Cantantes, actores, intelectuales e influenciadores digitales se han pronunciado a favor del candidato Lula da Silva, pues les han prometido reconstruir un país devastado por el presidente y candidato Jair Balsonaro.
Formada con la mano, la L tiene que estar claramente orientada: el pulgar en línea horizontal, el índice señalando al cielo. Porque si está apuntando al frente, o peor, a alguien, será una pistola, como que el presidente Jair Bolsonaro ha popularizado entre sus simpatizantes. La del equipo de Lula, en cambio, se ha propuesto ser propositiva porque los sondeos lo favorecen con más de 10 puntos, y la casa encuestadora Datafolha le dio un 50 por ciento de apoyo en el último cuestionario de la campaña, pero eso no es suficiente para alcanzar la mitad más uno necesario para ganar la presidencia este domingo 2 de octubre, en primera vuelta. Es un cierre literalmente peliagudo.
“Vira Voto”, se llama la campaña. No por viral, aunque han logrado que lo sea. Eso quiere decir “cambia voto”, porque buscan convencer a los simpatizantes de Bolsonaro, a los de otros dos candidatos menores y a los indecisos de darles ese 3 por ciento que les falta.
Para este esfuerzo, no les falta el apoyo de figuras con tirón popular: prácticamente toda la comunidad artística brasileña está con Lula. O con Lula, una parte, y fieramente contra Bolsonaro, la totalidad.
En dos videos aparecen figuras clásicas como Caetano Veloso, Maria Bethânia, Gal Costa, Daniela Mercury, Milton Nascimento y Preta Gil (hija de Gilberto Gil, músico y ex ministro de Cultura de Lula) junto a los globais, los famosos de TV Globo, la televisora brasileña dominante: Alinne Moraes, Caco Ciocler, Zezé Polessa y otros.
Y el truco que muestran, y que miles de jóvenes ya repiten, es hacer un veloz movimiento de muñeca para “virar” la pistola bolsonarista en una L de Lula, el cambio de voto que les urge para ir más allá de los sectores que lo apoyan, como las mujeres, la población de la región Nordeste y quienes ganan menos de dos salarios mínimos.
En el último debate, Lula llamó al voto útil. “Es día de votar”, convocó. “Las personas que están desanimadas, que posiblemente están pensando en no ir a votar, en anular el voto, en abstenerse, ¡no hagan eso!”
Frente amplísimo
Si de virar se trata, Luiz Inácio da Silva, conocido por su apodo de toda la vida, Lula, no ha cesado de virar. A sus 76 años, pasó de ser obrero metalúrgico en la empobrecida región nordeste, donde nació, a líder sindical, fundador del Partido del Trabajo (PT) en 1980, tres veces candidato presidencial (1989, 1994 y 1998), presidente por dos periodos (2003-2010) y algo así como líder político-moral durante el doble mandato de Dilma Roussef (2011-2016). La experiencia de gobierno lo condujo a abandonar posturas radicales para ser más pragmático.
En el sumamente fragmentado panorama político brasileño, con una variedad de partidos con más intereses económicos que ideología, la gobernabilidad sólo se obtiene con una estrategia de alianzas que no puede ser escrupulosa. Y que tiene altos costos, como Lula y Roussef comprobaron cuando la entonces presidenta fue traicionada por sus asociados en el Congreso y destituida en 2016, en lo que el PT denuncia como un golpe de Estado legaloide.
Uno de quienes apoyaron esa maniobra –que a falta de votos suficientes, pareció la única manera de sacar del poder al PT– fue el derechista Geraldo Alckmin, dos veces gobernador del estado más grande de Brasil, Saô Paulo, y uno de los viejos rivales de Lula. Hoy es su aliado. Todavía más: es su compañero de fórmula como candidato a vicepresidente.
Virando más y más, Lula entendió que no podía confiar en su popularidad para vencer a Bolsonaro. Este último logró llegar a la Presidencia, en 2018, en buena medida porque Lula no pudo ser candidato: pasó año y medio en la cárcel bajo acusaciones de corrupción de las que el Tribunal Supremo lo libró por evidencia insuficiente. Él dijo que fue lawfare, como se llama a las guerras legales y legaloides emprendidas como forma de descarrilar liderazgos de izquierda y obstaculizar el trabajo de gobiernos democráticos, o incluso de derribarlos.
