En una pequeña tienda arrasada por la gigantesca explosión del 4 de agosto en Beirut, Claudette cose el dobladillo de una falda naranja con su vieja máquina después de haber resucitado su comercio para "seguir viviendo".
Justo un mes después de la deflagración que destruyó barrios enteros de la capital de Líbano, causando 191 muertos, 6 mil 500 heridos y dejando a 300 mil personas sin hogar, la vida recobra su ritmo poco a poco en las zonas más afectadas.
Por necesidad financiera o acto de desafío, un puñado de comercios reabrieron sus puertas en calles que aún están en gran parte en ruinas, donde obreros y voluntarios trabajan día tras días.
"La explosión lo ha destruido todo aquí, pero decidí volver, no tengo otra opción", dice Claudette, costurera de 60 años, cuya mirada refleja el drama de hace un mes. "Mi marido está en el paro y mi hijo de 33 años fue despedido debido a la crisis económica", la más grave que atraviesa el país desde hace décadas.
"Tiene dos hijos y un alquiler que pagar, estoy obligada a ayudarle", afirma Claudette, delante de una estantería donde se alinean varias bobinas de hilos de diferentes colores.
Gracias a las donaciones de una asociación, la fachada de vidrio de su tienda, que voló por los aires, fue reinstalada. Pero ella misma se costeó la reparación del motor de su máquina de coser, su "negocio", cuenta.
Claudette teme que la calle quede "desierta" por mucho tiempo, mientras que se alargan las obras de reconstrucción. "La mayoría de mis clientes vivían aquí. Temo que no vuelvan nunca más", confiesa.
Cerca de su boutique, Hikmat Kaai también volvió a abrir su panadería después de haberla reconstruido por completo. En el interior, un empleado deja cocer en un gran horno los manaeesh, las tradicionales tortas a las que se les añade tomillo y aceite de oliva.
"Intentamos retomar la vida ya que tenemos esperanza" en el futuro, afirma el propietario. "Resistimos", añade.
Para estos pocos comerciantes que han decidido desafiar rápidamente al destino, la apuesta aún no está ganada. En el barrio, desertado por sus habitantes y acordonado por las fuerzas de seguridad, los clientes escasean.
El viernes, continuaban las labores de rescate entre los escombros de un edificio, donde escáneres de un equipo chileno detectaron latidos, con la esperanza de encontrar un superviviente.
En "Kahwit Imane", un café restaurante donde el asador de carne quedó intacto, Mehssen lamenta ventas "irrisorias".
"Sobrevivimos gracias a los voluntarios y empleados de otras ONG que trabajan en la reconstrucción que vienen a comer a nuestro local", confiesa el gerente.
Desde la explosión, estudiantes, ingenieros y asociaciones barren las calles, pintan paredes e instalan andamios. Pese a esta ola de solidaridad, la mayoría de los cierres siguen echados y las casas abandonadas.
En la calle adyacente de Mar Mikhael, centro neurálgico de la vida nocturna y antes repleto de gente, al caer la tarde solo deambulan algunas personas. En una acera, tres jóvenes beben cerveza al ritmo de una música que sale de los altavoces, en medio de edificios dañados o destruidos.
Cerca de ahí se encuentra una carpa de la ONG Médicos Sin Fronteras. Alrededor, aún se ven montones de cascotes y vidrio. En medio de este paisaje apocalíptico, aún más oscurecido por calles sin luz debido a los cortes de corriente, un bar con los cristales aún rotos ha decido abrir. Algunos clientes sentados en el interior son habituales.
"Es nuestra manera de resistir. Continuaremos bebiendo y celebrando la vida", lanza uno de ellos.
No muy lejos, otro grupo consume cócteles en la terraza de "Cyrano", un bar situado a unas decenas de metros del puerto, que perdió a una empleada en la explosión.
"No hemos vuelto a abrir por el dinero, sino para enviar un mensaje de vida", afirma su propietario, Elie Khoury, de 37 años, que muestra el cartel de "completo" cada tarde. "Hemos vivido la guerra, los bombardeos, los atentados, y una vez tras otra nos levantamos", dice. "Esta vez volveremos a levantarnos. Es nuestro combate", sentencia.
dmr