Argentina debería estar en auge. La nación sudamericana se encuentra sobre algunas de las reservas de petróleo de esquisto y gas más grandes del mundo. Cuenta con un vibrante sector de tecnología y allí se creó al gigante del comercio electrónico más exitoso de la región. Es uno de los principales exportadores internacionales de grano y posee abundantes reservas de litio en un momento en que la demanda de ambos se disparó debido a la guerra de Ucrania y al impulso mundial hacia la electrificación.
Sin embargo, Argentina se tambalea hacia uno de sus colapsos periódicos. La inflación alcanzó 64 por ciento en junio; puede llegar a 90 por ciento a finales de año. En el mercado negro, el dólar se cotiza a más del doble del tipo de cambio oficial, ya que los argentinos se apresuran a deshacerse de los pesos. La deuda soberana, que se reestructuró hace menos de dos años, vuelve a cotizar a niveles angustiantes, ya que los inversores se refugian.
Aislado de los mercados internacionales después de su incumplimiento de pagos de 2020, el gobierno argentino tiene dificultades para financiarse. Está emitiendo grandes cantidades de deuda interna a tasas de interés cada vez más elevadas -la mayoría vinculada a la inflación- y alienta al banco central a imprimir más y más pesos para cubrir el déficit.
Con la ruina financiera que se avecina, los bonos del gobierno son menos atractivos. Por esto, el banco central ofreció a los inversores una novedosa opción de venta sobre los bonos del Tesoro, además de comprar el propio papel para poner un piso a los precios. Los estrictos controles de cambio de divisas, las restricciones a la exportación de cereales, los subsidios a la energía y la congelación de precios impuesta por el Estado completan un panorama desolador.
Si la economía es mala, la política es posiblemente peor. Las luchas internas en el gobierno peronista entre el presidente Alberto Fernández y su poderosa vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, forzaron la salida este mes del ministro de Economía, Martín Guzmán. Guzmán había dirigido exitosas reestructuraciones de deuda con acreedores privados y el FMI, pero era odiado por Fernández de Kirchner y sus aliados por negarse a gastar más. Su salida le quitó al gobierno su única figura creíble. Silvina Batakis, su poco conocida sustituta, se apresuró a presentar su compromiso de cumplir los objetivos del FMI. Las probabilidades, tanto políticas como financieras, están en su contra.
Esto plantea la cuestión de qué debe hacer el FMI. El FMI debe pagar los 44 mil millones de dólares que se prestaron a un gobierno anterior, un programa que se desvió del camino después de apenas un año. En un informe interno se concluyó posteriormente que el programa de 2018 era “demasiado frágil” para tener éxito y se basaba en supuestos demasiado optimistas.
La historia tal vez esté a punto de repetirse. Aunque el Fondo y Batakis creen que Argentina todavía puede cumplir sus objetivos este año, incluido un déficit fiscal de 2.5 por ciento del PIB antes del pago de intereses, pocos están de acuerdo.
Los economistas de Citi están entre los que piensan que es muy probable que Buenos Aires no consiga frenar la impresión de dinero del banco central, aumentar las reservas de divisas y recortar el déficit lo suficiente como para tener éxito. Cada vez parece más claro que el Fondo no estableció condiciones suficientemente estrictas cuando renegoció el último rescate en marzo.
El FMI, el eterno villano de la política argentina, se ha esforzado por presentarse esta vez como un socio útil para el país que permanentemente cae en incumplimiento de pagos, en lugar de un sumo sacerdote de la austeridad. Sin embargo, el resultado es que el vigésimo segundo programa del Fondo con Argentina, descrito como “pragmático y realista” apenas en marzo, ya está en problemas.
Ante un gobierno débil, empeñado en el populismo peronista y fracaso de sus políticas económicas, hubiera sido mejor que el FMI insistiera en objetivos más estrictos para inspirar confianza de las empresas e inversión. Lo que necesita Argentina es amor con mano dura, en lugar de parches.
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