Ahora Alckmin se justifica porque “muchas personas fuimos engañadas por los procesos de la Operación Lava-Jato (que los magistrados encontraron que fue manipulada políticamente por el fiscal Sergio Moro, al perseguir los sobornos de la megaempresa Odebrecht; cuando Bolsonaro llegó a la Presidencia, nombró Ministro de Justicia a Moro, después se pelearon y éste pasó a la oposición) y el ex presidente es inocente”.
En todo caso, su participación le permite a Lula ponerle un segundo rostro a lo que llama “frente democrático amplísimo”, una versión extendida de los frentes amplios con los que las izquierdas y el centro se han unido en otros países de América Latina y Europa, y que en el plan de Lula es necesario para vencer a Bolsonaro no sólo en las urnas, sino ante su intención de permanecer en el poder resulte lo que resulte, cueste lo que cueste.
Elecciones de cuidado
La base política del presidente son el ejército y la policía, entre cuyos miembros es sumamente popular y a quienes ha llevado a ocupar una multitud de puestos de elección y burocráticos, incluyendo ministerios y gubernaturas. Además, hay un núcleo duro de empresarios de extrema derecha dispuestos a acompañarlo hasta el final (en Instagram, el hombre de negocios bolsonarista Luiz Henrique Crestani y su esposa Patricia publicaron videos de sus prácticas de tiro al blanco con escopeta, y el blanco era Lula) y una mayoría de evangélicos (la tercera parte de la población) que ven a Bolsonaro como enviado de dios por sus ataques contra feministas y homosexuales.
Sus seguidores recorren las calles de las grandes ciudades exigiendo “voto auditable” porque su candidato los ha convencido de que las urnas electrónicas (que se usan desde 1996 y de las que no se había quejado ni Bolsonaro cuando ganó con ellas, en 2018) son manipulables y que, como las encuestas, serán usadas para falsificar el voto y robarle la victoria. Y son también los que adoptan la intolerancia violenta que predica su dirigente, provocando pleitos callejeros que ya han dejado tres muertos, todos lulistas.
El temor, compartido por la oposición y en general por quienes se preocupan por la viabilidad de la democracia brasileña, es que las cuatro semanas que habría entre la primera y la segunda vuelta del 30 de octubre, si nadie obtiene más del 50 por ciento de los votos este domingo, podrían servirle a Bolsonaro para acentuar la polarización y generar el ambiente que le permita retrasar, suspender o descalificar el proceso electoral, con un golpe de Estado embozado o abierto.
Así que en su esfuerzo por arañar esos últimos puntos que necesita, Lula visita templos de evangélicos para hablarles en el lenguaje que les gusta, evita hablar de ciertos asuntos que inflaman a la derecha como el aborto y el matrimonio gay, se reúne con inversionistas y banqueros y utiliza a Alckmin como interlocutor confiable para este último sector.
Viro riesgoso
Alckmin parece, para algunos, una apuesta manejable para el PT. Aunque hay quien rumora que ya está pactado que sea el candidato presidencial de coalición en las elecciones de 2026, entregándole el barco a la derecha, en realidad es un tipo discreto con un tirón moderado entre la gente. En 2018, no llegó al 5% de los votos. Su presencia es simbólica, además, porque los vicepresidentes –como dijo Michel Temer cuando estaba con Roussef– tradicionalmente se quejan de ser confinados a un papel decorativo.
Confirma, además, un modelo de alianzas que le ha funcionado al PT: las cuatro veces en que su candidatura presidencial ha venido acompañada de un aspirante a vicepresidente de izquierdas (1989, 1994, 1998 y 2018), ha perdido; y cuando ha ganado, el compañero de fórmula representaba posiciones más a la derecha (2002, 2006, 2010 y 2014).
El riesgo no está en que Alckmin, a sus 69 años, quiera ser candidato en cuatro u ocho años. Desde que terminó la dictadura militar (1964-85) y retornó la democracia, de seis vicepresidentes, tres han ascendido a la Presidencia: uno porque el titular murió en el cargo y dos porque fue juzgado y destituido por el Congreso (como Michel Temer, que co dirigió la ofensiva contra Roussef y así logró sustituirla).
Con tales antecedentes, algunos se preguntan si un derechista en la Vicepresidencia no generaría entre los congresistas la tentación de sustituir a un presidente izquierdista, sobre todo si se interesa por revisar la corrupción en el Congreso.
Alckmin u otros podrían terminar haciendo el movimiento de muñeca inverso, virando la L de Lula por la pistola de Bolsonaro.
HCM