman algunos de sus más devotos, como pastores de iglesias del sector que lo apoya más fervorosamente.
Las fuentes de poder
No es posible ignorar a los evangélicos. Son alrededor de 65 millones de brasileños. Más habitantes que los que tiene la mayoría de los países del mundo. Más del doble de los que votaron por Andrés Manuel López Obrador en México, en ese mismo año. La tercera parte de la población de Brasil.
Y responden muy bien al discurso extremista de Bolsonaro, que como la mayoría de ellos identificaen una entidad difusa que llaman “ideología de género” muchas de las amenazas que enfrenta la sociedad: la presencia pública de los homosexuales, la decisión de las mujeres sobre su propio cuerpo, la explícita aspiración feminista de pasar de la oscuridad al poder.
El pensamiento del presidente suele pasar a su verbalidad sin filtros. A la diputada Maria do Rosário le dijo que “no te voy a violar porque no te lo mereces”. Ante la devastación causada por su manejo de la pandemia —dijo que el covid-19 era “un catarrito”— , durante la que despidió a tres ministros de salud hasta que puso a un general al frente, y saboteó no sólo la estrategia nacional de contención del virus sino también las que tuvieron que desarrollar individualmente los estados, dijo que “lo lamento por los muertos, pero igual todos vamos a morir. Tenemos que dejar de ser un país de mariquitas”.
Para millones de evangélicos, sin embargo, Bolsonaro es reverenciado, incluso conocido, apenas desde 2018, cuando la campaña, el atentado y su vehemencia religiosa llevaron su imagen hasta miles de templos. En cambio, la base originaria de su crecimiento político son las fuerzas de seguridad.
Aunque ahora trata de asegurarse el apoyo del ejército, antes fue expulsado de él por haber planeado un ataque con bomba contra oficiales. Lo quiso hacer en protesta por los bajos salarios de los soldados. Y por décadas, fue el abanderado de las reivindicaciones de los uniformados de verde, y luego también de los de las distintas corporaciones civiles (“los policías son unos héroes”, suele insistir).
Y los llevó con él a la política. Si en 2010, 27 de ellos fueron electos para ocupar cargos públicos, en 2018 fueron 115, incluidos dos gobernadores. Este año, hay más de mil 800 candidaturas de policías y militares, de las que un 97 por ciento son de partidos de derecha.
Durante su gobierno, Bolsonaro ha retacado las altas oficinas públicas con oficiales sin la preparación necesaria —la incapacidad burocrática es considerada una de las causas del fracaso de su administración— pero con un disciplinado sentido de cuerpo, con el que el presidente espera contar si las cosas, como pintan, le salen mal.
6 de enero de 2021… ¿o peor?
El último sondeo, de la tradicional casa encuestadora Datafolha, le dio un 36 por ciento al presidente. Su rival, Luiz Inacio “Lula” da Silva, del izquierdista Partido del Trabajo pero al frente de una coalición que corre de la extrema izquierda a la derecha moderada, ha ido subiendo hasta un 50 por ciento.
La encuestadora reporta que su margen de error es de +/– 2 por ciento. En las elecciones de este domingo 2 de octubre, hace falta ganar con la mitad de los votos más uno para llegar a la presidencia. Si no, los dos candidatos más votados pasan a una segunda vuelta, el 30 de octubre.
Lula y los suyos están haciendo lo posible por vencer en la primera ronda. Lo que ellos temen, con muchos de los observadores nacionales e internacionales, es que Bolsonaro trate de descarrilar el proceso electoral y aferrarse al poder, incluso con un golpe violento.
En Brasil se usa la urna electrónica desde 1986. El elector no escribe sobre una boleta sino que introduce su decisión con el teclado. No ha habido reclamos de fraude. No los hizo, por ejemplo, Bolsonaro cuando ganó con esas máquinas en 2018. Pero ahora, siguiendo el manual de Donald Trump —de quien es seguidor declarado—, se ha dedicado a convencer a sus simpatizantes de que todo está manipulado.
Incluso, en julio convocó al Palacio de Planalto a 40 embajadores extranjeros para explicarles que el sistema de votación está corrompido. Y las encuestas también, por supuesto. Como las que indican que un 52 por ciento de los brasileños no votaría por él en ningún caso.
Trump sostenía que sólo el reconocimiento de su victoria demostraría que el sistema funcionó bien. Bolsonaro supera al maestro porque, insistió el 20 de septiembre, “si no gano con el 60 por ciento es que hay algo raro”.
El “6 de enero” es una de las señales clave de este proceso. ¿Tratará Bolsonaro de lanzar con sus seguidores una ofensiva sobre el Legislativo o el Poder Judicial, al estilo de la que alentó Trump en esa fecha de 2021? Los analistas señalan una diferencia fundamental: el ex presidente estadunidense no pudo obtener el apoyo del ejército, ni siquiera sus propios guardaespaldas del Servicio Secreto obedecieron sus órdenes de llevarlo a encabezar la violenta marcha, y Trump acabó siguiendo los sucesos sentado frente a la tele.
Brasil, en cambio, tiene otros antecedentes. De 1964 a 1985, padeció una dictadura militar mucho más larga que cualquier en Sudamérica. Bolsonaro ha declarado su admiración por ella, incluido su recurso a la tortura. Y altos oficiales la recuerdan con nostalgia. La pregunta es cuál es su peso relativo dentro de las fuerzas armadas.
Analistas estadunidenses señalan, sin embargo, que Washington manda señales de que no desea un conflicto en el segundo mayor país del continente, y que los generales brasileños, muchos de ellos formados en Estados Unidos, reciben advertencias de sus antiguos profesores contra una tentación golpista.
Una derrota en primera vuelta sería contundente y los lulistas esperan que contenga a Bolsonaro, que impida que una campaña de segunda ronda agudice la polarización y le permita al presidente provocar una crisis sucesoria, rechazando el resultado y aferrándose a la silla presidencial. Bolsonaro ha dicho que “sólo tengo tres alternativas: que me arresten, que me maten o salir victorioso”.
Pero aún si finalmente acepta admitir la derrota, el bolsonarismo llegó para quedarse. El chantaje de poner en jaque la democracia y una demostración de su poder podrían asegurar que aunque deje la presidencia, la justicia no se atreva a pedirle cuentas y que se mantenga como una amenaza permanente.
Una amenaza recordada en las calles, un día sí y otro también, por sus seguidores repitiendo el gesto de apuntar contra los rivales políticos, contra los izquierdistas, los gays y las mujeres que se comportan como a ellos no les gustan. Apuntar y a veces, disparar.
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